A la mañana siguiente Vashet vino a buscarme cuando yo estaba terminando de desayunar.
– Ven -me dijo-. Carceret se ha pasado toda la noche rezando para que haya un vendaval, pero solo soplan ráfagas.
No entendí qué quería decir, pero tampoco me apetecía preguntar. Devolví la bandeja de madera y al darme la vuelta vi a Penthe allí de pie. Tenía un cardenal amarillento en el mentón.
Penthe no dijo nada y se limitó a cogerme ambos brazos en señal de apoyo. Luego me dio un fuerte abrazo. Se me había olvidado lo bajita que era, y me sorprendió ver que su cabeza solo me llegaba por el pecho. El comedor estaba aún más silencioso de lo que era habitual, y aunque nadie me miraba abiertamente, todos me observaban.
Vashet me llevó hasta el pequeño parque donde nos habíamos visto por primera vez e iniciamos los ejercicios de calentamiento. Aquella rutina me relajó y calmó mi ansiedad hasta reducirla a un rumor sordo. Cuando terminamos, Vashet me condujo al valle escondido del árbol espada. No me sorprendió. ¿En qué otro sitio podía celebrarse el examen?
Había una docena de personas dispersas por el prado, alrededor del árbol. La mayoría llevaban el rojo de mercenario, pero vi a tres con ropa de colores más claros. Deduje que debían de ser miembros importantes de la comunidad, o quizá mercenarios retirados que todavía tenían relación con la escuela.
Vashet señaló el árbol. Al principio creí que quería que me fijara en su movimiento. Tal como me había adelantado, hacía un día ventoso, y las ramas azotaban furiosamente el aire. Entonces vislumbré un destello metálico junto al tronco. Me fijé y vi que había una espada atada al tronco del árbol.
Me acordé de Celean danzando entre las hojas afiladas hasta dar una palmada al tronco. Claro.
– Alrededor del pie del árbol hay una serie de objetos -dijo Vashet-. El examen consiste en que vayas hasta allí, escojas uno y lo traigas.
– ¿Eso es el examen? -pregunté más bruscamente de lo que tenía planeado-. ¿Por qué no me lo dijiste?
– ¿Por qué no me lo preguntaste? -replicó ella con aspereza, y entonces apoyó suavemente una mano sobre mi brazo-. Te lo habría explicado -dijo-. Al final. Pero sabía que si te lo contaba demasiado pronto, querrías probarlo y te harías daño.
– Bueno, pues menos mal que lo hemos dejado para hoy -dije, y suspiré. Disculpa resignada-. ¿Qué pasa si entro y me quedo hecho trizas?
– Cortarse es inevitable -dijo Vashet, y se apartó el cuello de la camisa para enseñarme un par de cicatrices pálidas y delgadas que tenía en el hombro-. La cuestión es cuánto, y dónde, y cómo te comportas. -Se colocó bien la camisa con un encogimiento de hombros-. Las hojas no hacen cortes profundos, pero ten cuidado con la cara y el cuello, donde los vasos sanguíneos y los tendones están cerca de la superficie. Un corte en el torso o en el brazo se puede curar fácilmente. Una oreja cercenada, no tanto.
Miré el árbol, que en ese momento recibía una ráfaga de viento. Las ramas se agitaron frenéticamente.
– ¿Qué te impide entrar a gatas?
– El orgullo -contestó Vashet escudriñando mi rostro-. ¿Quieres que todos te recuerden como el que se arrastró el día del examen?
Asentí con la cabeza. Aquello era especialmente importante en mi caso. Era un bárbaro, y por lo tanto tenía que demostrar el doble.
Volví a mirar el árbol. Había unos diez metros desde el perímetro de las ramas hasta el tronco. Recordé las cicatrices que había visto en el cuerpo de Tempi y en la cara de Carceret.
– De modo que esto es una prueba de temple -dije-. Una prueba de orgullo.
– Es una prueba de muchas cosas -aclaró Vashet-. Tu comportamiento tiene mucha importancia. Podrías taparte la cara con los brazos y correr hasta el tronco. Al fin y al cabo, la línea recta es la más rápida. Pero ¿qué revela eso de ti? ¿Eres un toro que embiste a ciegas? ¿Eres un animal sin sutileza ni elegancia? -Sacudió la cabeza frunciendo el entrecejo-. Espero algo mejor de un alumno mío.
Entorné los ojos y traté de ver qué otros objetos había alrededor del tronco.
