Capítulo 125

Cesura

Al día siguiente me desperté un poco espeso. No había bebido mucho, pero mi cuerpo ya no estaba acostumbrado a esos excesos, de modo que aquella mañana me acordé tres veces de cada una de las copas que me había tomado. Hice un esfuerzo y fui a los baños, me metí en la piscina más caliente que pude soportar y luego me froté para desprenderme de aquella sensación vagamente pegajosa.

Me dirigía al comedor cuando me encontré a Vashet y a Shehyn en la entrada. Vashet me hizo una seña para que las siguiera, y obedecí. No me sentía con ánimos para entrenar ni para mantener una conversación formal, pero no me pareció una opción realista negarme.

Recorrimos varios pasillos, y al final fuimos a parar cerca del centro de la escuela. Atravesamos un patio y llegamos a un edificio pequeño y cuadrado cuya puerta Shehyn abrió con una llavecita de hierro. Era la primera puerta cerrada que había visto en todo Haert.

Entramos los tres en un pequeño vestíbulo sin ventanas. Vashet cerró la puerta exterior y la habitación quedó completamente a oscuras, aislando el sonido del persistente viento. Entonces Shehyn abrió la puerta interior. Nos recibió la cálida luz de media docena de velas. Al principio me pareció extraño que las hubieran dejado encendidas en una habitación vacía…

Entonces vi lo que había colgado en las paredes: docenas de espadas que reflejaban la luz de las velas. Estaban todas desnudas, y cada una tenía su vaina debajo.

No había ninguna parafernalia ritual como la que se suele encontrar en las iglesias tehlinas. Ni tapices ni cuadros. Tan solo las espadas. Sin embargo, era evidente que aquel era un lugar importante. Se respiraba en el ambiente una tensión parecida a la del Archivo, o a la de un cementerio viejo.

Shehyn se volvió hacia Vashet.

– Elige.

Vashet pareció sorprendida al oírla, casi consternada. Fue a hacer un signo, pero Shehyn levantó una mano antes de que pudiera protestar.

– Es tu alumno -dijo Shehyn. Rechazo-. Tú lo has traído a la escuela. Te corresponde a ti elegir.

Vashet desvió la mirada hacia mí, y luego hacia las docenas de espadas relucientes. Eran todas finas y mortíferas, cada una ligeramente diferente de las demás. Algunas eran curvas, otras más largas o más gruesas. Algunas mostraban signos de mucho uso, mientras que unas pocas se parecían a las de Vashet, con el puño gastado y la hoja sin marcas, de metal gris y bruñido.

Vashet se dirigió despacio hacia la pared de la derecha. Cogió una espada, la sopesó y la dejó en su sitio. Entonces asió otra, la agarró por el puño y me la tendió.

Cogí la espada. Era ligera y fina como un susurro.

– Doncella que se Peina -dijo Vashet.

Obedecí con cierta timidez, pues Shehyn me estaba observando. Pero todavía no había llegado a la mitad del movimiento de barrido cuando Vashet negó con la cabeza. Me quitó la espada y la devolvió a la pared.

Al cabo de un minuto me dio otra. Tenía un grabado gastado que recorría toda la hoja, como una hiedra trepadora. A petición de Vashet, hice Garza que Cae. Alcé la espada y luego descendí haciéndola oscilar. Vashet me miró arqueando una ceja, interrogante.

Sacudí la cabeza.

– La punta pesa demasiado para mí.

Vashet no se mostró muy sorprendida y devolvió la espada a la pared.

Seguimos un rato así. Vashet sopesaba las espadas y las rechazaba casi todas sin decir una palabra. Me puso otras tres en las manos, me pidió que hiciera diversos movimientos del Ketan y luego las devolvió a la pared sin solicitar mi opinión.

Empezó a recorrer la segunda pared, esa vez más despacio. Me dio una espada ligeramente curva, como la de Penthe, y me impresioné al ver que la hoja era del mismo gris impecable y bruñido que la de Vashet. La cogí con cuidado, pero mis dedos no se adaptaban bien al puño. Cuando se la devolví, vi el alivio claramente reflejado en su rostro.

Mientras avanzaba a lo largo de la pared, de vez en cuando Vashet miraba de reojo a Shehyn. En esos momentos, dejaba de parecer mi segura y arrogante maestra, y parecía una joven que busca desesperadamente una palabra de consejo. Shehyn permanecía impasible.

Al final Vashet llegó a la tercera pared. Cada vez andaba más despacio. Me puso casi todas las espadas en la mano, tomándose su tiempo antes de devolverlas a su sitio.

Entonces, lentamente, puso la mano sobre otra espada con la hoja gris y bruñida. La levantó de la pared, la empuñó y me pareció que envejecía diez años.

Vashet evitó mirar a Shehyn y me entregó la espada. La cruz se alargaba un poco, curvándose para proporcionar cierta protección a la mano. No era exactamente un guardamano, que habría impedido realizar muchos movimientos del Ketan. Sin embargo, daba la impresión de que ofrecería cierta protección adicional a los dedos, y eso me gustó.

