Capítulo 93

Mercenarios a todos

Después de dormir catorce horas estaba como una rosa. Eso sorprendió a mis compañeros, pues me habían encontrado inconsciente, frío como un cadáver y cubierto de sangre. Me habían desnudado, me habían frotado un poco las extremidades, me habían envuelto en mantas y me habían metido en la única tienda de los bandidos que todavía quedaba en pie. Las otras cinco se habían quemado, habían quedado enterradas o habían desaparecido cuando la gran columna blanca de un rayo destrozó el altísimo roble que se alzaba en medio del campamento de los bandidos.

El día siguiente amaneció nublado pero por fin sin lluvia. Primero atendimos a nuestros heridos. Hespe había recibido un flechazo en la pierna cuando el centinela los había sorprendido. Dedan tenía un corte profundo en un hombro, por lo cual podía considerarse afortunado teniendo en cuenta que se había abalanzado sobre el centinela con las manos vacías. Cuando le pregunté por qué, se limitó a contestar que no le había dado tiempo a desenvainar la espada.

Marten tenía un chichón enorme y rojo en la frente, encima de una ceja, que se había hecho cuando yo lo había derribado de una patada o cuando lo había arrastrado. Le dolía, pero aseguró que había salido peor parado infinidad de veces de peleas de taberna.

Yo me encontré bien en cuanto me recuperé de la tiritona. Advertí que a mis compañeros les sorprendía mi repentino regreso de las puertas de la muerte, y decidí no sacarlos de su asombro. Un poco de misterio no le haría ningún daño a mi reputación.

Me vendé el hombro, donde la flecha que me había rozado me había hecho un corte irregular, y me curé unos cuantos arañazos y magulladuras que no recordaba haberme causado. También tenía el corte largo y poco profundo que me había hecho yo mismo en el brazo, pero ni siquiera tuve que cosérmelo.

Tempi estaba ileso, sereno, insondable.

Después nos ocupamos de los muertos. Mientras yo estaba inconsciente, el resto del grupo había llevado casi todos los cadáveres quemados a un lado del claro. En total eran:

El centinela que había matado Dedan.

Los dos que habían sorprendido a Tempi en el bosque.

Tres que habían sobrevivido al rayo y habían intentado escapar. Marten acabó con uno y Tempi se atribuyó los otros dos.

Diecisiete quemados, despedazados o destrozados por el rayo. De esos, ocho ya estaban muertos o heridos de muerte antes.

Encontramos huellas de un centinela que había presenciado todo el incidente desde el lado nordeste de la cresta. Cuando las descubrimos, ya tenían un día de antigüedad, y ninguno de nosotros sintió el menor deseo de salir a perseguirlo. Dedan comentó que seguramente nos haría mejor servicio vivo si les contaba aquella derrota espectacular a otros que estuvieran pensando en dedicarse al bandidaje. Por una vez, compartí su opinión.

El cadáver del cabecilla no se encontraba entre los que habíamos recogido. La tienda grande en la que se había refugiado había quedado aplastada bajo trozos enormes del tronco del roble. Como de momento teníamos otras cosas de que ocuparnos, no buscamos sus restos inmediatamente.

En lugar de intentar cavar veintitrés tumbas, o una fosa común lo bastante grande para meter en ella veintitrés cadáveres, construimos una pira y la encendimos mientras el bosque todavía estaba húmedo. Utilicé mis habilidades para asegurarme de que ardiera bien.

Pero había un caso especial: el centinela que Marten había matado y que yo había utilizado. Mientras mis compañeros recogían leña para la pira, fui al lado sur de la cresta y encontré el sitio donde Tempi lo había escondido y tapado con una rama de abeto.

Me quedé contemplando largo rato el cadáver antes de llevármelo hacia el sur. Encontré un sitio tranquilo bajo un sauce y levanté un montículo de piedras. Entonces me metí entre la maleza y vomité.

¿El rayo? Bueno, es difícil explicar lo del rayo. Una tormenta. Un vínculo galvánico con dos flechas parecidas. Un intento de conectar el árbol a tierra convirtiéndolo en un poderoso pararrayos. Sinceramente, no sé si puedo atribuirme el mérito de que el rayo cayera donde lo hizo y cuando lo hizo. Pero según las historias, llamé al rayo y el rayo acudió.