– Supongo que no puedo preguntar cuál es la elección correcta.
– Hay muchas elecciones correctas, y muchas incorrectas. Eso varía en cada caso. El objeto que traigas revelará mucho. Lo que hagas con ese artículo después también revelará mucho. Cómo te conduzcas revelará mucho. -Encogió los hombros-. Shehyn tendrá en cuenta todas esas cosas antes de decidir si mereces ser admitido en la escuela.
– Si tiene que decidirlo Shehyn, ¿qué hacen aquí los demás?
Vashet esbozó una sonrisa forzada, y vi la ansiedad oculta en lo más profundo de sus ojos.
– Shehyn no representa a toda la escuela. -Señaló a los otros Adem que estaban de pie alrededor del árbol espada-. Tampoco representa a la totalidad de la vía de la Latantha.
Miré alrededor y me di cuenta de que aquel puñado de camisas que no eran rojas no eran de colores claros, sino blancas. Eran los jefes de otras escuelas. Habían viajado hasta Haert para presenciar el examen del bárbaro.
– ¿Es esto lo habitual? -pregunté.
Vashet negó con la cabeza.
– Podría fingir ignorancia. Pero sospecho que Carceret ha hecho correr la voz.
– ¿Pueden ellos anular la decisión de Shehyn? -pregunté.
– No. Esta es su escuela, y decide ella. Nadie se atrevería a disputarle el derecho a tomar esa decisión. -Hizo el signo sin embargo con la mano junto al costado.
– Muy bien -dije.
Vashet me tomó una mano entre las suyas, me la apretó y la soltó.
Caminé hacia el árbol espada. El viento amainó un momento, y la tupida copa de ramas colgantes me recordó al árbol donde había encontrado al Cthaeh. No fue un pensamiento reconfortante.
Me quedé mirando cómo giraban las hojas, tratando de no pensar en lo afilado de sus bordes. En que iban a cortarme. En que se deslizarían a través de la fina piel de mis manos y me cortarían los delicados tendones que había debajo.
Desde el perímetro de la copa hasta la seguridad del tronco no podía haber más de diez metros. No era mucho, según cómo se mirara…
Me acordé de Celean corriendo a lo loco entre las hojas. La recordé saltando y apartando las ramas a manotazos. Si ella podía hacerlo, seguro que yo también.
Pero ya mientras lo pensaba supe que no era verdad. Celean llevaba toda la vida jugando allí. Era delgada como una ramita, rápida como un saltamontes, y medía la mitad que yo. Comparada con ella, yo era un oso torpe y pesado.
Vi a un puñado de mercenarios Adem al otro lado del árbol. Dos de las camisas blancas más intimidantes también estaban allí. Noté sus ojos clavados en mí, y en cierto modo me alegré.
Cuando uno está solo, es fácil tener miedo. Es fácil concentrarse en lo que podría esconderse en la oscuridad, al final de los escalones del sótano. Es fácil obsesionarse con cosas inútiles, como el disparate de adentrarse en una tormenta de cuchillos giratorios. Cuando uno está solo es fácil sudar, derrumbarse, ser presa del pánico…
Pero yo tenía compañía. Y no eran únicamente Vashet y Shehyn quienes me observaban: había una docena de mercenarios además de los jefes de las otras escuelas. Tenía un público. Estaba en el escenario. Y en ningún otro sitio me siento tan cómodo como en un escenario.
Me quedé esperando fuera del alcance de las ramas más largas, atento a que interrumpieran su movimiento. Confiaba en que sus sacudidas aleatorias cesarían un momento y abrirían un camino por el que podría correr, golpeando las hojas que se me acercaran demasiado. Podía utilizar Agua en Abanico para apartarlas de mi cara.
Desde el borde del ramaje, observé; a la espera de esa abertura, tratando de adivinar un patrón. El movimiento del árbol me adormecía, como había hecho tantas veces. Los constantes círculos y arcos que formaba tenían un efecto hipnotizador.
Mientras lo contemplaba, levemente aturdido por su movimiento, noté que mi mente se deslizaba poco a poco hacia el transparente y vacío espacio de la Hoja que Gira. Me di cuenta de que, en realidad, el movimiento del árbol no era en absoluto aleatorio. Tenía un patrón compuesto de infinitos patrones cambiantes.
Y entonces, con la mente abierta y vacía, vi desplegarse el viento ante mí. Fue como si se formara escarcha sobre el cristal de una ventana. Primero, nada; y de pronto vi el nombre del viento con la misma claridad con que veía el dorso de mi propia mano.