El puño se adaptó a la palma de mi mano tan bien como el mástil de mi laúd.

Antes de que Vashet pudiera pedírmelo, hice Doncella que se Peina. Fue como si me desperezara después de un largo sueño. Pasé a Doce Piedras, y por un breve instante me sentí ágil como Penthe cuando peleaba. Hice Garza que Cae, y fue dulce y sencillo como un beso.

Vashet me tendió la mano para que le devolviera la espada. Yo no quería dársela, pero lo hice. Sabía que eran el peor momento y el peor lugar para montar una escena.

Con la espada en la mano, Vashet se volvió hacia Shehyn.

– Es esta -dijo. Y por primera vez desde que conocía a mi maestra, fue como si le hubieran extraído toda la risa. Tenía la voz delgada y seca.

– Estoy de acuerdo -coincidió Shehyn-. La has escogido muy bien.

El alivio de Vashet era evidente, aunque su rostro todavía reflejaba cierta consternación.

– Quizá equilibre el nombre del alumno -dijo, y le ofreció la espada a Shehyn.

Shehyn hizo el gesto de rechazo.

– No. Es tu alumno. Es tu elección. Es tu responsabilidad.

Vashet cogió la vaina de la pared y enfundó la espada. Entonces se dio la vuelta y me la tendió.

– Se llama Saicere.

– ¿Cesura? -pregunté, sorprendido al oír ese nombre. ¿No era así como Sim había llamado a la pausa de los versos de la poesía en víntico éldico? ¿Me estaban dando una espada de poeta?

– Saicere -repitió Vashet con voz queda, como si pronunciara el nombre de Dios. Dio un paso atrás, y noté el peso de la espada en mis manos.

Me pareció que debía hacer algo, así que la desenvainé. El débil susurro del metal rozando el cuero sonó como su nombre: «Saicere». Era ligera en mi mano. La hoja, impecable. Volví a envainarla, y produjo un sonido diferente. Sonó como la pausa en un verso. Dijo: «Cesura».

Shehyn abrió la puerta interior y nos marchamos tal como habíamos venido: en silencio y con respeto.

El resto del día no fue en absoluto emocionante. Con obstinación y circunspección, Vashet me enseñó a cuidar de mi espada. Me enseñó a limpiarla y aceitarla. A desmontarla y volver a montarla. A atarme la vaina en bandolera o a la cadera. A prever cómo alteraría aquella cruz alargada algunos de los movimientos del Ketan.

La espada no era mía. Pertenecía a la escuela. A Ademre. Cuando ya no pudiera pelear, la devolvería.

Normalmente tengo poca paciencia para oír lo mismo una y otra vez, pero dejé que Vashet hablase cuanto quisiera. Lo menos que podía hacer era dejar que se repitiera un poco, pues era evidente que estaba nerviosa y trataba de serenarse.

Cuando llevábamos unas quince repeticiones, le pregunté qué debía hacer si la espada se rompía. No la guarnición, sino la hoja. ¿También debía devolverla?

Vashet me miró con una cara de consternación rayana en el horror. No me contestó, y tomé nota de no volver a preguntarle nada en toda la mañana.

Después de comer, Vashet me llevó a la cueva de Magwyn. Me pareció que mi maestra estaba de mejor humor, pero seguía mostrándose mucho menos sociable de lo habitual.

– Magwyn te contará la historia de Saicere -me explicó-. Para que la memorices.

– ¿Su historia? -pregunté.

– En adémico se llama aitas. Es la historia de tu espada. Todos los que la han llevado. Lo que han hecho. Es algo que debes saber.

Llegamos al final del sendero y nos quedamos de pie frente a la puerta de Magwyn. Vashet me miró muy seria.

– Debes portarte muy bien y ser muy educado.

– Lo haré -prometí.

– Magwyn es una persona importante y debes escuchar atentamente lo que te diga.

– Lo haré.

Vashet llamó a la puerta y entró delante de mí.

Magwyn estaba sentada a la misma mesa que la vez anterior. Me pareció que seguía copiando el mismo libro. Al ver a Vashet sonrió, y entonces se percató de mi presencia y su rostro adoptó la clásica imperturbabilidad adem.

– Magwyn -dijo Vashet, súplica profundamente educada-, este necesita el aitas de su espada.

– ¿Cuál le has encontrado? -preguntó Magwyn, y su cara se arrugó aún más cuando entrecerró los ojos para observar la espada.

– Saicere -contestó Vashet.

Magwyn soltó una risa que pareció un cacareo. Se bajó de la butaca.

– No puedo decir que me sorprenda -dijo, y desapareció por una puerta que se adentraba más en la roca.

Vashet se marchó y yo permanecí allí de pie, incómodo, como en una de esas pesadillas terribles en que sales al escenario y no recuerdas qué tienes que decir, ni siquiera qué papel has de interpretar.