Según lo que me contaron los otros, no fue un rayo normal y corriente, sino varios en rápida sucesión. Dedan lo describió como «una columna de fuego blanco», y dijo que hizo estremecer la tierra con tanta fuerza que lo derribó.

Por el motivo que fuera, aquel roble gigantesco quedó reducido a un tocón chamuscado más o menos de la altura de un itinolito. Trozos enormes del tronco y las ramas yacían esparcidos alrededor. Los árboles más pequeños y los matorrales que había cerca habían ardido y la lluvia había apagado las llamas. La mayoría de los largos tablones que los bandidos habían utilizado para erigir sus fortificaciones se habían hecho añicos o se habían quemado quedando reducidos a brasas. Alrededor de la base del roble, unos profundos surcos abiertos en la tierra se extendían en forma de radios, y hacían que pareciera que un loco hubiera arado el claro, o que una bestia inmensa hubiera hurgado en él con sus garras.

Pese a todo eso, después de nuestra victoria nos quedamos tres días en el campamento de los bandidos. El arroyo nos proporcionaba agua, y las provisiones de los bandidos eran más abundantes que las nuestras. Además, después de rescatar algunos trozos de madera y lona, cada uno de nosotros pudo permitirse el lujo de descansar en una tienda o bajo un cobertizo.

Una vez cumplida nuestra misión, se redujeron las tensiones en el grupo. Paró de llover y ya no teníamos que preocuparnos por ocultar nuestro fuego, y gracias a eso Marten empezó a recuperarse de su resfriado. Dedan y Hespe se trataban educadamente, y Dedan dejó de soltar contra mí al menos tres cuartas partes de sus incesantes asnadas.

Sin embargo, pese al alivio que suponía haber terminado el trabajo, no nos sentíamos cómodos del todo. Por la noche no contábamos historias, y Marten se distanciaba de mí siempre que podía. Yo no se lo reprochaba, teniendo en cuenta lo que había visto.

Por ese motivo, aproveché la primera oportunidad que se me presentó para destruir, sin que los demás me vieran, los fetiches de cera que había hecho. Ya no los necesitaba, y me preocupaba que alguno de mis compañeros los encontrara en mi macuto.

Tempi no hizo ningún comentario sobre lo que yo había hecho con el cadáver del bandido, y me dio la impresión de que no me lo echaba en cara. Ahora me doy cuenta de lo poco que entendía a los Adem en realidad. Pero entonces lo único que noté fue que Tempi pasaba menos tiempo ayudándome a practicar el Ketan, y más tiempo practicando nuestro idioma y hablando del siempre confuso concepto del Lethani.

El segundo día fuimos a recoger nuestro material del campamento anterior. Sentí un gran alivio al recuperar mi laúd, y me alegré aún más de comprobar que el maravilloso estuche de Denna se había mantenido seco y estanco pese a la incesante lluvia.

Y como ya no teníamos que escondernos, toqué. Durante un día entero no hice nada más. Llevaba casi un mes sin tocar ni un solo acorde, y echaba de menos la música mucho más de lo que podéis imaginar.

Al principio pensé que a Tempi no le interesaba mi música. Aparte del hecho de que lo había insultado, no sabía cómo, cantando una canción, Tempi siempre se marchaba del campamento en cuanto yo sacaba mi laúd. Entonces descubrí que me espiaba, aunque siempre a cierta distancia y medio escondido. En cuanto me di cuenta y me fijé, comprobé que siempre me escuchaba mientras yo tocaba. Con los ojos como platos. Inmóvil como una roca.

El tercer día, Hespe anunció que su pierna ya le permitía andar un poco. Así que teníamos que decidir qué íbamos a llevarnos y qué íbamos a dejar allí.

No iba a ser tan difícil como se podría suponer. El rayo, el árbol caído o la exposición a la tormenta habían destruido gran parte del material de los bandidos. Aun así, había objetos de valor que valía la pena salvar del campamento.

No habíamos podido registrar a fondo la tienda del cabecilla, pues había quedado aplastada bajo una de las inmensas ramas del roble. Aquella rama, de más de medio metro de grosor, era más grande que muchos árboles. Sin embargo, el tercer día conseguimos por fin retirarla de los restos de la tienda.