Miré alrededor un momento, maravillado. Noté el sabor de su forma en la lengua y comprendí que, si lo deseaba, podía levantarlo y desencadenar un vendaval, una tormenta. Podía reducirlo a un susurro y dejar el árbol espada lacio e inmóvil.
Pero no me pareció que fuera eso lo que debía hacer. Así que abrí bien los ojos y vi dónde decidiría el viento empujar las ramas. Dónde decidiría sacudir las hojas.
Entonces di un paso y me metí bajo el ramaje del árbol, como quien entra tan tranquilo por la puerta de su casa. Di otros dos pasos y me paré cuando un par de hojas cortaron el aire ante mí. Me desvié hacia un lado y hacia delante, y el viento batió otra rama en el espacio que acababa de dejar atrás.
Avancé entre las ramas danzantes del árbol espada. Sin correr o apartándolas frenéticamente con las manos. Andaba con cuidado, con parsimonia. Me di cuenta de que así era como Shehyn se movía cuando peleaba. Sin prisas, aunque a veces fuera rápida. Se movía perfectamente; estaba siempre donde necesitaba estar.
Casi sin darme cuenta, me encontré sobre el círculo de tierra más oscura que rodeaba el grueso tronco del árbol espada. Allí, las hojas giratorias no podían alcanzarme. De momento estaba a salvo; me relajé y me concentré en lo que me estaba esperando.
La espada que había divisado desde el extremo del prado estaba atada al tronco del árbol con un cordón de seda blanca. Estaba a medio desenvainar, y vi que la hoja se parecía a la de la espada de Vashet. El metal era de un gris extraño, bruñido, sin marcas ni imperfecciones.
Sobre una mesita junto al árbol, había una camisa roja, pulcramente doblada por la mitad. También una flecha con plumas blancas y un cilindro de madera pulida como los que se usan para guardar pergaminos.
Me distrajo un destello intenso; me di la vuelta y descubrí una gruesa barra de oro semienterrada en la tierra oscura, entre las raíces del árbol. ¿Sería oro de verdad? Me agaché y lo toqué. Lo noté frío; pesaba tanto que no pude desenterrarlo con una sola mano. ¿Cuánto debía de pesar? ¿Veinte kilos? Suficiente oro para que me pasara toda la vida en la Universidad, por mucho que me subieran la matrícula.
Rodeé lentamente el tronco del árbol y vi un trozo de seda colgado de una de las ramas más bajas. Había otra espada, más sencilla, colgada también con un cordón blanco; y tres flores azules atadas con una cinta azul; y una moneda víntica de medio penique, deslustrada; y una piedra de afilar, plana y alargada, oscura y aceitada.
Entonces llegué al otro lado del árbol y encontré el estuche de mi laúd apoyado contra el tronco.
Verlo allí y saber que alguien había entrado en mi habitación y lo había cogido de debajo de mi cama me produjo una rabia intensa y terrible. Sabía qué pensaban los Adem de los músicos, y eso lo empeoraba. Significaba que sabían que yo no solo era un bárbaro, sino también una puta barata. Lo habían dejado allí para burlarse de mí.
En Imre, después de que Ambrose me rompiera el laúd, dominado por una ira terrible, había llamado al viento. Y lo había llamado en un momento de furia y terror para defenderme de Felurian. Pero esa vez no encontré el nombre del viento como consecuencia de haber sentido una emoción intensa. Lo encontré suavemente, como cuando estiras la mano para atrapar una semilla de cardo que flota.
Cuando reconocí mi laúd, aquel maremágnum de emociones me sacó de golpe de la Hoja que Gira, como un gorrión que recibe una pedrada. El nombre del viento quedó hecho trizas y me dejó vacío y ciego. Miré alrededor y vi las hojas, que danzaban frenéticas, y no distinguí ningún patrón, sino solo un millar de cuchillas que cortaban el aire agitadas por el viento.
Terminé mi lento circuito alrededor del tronco del árbol con un nudo de preocupación cada vez más apretado en el estómago. La presencia de mi laúd ponía en evidencia que cualquiera de aquellos objetos podía ser una trampa.
Vashet me había dicho que el examen no solo consistía en saber qué cogería del árbol. También era importante cómo me lo llevara y lo que hiciera después con ello. Si me llevaba la gruesa barra de oro y se la entregaba a Shehyn, ¿demostraría que tenía intención de aportar dinero a la escuela? ¿O significaría que estaba dispuesto a aferrarme por avaricia a algo pesado y difícil de manejar aunque me pusiera en peligro?
