Capítulo 140

Justas recompensas

A la mañana siguiente, cuando me estaba vistiendo, un mensajero me trajo un grueso sobre que llevaba el sello de Alveron. Me senté junto a la ventana y descubrí que dentro había varias cartas. La primera rezaba:

Kvothe:

He reflexionado y he decidido que tu sangre importa poco a la luz de los servicios que me has prestado.

Sin embargo, me debo a otra persona cuya felicidad me importa más que la mía propia. Confiaba en poder mantener tus servicios, pero no puedo. Es más, dado que tu presencia es causa de una considerable aflicción para mi esposa, debo pedirte que me devuelvas mi anillo y te marches de Severen cuanto antes te resulte conveniente.

Paré de leer, me levanté y abrí la puerta de mis habitaciones. En el pasillo había una pareja de guardias de Alveron en posición de firmes.

– ¿Señor? -dijo uno de ellos, extrañado al verme medio desnudo.

– Solo quería hacer una comprobación -dije, y cerré la puerta.

Volví a mi asiento y cogí de nuevo la carta.

Respecto al asunto que ha precipitado estas desafortunadas circunstancias, creo que en general has actuado para proteger mis intereses y los de Vintas. De hecho, esta misma mañana me han informado de que un «caballero» pelirrojo llamado Kvothe devolvió sanas y salvas a dos jóvenes de Levinshir a sus familias.

Como recompensa por tus diversos servicios, te ofrezco lo siguiente:

En primer lugar, el perdón por los asesinatos cometidos cerca de Levinshir.

En segundo lugar, una carta de crédito que te permitirá cargar a mis arcas el coste de tu matrícula en la Universidad.

En tercer lugar, un título que te autoriza a viajar, actuar y representar lo que quieras dentro de mis tierras.

Y por último, mi agradecimiento.

Maershon Lerand Alveron

Me quedé varios minutos sentado viendo revolotear a los pájaros en el jardín a través de la ventana. El sobre contenía todo lo que había mencionado Alveron. La carta de crédito era una verdadera obra de arte, firmada y sellada cuatro veces por Alveron y su tesorero.

El título era, si cabe, aún más precioso. Estaba redactado sobre una gruesa hoja de papel de vitela de color crema, firmado por el maer y estampado con el sello de su familia y el suyo propio.

Pero no era un título de mecenazgo. Lo leí concienzudamente. Por omisión, ponía de manifiesto que ni yo estaba al servicio del maer, ni teníamos ningún compromiso el uno con el otro. Con todo, me permitía viajar libremente y actuar bajo la protección de su nombre. Era un documento que recogía un acuerdo extraño.

Ya había terminado de vestirme cuando volvieron a llamar a mi puerta. Suspiré creyendo que serían otros guardias que venían a echarme de mis habitaciones.

Pero al abrir vi a otro mensajero. Llevaba una bandeja de plata con otra carta. Esa llevaba el sello de los Lackless. Junto a ella había un anillo. Lo cogí y le di vueltas con los dedos, desconcertado. No era de hierro, como yo esperaba, sino de una madera clara. El nombre de Meluan estaba grabado rudimentariamente con fuego en la cara interna.

Me fijé en que el chico nos miraba alternadamente al anillo y a mí con los ojos como platos. Y aún más importante: me fijé en que los guardias no lo miraban, o mejor dicho: hacían un gran esfuerzo por no mirarlo. Era esa forma de no mirar de cuando algo muy interesante te llama mucho la atención.

Le di mi anillo de plata al chico.

– Llévale esto a Bredon -dije-. Y no te entretengas.

Bredon estaba mirando a los guardias cuando le abrí la puerta.

– Seguid así, muchachos -dijo, y, juguetón, le dio unos golpecitos con el bastón en el pecho a uno de ellos. La cabeza de lobo de plata repicó débilmente contra el peto del guardia, y Bredon sonrió como un tío bromista-. Todos nos sentimos más seguros sabiendo que estáis vigilando.

