Capítulo 12

La mente dormida

Cuando desperté al día siguiente, la clase de Elodin fue lo primero que me vino al pensamiento. Noté un cosquilleo agradable en el estómago. Tras largos meses intentando que el maestro nominador me enseñara algo, por fin iba a tener la oportunidad de estudiar Nominación. Magia de verdad. Magia como la de Táborlin el Grande.

Pero antes del ocio, el negocio. La clase de Elodin no empezaba hasta mediodía. Con la amenaza de la deuda que había contraído con Devi pendiente sobre mi cabeza, necesitaba trabajar un par de horas en la Factoría.

Entré en el taller de Kilvin, y el estrépito de medio centenar de manos ocupadas me rodeó como la música. Aunque el taller era un lugar peligroso, yo lo encontraba curiosamente relajante. A muchos estudiantes les molestaba mi rápido ascenso en los rangos del Arcano, pero me había ganado el respeto, aunque fuera a regañadientes, de la mayoría de los otros artífices.

Vi a Manet trabajando cerca de los hornos y fui hacia él sorteando las mesas. Manet siempre sabía qué trabajos se pagaban mejor.

– ¡Kvothe!

La inmensa estancia se quedó en silencio; me di la vuelta y vi al maestro Kilvin en el umbral de su despacho. Me hizo señas para que me acercara y, sin esperarme, se metió dentro.

Poco a poco el sonido volvió a llenar la habitación cuando los alumnos reanudaron su actividad, pero sentía sus ojos clavados en mí mientras cruzaba de nuevo el taller, serpenteando entre las mesas de trabajo.

Al acercarme, vi a Kilvin a través de la amplia ventana de su despacho, escribiendo en una pizarra colgada en la pared. Era un palmo más alto que yo, y tenía un torso como un tonel. Su poblada y erizada barba y sus ojos oscuros le hacían parecer aún más corpulento de lo que era en realidad.

Golpeé educadamente el marco de la puerta con los nudillos, y Kilvin se dio la vuelta y dejó la tiza que tenía en la mano.

– Re'lar Kvothe. Pasa. Cierra la puerta.

Entré en el despacho, intrigado, y cerré la puerta detrás de mí. El jaleo y el estrépito del taller cesó por completo, e imaginé que Kilvin debía de haber puesto alguna astuta sigaldría para amortiguar el ruido. Como resultado, en la habitación reinaba un silencio casi sobrecogedor.

Kilvin cogió una hoja de papel que había en una esquina de su mesa de trabajo.

– Me he enterado de una cosa inquietante -dijo-. Hace unos días, se presentó en Existencias una muchacha que buscaba a un joven que le había vendido un amuleto. -Me miró a los ojos-. ¿Sabes algo de eso?

Negué con la cabeza y pregunté:

– ¿Qué quería?

– No lo sabemos -contestó Kilvin-. El E'lir Basil estaba trabajando en Existencias en ese momento. Dice que la muchacha era muy joven y que parecía muy consternada. Buscaba… -echó un vistazo a la hoja de papel- a un joven mago. No sabía su nombre, pero lo describió como joven, pelirrojo y atractivo.

Kilvin dejó la hoja en la mesa.

– Basil dice que la muchacha se fue alterando a medida que hablaban. Parecía asustada, y cuando él le preguntó cómo se llamaba, ella se marchó llorando. -Se cruzó de brazos y me miró con severidad-. Te lo preguntaré sin rodeos. ¿Has estado vendiendo amuletos a jovencitas?

La pregunta me pilló desprevenido.

– ¿Amuletos? ¿Amuletos para qué?

– Eso deberías decírmelo tú -dijo Kilvin misteriosamente-. Amuletos del amor, o de la buena suerte. Para ayudar a una mujer a quedarse embarazada, o para impedirlo. Amuletos contra los demonios y esas cosas.

– Pero ¿se pueden fabricar esas cosas? -pregunté.

– No -dijo Kilvin con firmeza-. Y por eso nosotros no los vendemos. -Aquellos ojos oscuros y penetrantes se clavaron en mí-. Te lo preguntaré otra vez: ¿has estado vendiendo amuletos a gentes ignorantes?

Esa acusación me cogió tan por sorpresa que no se me ocurrió nada sensato que decir en mi defensa. Entonces comprendí lo ridículo de la situación y me puse a reír.

– No tiene ninguna gracia, Re'lar Kvothe -dijo Kilvin entrecerrando los ojos-. Esos objetos están expresamente prohibidos por la Universidad, y además, cualquier estudiante que vendiera amuletos falsos… -Se interrumpió y sacudió la cabeza-. Eso denotaría un grave defecto de carácter.

– Míreme, maestro Kilvin -dije tirándome de la camisa-. Si estuviera estafando a gentes crédulas, no tendría que llevar ropa de segunda mano.

Kilvin me miró de arriba abajo, como si se fijara en mi ropa por primera vez.

– Es verdad -dijo-. Sin embargo, se podría pensar que un alumno con pocos recursos estaría muy tentado de cometer acciones así.

– Y lo he pensado -admití-. Con un trozo de hierro de un penique y con diez minutos de la sigaldría más sencilla, podría fabricar un colgante que se pusiera frío al tocarlo. No sería muy difícil vender un objeto así. -Me encogí de hombros-. Pero sé perfectamente que eso entraría en la categoría de Transacción Fraudulenta. Yo no me arriesgaría a eso.