Podía pensar lo mismo de cualquiera de aquellos objetos. Si me llevaba la camisa roja, podían pensar que me esforzaba noblemente por el derecho a llevarla o que, arrogante, me consideraba bastante bueno para unirme a sus filas. Y era aún más cierto en el caso de aquella espada antigua; no tenía ninguna duda de que para los Adem era tan valiosa como la vida de un niño.
Di otra vuelta al tronco, despacio, fingiendo que intentaba decidirme por uno de aquellos objetos, cuando en realidad solo pretendía ganar tiempo. Nervioso, volví a examinarlos. Había un librito con un candado de latón; y un huso de hilo de lana gris; y una piedra redonda y lisa sobre un paño blanco.
Mientras los contemplaba, comprendí que cualquier elección que hiciera podría interpretarse de diversas maneras. No tenía suficiente información sobre la cultura adem para adivinar qué podía significar el objeto que escogiese.
Y aunque lo supiera, sin el nombre del viento para guiarme y ayudarme a salir de debajo del ramaje, lo más probable era que quedase hecho trizas. Quizá no lo suficiente para mutilarme, pero sí para dejar claro que era un bárbaro torpe que evidentemente no pintaba nada allí.
Volví a mirar la barra de oro. Si la escogía, al menos su peso me proporcionaría una excusa por haber salido de debajo de la copa torpemente. Quizá hasta consiguiera hacer un buen papel…
Nervioso, di una tercera vuelta al tronco. Noté que el viento arreciaba, soplando con fuerza y haciendo que las ramas se agitaran aún más. Empecé a sudar, y el sudor me enfrió y me hizo temblar.
Y entonces, en medio de aquel momento de angustia, de pronto no pude concentrarme en nada más que en la repentina y apremiante presión de mi vejiga. A mi biología le tenía sin cuidado la gravedad de la situación, y sentí una poderosa necesidad de aliviarme.
De modo que, en medio de una tormenta de cuchillos, en medio de un examen que también era un juicio, lo único en que se me ocurría pensar era orinar contra el tronco del árbol sagrado de la espada mientras me observaba una docena de mercenarios orgullosos y mortíferos.
Era un pensamiento tan horripilante e inapropiado que me eché a reír. Y cuando la risa salió de mí, la tensión que se acumulaba en mi abdomen y me oprimía los músculos de la espalda desapareció. Escogiera lo que escogiese, tendría que ser algo mejor que la opción de mearme en la Latantha.
Entonces, sin aquella ira ardiendo dentro de mí, sin aquel miedo atenazándome, miré las hojas en movimiento que me rodeaban. Otras veces, cuando el nombre del viento me había abandonado, se había ido apagando como un sueño al despertar, irrecuperable como un eco o un suspiro.
Pero aquella vez fue diferente. Había pasado horas observando los patrones de aquellas hojas en movimiento. Miré a través de las ramas del árbol y pensé en Celean saltando y girando sobre sí misma, riendo y corriendo.
Y allí estaba. Como el nombre de un viejo amigo que se me hubiera olvidado solo un instante. Miré entre las ramas y vi el viento. Pronuncié su largo nombre suavemente, y el viento amainó. Lo pronuncié como un débil susurro, y por primera vez desde que llegara a Haert, el viento dejó de soplar.
En aquel paraje donde el viento no cesaba jamás, fue como si de pronto el mundo contuviera la respiración. La incesante danza del árbol espada se ralentizó hasta parar por completo. Como si descansara. Como si hubiera decidido dejarme marchar.
Salí de debajo del árbol y empecé a caminar despacio hacia Shehyn, sin nada en las manos. Mientras andaba, levanté la mano izquierda y rocé deliberadamente el filo de una hoja con la palma.
Me planté ante Shehyn, deteniéndome a una distancia formal. Me quedé mirándola con gesto inexpresivo. De pie, en silencio, inmóvil.
Tendí la mano izquierda, con la palma ensangrentada hacia arriba, y formé un puño. Ese signo significaba dispuesto. Sangraba más de lo que había previsto, y la sangre se filtró entre mis dedos y resbaló por el dorso de mi mano.
Al cabo de un largo momento, Shehyn asintió con la cabeza. Me relajé, y solo entonces volvió a soplar el viento.