Entró, cerró la puerta y me miró arqueando una ceja.

– Dios misericordioso, chico, asciendes en el escalafón a pasos agigantados. Ya sabía que gozabas del favor del maer, pero que te haya asignado a dos de sus guardias personales… -Se llevó una mano al corazón y dio un suspiro teatral-. Pronto estarás demasiado ocupado para relacionarte con alguien como el pobre, desdichado y anciano de Bredon.

Esbocé una sonrisa.

– Me temo que no es tan sencillo. -Le mostré el anillo de madera-. Necesito que me expliques qué significa esto.

La jovialidad de Bredon se evaporó más deprisa que si le hubiera mostrado un cuchillo ensangrentado.

– Divina pareja -dijo-. Dime que esto te lo ha dado algún granjero anticuado.

Negué con la cabeza, y le puse el anillo en la mano.

Bredon lo examinó.

– ¿Meluan? -preguntó en voz baja. Me devolvió el anillo y se sentó en una butaca, con el bastón sobre las rodillas. Había palidecido ligeramente-. ¿Te lo ha enviado la nueva esposa del maer? ¿Para citarte?

– No, para todo lo contrario -respondí-. También me ha enviado una carta encantadora. -Se la mostré con la otra mano.

Bredon alargó un brazo.

– ¿Me dejas verla? -preguntó, y al instante retiró rápidamente la mano-. Lo siento. Ha sido muy grosero por mi parte pedirte…

– Me harías un gran favor si la leyeras -dije, y se la puse en la mano-. Necesito desesperadamente que me des tu opinión.

Bredon cogió la carta y empezó a leerla moviendo los labios. A medida que avanzaba, iba palideciendo más.

– La dama tiene un don para las frases elegantes -comenté.

– Eso no puede negarse -repuso Bredon-. Podría haber escrito esto con sangre.

– Creo que le habría gustado -dije-. Pero habría tenido que matarse para llenar la segunda página. -Se la entregué.

Bredon la cogió y siguió leyendo, cada vez más pálido.

– Que los dioses se apiaden de nosotros -dijo-. Pero ¿«excrecencia» es una palabra? -preguntó.

– Sí -confirmé.

Bredon terminó de leer la segunda página; volvió al principio y releyó despacio la carta. Por último me miró.

– Si hubiera una mujer -declaró- que me amara con una décima parte de la pasión que esta dama siente por ti, me consideraría el hombre más afortunado del mundo.

– ¿Qué significa esto? -pregunté sosteniendo el anillo en alto. Olía a humo. Meluan debía de haberle grabado su nombre esa misma mañana.

– ¿Proviniendo de un granjero? -Bredon se encogió de hombros-. Muchas cosas, dependiendo de la madera. Pero aquí… Proviniendo de un noble… -Sacudió la cabeza sin saber qué decir.

– Tenía entendido que solo existían tres tipos de anillos en la corte -dije.

– Solo hay tres que se utilizan -dijo-. Solo hay tres que se envían y se exhiben. Antes enviabas anillos de madera para llamar a los criados. A los que eran demasiado humildes para recibir un anillo de hierro.

»Pero de eso hace mucho tiempo. Enviar a alguien de la corte un anillo de madera acabó convirtiéndose en un desaire terrible.

– Puedo soportar un desaire -dije con alivio-. He recibido desaires de mejores personas que ella.

– De eso hace más de cien años -dijo Bredon-. Las cosas han cambiado. El problema era que, una vez que los anillos de madera empezaron a verse como un desaire, a algunos sirvientes les ofendía recibirlos. Y como no quieres ofender al caballerizo mayor de tus establos, no le envías un anillo de madera. Pero si él no recibe un anillo de madera, quizá tu sastre se ofenda si lo recibe.

Asentí con la cabeza.

– Y así sucesivamente -dije-. Al final, a todos les ofendía recibir un anillo de madera.