Estaba impaciente por examinar el cadáver del cabecilla, porque desde el momento en que lo había visto salir de la tienda me rondaba algo por la memoria. Además, tenía un interés más material: sabía que su cota de malla valía al menos doce talentos.

Pero no encontramos ni rastro del cabecilla. Eso nos desconcertó un poco. Marten solo había descubierto unas huellas que se alejaban del campamento, las del centinela que había huido. Ninguno de nosotros sabía adónde podía haber ido el jefe de los bandidos.

Para mí, aquello era un enigma y un fastidio, pues confiaba en poder verle de cerca la cara. Dedan y Hespe creían que sencillamente había huido aprovechando el caos causado por la caída del rayo, quizá utilizando el arroyo para no dejar pisadas.

Sin embargo, Marten fue inquietándose más y más cuando comprobamos que el cadáver no aparecía. Murmuró algo sobre demonios y se opuso a acercarse a los restos de la tienda. Pensé que eran tonterías de supersticioso, pero no negaré que a mí también me dejó un poco intranquilo la desaparición del cadáver.

Dentro de la tienda encontramos una mesa, un camastro, un escritorio y un par de sillas, todo destrozado e inservible. Entre los restos del escritorio había unos papeles que me habría encantado leer, pero llevaban demasiado tiempo a la intemperie y la tinta se había corrido. También había una pesada caja de madera noble, algo más pequeña que una hogaza de pan. Tenía el emblema de la familia Alveron pintado con esmalte en la tapa, y estaba cerrada con llave.

Hespe y Marten admitieron que algo sabían de forzar cerraduras, y, como sentía curiosidad por saber qué había dentro, les dejé probar tras advertirles que no debían estropearla. Ambos lo intentaron, pero ninguno con éxito.

Tras unos veinte minutos hurgando en la cerradura, Marten levantó los brazos.

– Nada, no hay manera -dijo. Se enderezó y se llevó las manos a los riñones.

– Si queréis, puedo intentarlo yo -dije. Lamenté que ninguno de los dos hubiera conseguido abrirla, pues forzar cerraduras no es la clase de habilidad de la que debe enorgullecerse un arcanista. No encajaba con la reputación que yo quería forjarme.

– ¿En serio? -dijo Hespe arqueando una ceja-. Es verdad que pareces un joven Táborlin.

Me acordé de la historia que nos había contado Marten unos días antes.

– Por supuesto -dije riendo-. ¡Edro! -grité con mi mejor voz de Táborlin el Grande, y golpeé la tapa de la caja con la mano.

La tapa se abrió.

Me sorprendí tanto como los demás, pero lo disimulé mejor. Era evidente que lo que había pasado era que Dedan o Marten habían conseguido forzar la cerradura, y que la caja no se había abierto porque la tapa estaba atascada. Seguramente, la madera se había inflado tras tantos días expuesta a la humedad. Al golpearla yo, sencillamente se había desatascado.

Pero ellos no lo sabían. A juzgar por la expresión de sus rostros, se diría que acabara de transmutar oro. Incluso Tempi arqueó una ceja.

– Un truco muy espectacular, Táborlin -dijo Hespe, como si no estuviera muy segura de si les tomaba el pelo.

Decidí no dar explicaciones y me guardé el juego de ganzúas en el bolsillo de la capa. Ya que iba a ser arcanista, prefería ser un arcanista famoso.

Haciendo todo lo posible para transmitir un aire de poderío y solemnidad, levanté la tapa de la caja y miré en el interior. Lo primero que vi fue un trozo de papel grueso, doblado. Lo saqué.

– ¿Qué es? -preguntó Dedan.

Lo sostuve en alto para que lo vieran todos. Era un mapa de los alrededores, muy detallado; no solo representaba con precisión el sinuoso camino, sino que también ubicaba las granjas y los arroyos cercanos. Crosson, Fenhill y la posada La Buena Blanca estaban marcados y rotulados en el camino occidental.

– ¿Qué es eso? -preguntó Dedan apuntando con un grueso dedo una X sin inscripción debajo marcada en el bosque, en el lado sur del camino.