Magwyn regresó con un grueso libro encuadernado en piel marrón. Me hizo una seña y nos sentamos en las butacas, frente a frente. La suya era una mullida butaca de piel. La mía no. Estaba sentado con Cesura sobre las rodillas. En parte porque me parecía lo adecuado, y en parte porque era agradable tenerla bajo las manos.

Magwyn abrió el libro sobre su regazo, y la cubierta produjo un crujido. Lo hojeó un poco hasta que encontró lo que buscaba.

– El primero fue Chael -leyó-, que me dio forma en el fuego con un propósito desconocido. Me llevó y luego me dejó.

Magwyn alzó la vista; no podía hacer signos con las manos porque las tenía ocupadas con aquel libro enorme.

– ¿Y bien? -preguntó.

– ¿Qué quiere que haga? -pregunté educadamente. Tampoco yo podía hacer signos por culpa del vendaje. Parecíamos una pareja de medio mudos.

– Repítelo -dijo con fastidio-. Tienes que aprendértelos todos.

– El primero fue Chael -recité-, que me dio forma en el fuego con un propósito desconocido. Me llevó y luego me dejó.

Magwyn asintió con la cabeza y continuó:

– Luego vino Etaine…

Lo repetí. Seguimos así durante aproximadamente media hora. Un dueño tras otro. Un nombre tras otro. Lealtades declamadas y enemigos asesinados.

Al principio, los nombres y los lugares eran tentadores, pero al cabo de un rato la lista empezó a deprimirme, pues cada fragmento terminaba con la muerte del dueño. Y no eran precisamente muertes plácidas. Algunos morían combatiendo en guerras o en duelos. Muchos simplemente eran «lo mataron» o «lo asesinaron», sin especificar las circunstancias. Llevábamos unos treinta y todavía no había oído nada parecido a «murió sin sufrir mientras dormía, rodeado de nietos rollizos».

Entonces la lista dejó de deprimirme y sencillamente empezó a aburrirme.

– Luego vino Finol, la de los ojos limpios y brillantes -repetí, atento-, la bien amada de Dulcen. Mató a dos daruna, y luego la mataron los grimos en Vessten Tor.

Carraspeé antes de que Magwyn pudiera recitar otro párrafo.

– Si me permite hacer una pregunta -dije-, ¿cuántos dueños ha tenido Cesura?

– Saicere -me corrigió Magwyn con brusquedad-. No te atrevas a tontear con su nombre. Significa romper, atrapar y volar.

Bajé la mirada hacia la espada envainada sobre mi regazo. Notaba su peso, el frío del metal bajo mis dedos. Por encima en la parte superior de la vaina se veía una pequeña porción de hoja lisa y gris.

¿Cómo puedo explicarlo para que me entendáis? Saicere era un nombre bonito. Era fino, brillante, peligroso. Le encajaba como un guante a aquella espada.

Pero no era el nombre perfecto. El nombre de aquella espada era Cesura. Aquella espada era la pausa discordante de un verso perfecto. Era el aliento que se corta. Era lisa, rápida, afilada, letal. El nombre no le encajaba como un guante: le encajaba como la piel. Más que eso. Era hueso, músculo, movimiento. La mano es eso. Y Cesura era la espada. Era a la vez el nombre y la cosa en sí.

No sabría explicaros cómo lo supe. Pero lo supe.

Además, si tenía que ser nominador, decidí que bien podía escoger el nombre de mi propia espada.

Miré a Magwyn.

– Es un buen nombre -concedí educadamente. Decidí reservarme mi opinión hasta estar lejos de Ademre-. Solo preguntaba cuántos dueños había tenido en total. Eso es algo que también debería saber.

Magwyn me miró con resabio, como dándome a entender que sabía perfectamente que la estaba tratando con prepotencia. Pero pasó varias páginas del libro. Y luego unas pocas más.

Y unas cuantas más.

– Doscientos treinta y seis -contestó-. Tú serás el número doscientos treinta y siete. -Volvió al principio de la lista-. Empecemos desde el principio. -Inspiró hondo y dijo-: El primero fue Chael, que me dio forma en el fuego con un propósito desconocido. Me llevó y luego me dejó.

Contuve el impulso de suspirar. Incluso con mi don de actor de troupe para aprenderme textos de memoria tardaría largos y tediosos días en memorizar tanta información.

Entonces comprendí qué significaba realmente aquello. Si cada dueño había tenido a Cesura en su poder diez años, y si la espada nunca había estado abandonada más de un día o dos, significaba que Cesura tenía, calculando por lo bajo, más de dos mil años de antigüedad.

Tres horas más tarde, cuando traté de excusarme para ir a cenar, recibí la siguiente sorpresa. Al levantarme para marcharme, Magwyn me explicó que debía permanecer con ella hasta que hubiera memorizado toda la historia de Cesura. Alguien nos llevaría las comidas, y había allí cerca una habitación donde podría dormir.

El primero fue Chael…

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