– Exacto -confirmó Bredon-. Un hombre sabio y prudente procura estar en buenas relaciones con sus criados -dijo-. Hasta el chico que te trae la cena puede guardarte rencor, y existen miles de venganzas invisibles al alcance del más humilde de ellos. Los anillos de madera ya no circulan. Seguramente nadie los recordaría de no ser porque se utilizan como recurso argumental en muchas obras de teatro.

Miré el anillo.

– De modo que soy más humilde que el chico que vacía los orinales.

Bredon carraspeó con timidez.

– Peor que eso. -Señaló el anillo-. Eso significa que para ella ni siquiera eres una persona. No mereces ser considerado un ser humano.

– Ah -dije-. Ya veo.

Me puse el anillo en un dedo y cerré la mano. La verdad es que me encajaba muy bien.

– No es un anillo para ponerse -dijo Bredon con turbación-. Es todo lo contrario de los otros anillos. -Me miró con curiosidad-. ¿Todavía tienes el de Alveron?

– Me ha pedido que se lo devuelva. -Cogí la carta del maer de encima de la mesa y se la enseñé a Bredon.

– «Cuanto antes te resulte conveniente» -leyó Bredon con una amarga risotada-. Eso revela más de lo que parece.

Dejó la carta.

– Sin embargo, seguramente sea mejor así. Si siguieras gozando de su favor, te convertirías en un campo de batalla para ellos: un grano de pimienta entre el mortero de la esposa y la mano de mortero del esposo. Te aplastarían con sus constantes discusiones.

Volvió a mirar el anillo de madera que yo llevaba en la mano.

– Supongo que no te lo habrá entregado en persona -dijo, esperanzado.

– No, me lo ha enviado con un muchacho. -Di un pequeño suspiro-. Los guardias también lo han visto.

Llamaron a la puerta. Fui a abrir, y otro mensajero me entregó una carta.

Cerré la puerta y miré el sello.

– Es de lord Praevek -dije.

Bredon sacudió la cabeza.

– Te juro que ese hombre se pasa el día con una oreja pegada a la cerradura o con la lengua dentro del culo de alguien.

Riendo, abrí la carta y la leí por encima.

– Me pide que le devuelva el anillo -dije-. Y está emborronada. Ni siquiera ha esperado a que se secara la tinta.

Bredon asintió.

– La noticia se está propagando, no cabe duda. No sería tan grave si Alveron no tuviera tan en cuenta a su esposa. Pero la tiene muy en cuenta, y ella ya ha dejado muy clara su opinión. Cualquiera que te trate mejor que a un perro recibirá sin duda el mismo desprecio que ella siente por ti. -Agitó la carta de Meluan-. Y un desprecio así tiene mucho camino que recorrer antes de perder fuerza.

Bredon señaló el cuenco de los anillos y soltó una risita áspera y desprovista de alegría.

– Ahora que empezabas a recibir anillos de plata…

Fui hasta el cuenco, saqué el anillo de Bredon y se lo di.

– Deberías llevártelo -dije.

Bredon tenía una expresión dolida, pero no hizo ademán de coger el anillo.

– Voy a marcharme pronto -dije-. Y no me gustaría que tu reputación quedara empañada por tu contacto conmigo. Sería imposible darte las gracias por la ayuda que me has prestado. Lo menos que puedo hacer es contribuir a minimizar el daño que pueda sufrir tu reputación.

Bredon vaciló, cerró los ojos y suspiró. Cogió el anillo con gesto de decepción.

– Ah -dije al recordar algo de pronto.

Fui al montón de historias calumniosas y saqué las páginas que describían las fiestas paganas de Bredon.

– Quizá encuentres esto divertido -comenté, y se las di-. Y ahora, creo que deberías marcharte. El simple hecho de estar aquí podría perjudicarte.

Bredon dio un suspiro y asintió con la cabeza.

– Lamento que no hayas tenido más suerte, chico. Si algún día vuelves por aquí, no dudes en pasar a visitarme. Estas cosas se olvidan tarde o temprano. -No paraba de mirar de reojo el anillo de madera que yo todavía llevaba puesto-. En serio, no deberías ponértelo.