– Creo que es este campamento -dijo Marten, y señaló-. Está junto al arroyo.

Asentí con la cabeza.

– Si es así, estamos más cerca de Crosson de lo que yo creía. Si vamos hacia el sudeste desde aquí, nos ahorraremos más de un día de camino. -Miré a Marten-. ¿Qué te parece a ti?

– Dame. Déjame ver. -Le pasé el mapa, y Marten lo estudió-. Sí, eso parece -coincidió-. No creía que hubiéramos llegado tan al sur. Por ese camino nos ahorraríamos al menos cuarenta kilómetros.

– No está nada mal -terció Hespe frotándose la pierna vendada-. Es decir, a menos que alguno de ustedes, caballeros, esté dispuesto a llevarme en brazos.

Volví a mirar en la caja. Estaba llena de paquetitos envueltos en tela. Abrí uno y vi un destello dorado.

Todos murmuraron. Examiné el resto de aquellos paquetes pequeños y pesados y encontré más monedas, todas de oro. Calculé que debía de haber aproximadamente doscientos reales. Pese a que nunca había tenido uno en la mano, sabía que un real de oro valía ochenta sueldos, casi tanto como lo que el maer me había dado para financiar todo nuestro viaje. No me extrañó que el maer estuviera tan ansioso por poner fin a los asaltos a sus recaudadores de impuestos.

Hice una serie de cálculos mentales para convertir el contenido de la caja en otra moneda más familiar y obtuve un resultado de más de quinientos talentos de plata. Suficiente dinero para comprar una buena posada junto al camino, o toda una granja con el ganado y el material incluidos. Con aquella cantidad de dinero podías comprarte un título menor, un puesto en la corte o un grado de oficial en el ejército.

Los demás también hicieron sus cálculos.

– ¿Qué os parece si nos repartimos un poco de ese dinero? -propuso Dedan sin muchas esperanzas.

Vacilé y luego metí la mano en la caja.

– ¿Os parece bien un real para cada uno?

Todos se quedaron callados mientras desenvolvía uno de los paquetitos. Dedan me miró con incredulidad.

– ¿Lo dices en serio?

Le puse una gruesa moneda en la mano.

– Tal como yo lo veo, alguien menos escrupuloso quizá olvidara comentarle este hallazgo a Alveron. O quizá ni siquiera regresase a la corte de Alveron. Creo que un real por cabeza -les lancé sendas monedas de oro a Marten y a Hespe- es una buena recompensa por nuestra honradez.

»Además -añadí lanzándole un real a Tempi-, me contrataron para que encontrara a un hatajo de bandidos, y no para que destruyese un pequeño acuartelamiento militar. -Levanté mi real-. Esta es nuestra bonificación por los servicios prestados más allá del deber. -Me guardé la moneda y me di unos golpecitos en el bolsillo-. Alveron no tiene por qué saberlo.

Dedan rió y me dio una palmada en la espalda.

– Veo que en el fondo no eres tan diferente del resto de nosotros -comentó.

Le devolví la sonrisa y cerré la tapa de la caja. Oí cómo la cerradura se cerraba.

No mencioné los otros dos motivos que tenía para actuar de aquella forma. En primer lugar, estaba comprando la lealtad de mis compañeros. Era inevitable que ellos hubieran reparado en lo fácil que habría sido coger aquella caja y desaparecer. Esa idea también había pasado por mi mente. Con quinientos talentos podría pagar mis estudios en la Universidad durante diez años, y aún me sobraría mucho.

Sin embargo, ahora todos eran considerablemente más ricos, y era más fácil que enfocaran la situación con honradez. Una gruesa moneda de oro evitaría que pensaran en todo el dinero que yo llevaba encima. De todas formas, pensaba dormir con la caja cerrada bajo mi almohada.

En segundo lugar, me venía muy bien ese dinero. Tanto el real que me había guardado en el bolsillo a la vista de todos como los otros tres que había hecho desaparecer disimuladamente al entregarles las monedas a mis compañeros. Como ya he dicho, Alveron nunca notaría la diferencia, y con cuatro reales podría pagarme la matrícula de un bimestre en la Universidad.