Cuando Bredon se marchó, rescaté del cuenco el anillo de plata de Stapes y el anillo de hierro de Alveron y salí al pasillo.

– Voy a ir a ver a Stapes -dije a los guardias con educación-. ¿Os importaría acompañarme?

El más alto de los dos echó un vistazo al anillo que yo llevaba en el dedo; luego miró a su compañero y murmuró unas palabras de conformidad. Di media vuelta y eché a andar con la escolta detrás de mí.

Stapes me hizo entrar en su salita y cerró la puerta. Sus habitaciones eran aún más lujosas que las mías, y muchísimo más acogedoras. También vi un gran cuenco lleno de anillos en una mesita. Eran todos de oro. El único anillo de hierro era el de Alveron, y Stapes lo llevaba puesto.

Quizá Stapes pareciera un tendero, pero tenía buena vista. Enseguida vio el anillo de madera en mi dedo.

– Así que se lo ha enviado -dijo meneando la cabeza-. No debería llevarlo puesto.

– No me avergüenzo de ser lo que soy -dije-. Si este es el anillo que le corresponde a un Edena Ruh, lo llevaré.

Stapes dio un suspiro y dijo:

– No es tan sencillo.

– Ya lo sé -repliqué-. No he venido para complicarle la vida. ¿Podría devolverle esto al maer de mi parte? -Le entregué el anillo de Alveron.

Stapes se lo guardó en un bolsillo.

– También quería devolverle esto. -Le entregué los dos anillos que me había dado, uno de reluciente plata, y el otro de hueso blanco-. No quiero provocar problemas entre usted y la nueva esposa de su amo.

Stapes asintió con la cabeza y cogió el anillo de plata.

– Podría tener problemas si se lo quedara -admitió-. Estoy al servicio del maer. Por lo tanto, he de estar atento a los juegos de la corte.

Entonces estiró un brazo, me cogió la mano y me colocó en ella, apretándolo, el anillo de hueso.

– Pero esto queda al margen de mi deber para con el maer. Es una deuda entre dos hombres. Los juegos de la corte no tienen nada que ver con eso. -Stapes me miró a los ojos-. Insisto en que lo conserve.

Cené tarde, solo, en mis habitaciones. Los guardias seguían esperando pacientemente en el pasillo mientras yo releía por quinta vez la carta del maer. Cada vez esperaba encontrar algún sentimiento clemente oculto entre líneas. Pero sencillamente no estaba.

Encima de la mesa reposaban los diversos documentos que me había enviado el maer. Vacié mi bolsa a su lado. Tenía dos reales de oro, cuatro nobles de plata, ocho peniques y medio e, inexplicablemente, un strehlán modegano, aunque ignoraba de dónde lo había sacado.

En total, algo menos de ocho talentos. Guardé las monedas junto a los documentos de Alveron. Ocho talentos, un indulto, un título de músico y mi matrícula de la Universidad pagada. No era una recompensa desdeñable.

Sin embargo, no podía evitar sentirme escasamente premiado. Había salvado a Alveron del envenenamiento, había descubierto a un traidor en su corte, le había conseguido una esposa y había limpiado sus caminos de un número no poco considerable de personajes peligrosos.

Y pese a todo eso, seguía sin tener un mecenas. Peor aún: en su carta, Alveron no mencionaba a los Amyr, ni el apoyo que había prometido darme para llevar a cabo mis investigaciones.

Pero enfadándome no iba a conseguir nada, y en cambio podía perder mucho. Volví a llenar la bosa y me guardé las cartas de Alveron en el compartimento secreto del estuche de mi laúd.

También afané tres libros que me había llevado de la biblioteca de Caudicus, pues nadie sabía que los tenía, y metí los anillos del cuenco en un saquito. En el armario había dos docenas de elegantes trajes hechos a medida. Valían sus buenos peniques, pero no habría sido fácil transportarlos. Cogí dos de los más bonitos y dejé los otros en su sitio.

Por último, me colgué Cesura al cinto y me ceñí el shaed con forma de capa larga. Esos dos objetos me confirmaban que el tiempo que había pasado en Vintas no había sido del todo infructuoso, aunque los hubiera obtenido por mí mismo y no con la ayuda de Alveron.

Cerré la puerta, soplé la llama de las lámparas y salté al jardín por una ventana. Luego, con un trozo de alambre, cerré la ventana y los postigos.

¿Una travesura? ¿Un delito menor? Quizá, pero no estaba dispuesto a salir del palacio del maer escoltado por sus guardias. Además, me divertía pensar en lo desconcertados que los dejaría mi huida, y reír es bueno para la digestión.

Salí del palacio sin que me viera nadie. El shaed era ideal para pasar desapercibido en la oscuridad. Tras buscar durante una hora, encontré a un encuadernador en Bajo Severen.

Era un tipo desaliñado y desagradable con la moral de un perro salvaje, pero mostró auténtico interés por el montón de historias calumniosas que los nobles habían ido enviándome a mis habitaciones. Me ofreció cuatro carretes a cambio del lote entero, y la promesa de diez peniques por cada ejemplar del libro que vendiera una vez que estuvieran impresos. Regateé hasta conseguir seis carretes y seis peniques por ejemplar, y nos estrechamos la mano. Salí de la tienda, quemé el contrato y me lavé las manos dos veces. Pero me quedé el dinero.

A continuación, vendí los dos trajes y dos de los libros de Caudicus. Con el dinero que había acumulado, me dirigí a los muelles, donde pasé varias horas hasta que encontré un barco que zarpaba al día siguiente hacia Junpui.

Cuando la noche cubrió la ciudad, me paseé por la zona alta de Severen con la esperanza de tropezarme con Denna. No fue así, naturalmente. Sabía que se había marchado hacía mucho. Las ciudades parecen diferentes cuando Denna está en ellas, y Severen parecía hueca como un huevo vaciado.

Tras varias horas de búsqueda infructuosa, paré en un burdel del muelle y me tomé unas copas en la taberna. No había mucho trabajo esa noche, y las mujeres estaban aburridas, así que las invité a todas a beber, y charlamos. Les conté unas cuantas historias, y ellas me escucharon. Toqué unas cuantas canciones, y me aplaudieron. Luego les pedí un favor, y rieron y rieron y rieron.

Así pues, vacié el saquito de anillos en un cuenco y los dejé encima de la barra. Las mujeres empezaron a probárselos y a discutir sobre quiénes se quedarían los de plata. Pagué otra ronda y me marché; mi humor había mejorado considerablemente.

Después paseé un rato sin rumbo fijo, y al final encontré un pequeño parque cerca del borde del Tajo, con vistas a Bajo Severen. Abajo, las lámparas titilaban con una luz anaranjada, mientras que aquí y allá una lámpara de gas o una lámpara simpática ardían con luz verde azulada o carmesí. El espectáculo me pareció tan impresionante como la primera vez que lo había visto.

Llevaba un tiempo contemplando las luces cuando me di cuenta de que no estaba solo. Había un hombre apoyado en un árbol, a escasos metros de mí, contemplándolas igual que yo. Desprendía un leve olor a cerveza, no del todo desagradable.

– Es bonita, ¿eh? -dijo, y por su acento supe que era un estibador.

Le di la razón. Seguimos contemplando aquellos fuegos parpadeantes un rato. Me quité el anillo de madera del dedo y me planteé tirarlo por el precipicio. Pero al saberme observado, no pude evitar pensar que habría sido un gesto un tanto infantil.

– Dicen que un noble puede mear sobre medio Severen desde aquí -comentó el estibador.

Me guardé el anillo en un bolsillo del shaed. De recuerdo.

– Esos son los perezosos -repliqué-. Los que yo he conocido pueden mear mucho más allá.

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