Tras guardar la caja del maer en el fondo de mi macuto, cada uno de nosotros decidió qué quería llevarse del campamento de los bandidos.

Las tiendas las dejamos allí por la misma razón por la que nosotros viajábamos sin ellas: eran demasiado voluminosas para transportarlas cómodamente. Cogimos toda la comida que pudimos, pues cuanta más nos lleváramos, menos tendríamos que comprar.

Decidí quedarme con una de las espadas de los bandidos. Nunca se me habría ocurrido comprarme una, porque no habría sabido utilizarla, pero ya que aquellas eran gratis…

Mientras examinaba las armas, Tempi se me acercó y me dio algunos consejos. Cuando hubimos reducido mis opciones de elección a dos espadas, Tempi se decidió a hablar claro:

– No sabes utilizar una espada. -Interrogante. Vergüenza.

Me dio la impresión de que, para él, la idea de que alguien no supiera utilizar una espada era algo más que ligeramente vergonzoso. Algo así como no saber utilizar el cuchillo y el tenedor.

– No -admití-. Pero confiaba en que tú me enseñaras.

Tempi se quedó muy quieto. Si no lo hubiera conocido tan bien, quizá lo habría interpretado como una negativa. Pero aquel tipo de quietud significaba que estaba pensando.

Las pausas son un elemento clave en la conversación adémica, de modo que esperé pacientemente. Nos quedamos quietos un minuto, y luego dos. Y cinco. Y diez. Me esforcé para permanecer inmóvil y callado. Quizá me hubiera equivocado y aquello sí fuera una negativa educada.

Veréis, yo me creía terriblemente espabilado. Ya hacía casi un mes que conocía a Tempi, había aprendido un millar de palabras y cincuenta signos del lenguaje de signos adémico. Sabía que los Adem no se avergonzaban de su desnudez, ni de tocarse, y estaba empezando a entender el misterio del Lethani.

Sí, sí, me creía terriblemente inteligente. Si de verdad hubiera sabido algo sobre los Adem, jamás me habría atrevido a formularle aquella petición a Tempi.

– ¿Me enseñarás tú eso? -Tempi señaló al otro lado del campamento, donde estaba el estuche de mi laúd apoyado contra un árbol.

La pregunta me pilló desprevenido. Nunca había intentado enseñar a nadie a tocar el laúd. Quizá Tempi lo supiera y sencillamente estuviese haciendo una comparación. Sabía que Tempi era aficionado a hacer sutiles dobles sentidos.

Me pareció una proposición justa. Asentí con la cabeza.

– Puedo intentarlo.

Tempi asintió también y señaló una de las espadas que nos parecían adecuadas.

– La llevas. Pero no peleas. -Se dio la vuelta y se marchó. En ese momento, lo atribuí a su parquedad habitual.

Nos pasamos todo el día rebuscando y rescatando cosas del campamento. Marten cogió bastantes flechas y todas las cuerdas de arco que encontró. Luego, tras asegurarse de que nadie quería ninguno, decidió llevarse los cuatro arcos largos que habían sobrevivido a la caída del rayo. Eran incómodos de llevar, pero Marten estaba convencido de que podría venderlos bien en Crosson.

Dedan cogió unas botas y una coraza mejor que la suya. También reclamó para sí una baraja de cartas y un juego de dados de marfil.

Hespe tomó un caramillo de pastor y metió casi una docena de puñales en el fondo de su macuto con la esperanza de venderlos más adelante.

Hasta Tempi encontró algunos objetos que le interesaron: una piedra de afilar, una cajita de latón para guardar la sal y unos pantalones de lino que se llevó al arroyo y tiñó de color rojo sangre.

Yo cogí menos cosas que los demás. Un puñal pequeño para sustituir al que se me había roto y una navaja de afeitar con el mango de cuerno. En realidad no necesitaba afeitarme muy a menudo, pero me había aficionado a hacerlo en la corte del maer. Me habría gustado seguir el ejemplo de Hespe y quedarme también con algunos puñales, pero mi macuto ya pesaba mucho, pues dentro llevaba la caja del maer.

Quizá todo esto os parezca macabro, pero así es la vida. Los saqueadores acaban siendo saqueados, y el tiempo nos hace mercenarios a todos.

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