– Un miembro del Arcano evita ese comportamiento porque es incorrecto, Re'lar Kvothe -dijo Kilvin frunciendo el entrecejo-, y no porque haya mucho en juego.

Lo miré con una sonrisa triste.

– Maestro Kilvin, si tuviera usted tan poca fe en mi categoría moral, no estaríamos manteniendo esta conversación.

Su expresión se suavizó un tanto, y sus labios dibujaron un amago de sonrisa.

– He de reconocer que no esperaría algo así de ti. Pero ya me he llevado otras sorpresas. Si no investigara estos casos, estaría faltando a mi obligación.

– ¿Venía la muchacha a quejarse del amuleto? -pregunté.

– No. Ya te he dicho que no dejó ningún mensaje. Pero no me explico por qué motivo una muchacha acongojada con un amuleto podría venir buscándote, sabiendo tu descripción pero no tu nombre. -Arqueó una ceja, convirtiendo la frase en una pregunta.

Suspiré.

– ¿Quiere saber mi sincera opinión, maestro Kilvin?

Esa vez Kilvin arqueó ambas cejas.

– Por supuesto, Re'lar Kvothe.

– Creo que alguien intenta crearme problemas -dije. Comparado con administrarme un veneno alquímico, extender rumores era un comportamiento casi refinado para Ambrose.

Kilvin asintió mientras se acariciaba distraídamente la barba.

– Sí. Entiendo.

Se encogió de hombros y cogió la tiza.

– Muy bien. Consideraré este asunto resuelto, de momento. -Se volvió hacia la pizarra y me miró por encima del hombro-. Espero que no venga por aquí una horda de mujeres encinta agitando colgantes de hierro y maldiciendo tu nombre.

– Tomaré medidas para impedirlo, maestro Kilvin.

Trabajé unas horas en la Factoría fabricando piezas sueltas, y luego me dirigí al aula de la Principaba donde Elodin daba su clase. Tenía que empezar a mediodía, pero me presenté allí el primero con media hora de antelación.

Los otros alumnos fueron apareciendo poco a poco. En total éramos siete. Primero llegó Fenton, mi amigo y rival de Simpatía Avanzada. Luego entró Fela con Brean, una hermosa joven de unos veinte años de cabello rubio rojizo cortado a lo chico.

Nos presentamos y charlamos un poco. Jarret era un tímido modegano al que había visto en la Clínica. También reconocí a Inyssa, una joven de brillantes ojos azules y cabello de color miel, pero tardé un rato en recordar dónde la había conocido: había sido una de las efímeras parejas de Simmon. Por último llegó Uresh, un El'the que rozaba la treintena. Su tez y su acento delataban que provenía de la lejana Lenatt.

Sonó la campanada del mediodía, pero Elodin seguía sin aparecer.

Pasaron cinco minutos. Diez minutos. Media hora más tarde Elodin llegó resollando al aula, con un fajo desordenado de papeles en los brazos. Los dejó caer encima de una mesa y empezó a pasearse enfrente de nosotros.

– Antes de empezar, deberíamos aclarar bien varias cosas -anunció sin saludar ni pedir disculpas por su retraso-. En primer lugar, debéis hacer lo que yo diga. Debéis hacerlo lo mejor que podáis, aunque no entendáis por qué motivo. Me parece bien que me hagáis preguntas, pero en definitiva: yo mando y vosotros hacéis. -Nos miró-. ¿Sí?

Todos asentimos afirmativamente y murmuramos nuestra conformidad.

– Segundo: debéis creerme cuando os diga determinadas cosas. Algunas de las cosas que os diré quizá no sean ciertas. Pero debéis creerlas de todos modos, hasta que yo os ordene parar. -Nos miró uno por uno-. ¿Sí?

Me pregunté vagamente si Elodin empezaba todas sus clases así. El se fijó en que yo no había dado ninguna señal afirmativa. Me fulminó con la mirada, enojado.

– Todavía no hemos llegado a lo más difícil -espetó.

– Haré todo lo posible por intentarlo -dije.

– Con respuestas como esa, llegarás a abogado en un periquete -me dijo Elodin con sarcasmo-. ¿Por qué no lo haces y punto, en lugar de hacer todo lo posible por intentarlo?

Asentí con la cabeza. Eso lo apaciguó, y volvió a dirigirse a toda la clase.

– Hay dos cosas que debéis recordar. La primera es que nuestros nombres nos dan forma, y que nosotros damos forma a nuestros nombres. -Dejó de pasearse y nos miró-. La segunda es que hasta el nombre más sencillo es tan complejo que vuestra mente jamás podría tantear siquiera sus límites, y mucho menos entenderlo lo bastante bien para pronunciarlo.

Hubo un largo silencio. Elodin esperó mirándonos con fijeza.

Fenton acabó picando.

– Si es así, ¿cómo se puede ser nominador?

– Buena pregunta -dijo Elodin-. La respuesta obvia es que no se puede. Que hasta los nombres más sencillos están muy lejos de nuestro alcance. -Levantó una mano-. Recordad: no me refiero a los nombres pequeños que utilizamos a diario. Los nombres para llamar cosas como «árbol», «fuego» o «piedra». Me refiero a algo completamente diferente.

Se metió una mano en el bolsillo y sacó una piedra de río, lisa y oscura.

– Describid la forma exacta de esta piedra. Habladme del peso y la presión que la forjaron a partir de arenas y sedimentos. Decidme cómo se refleja en ella la luz. Decidme cómo atrae la tierra su masa, cómo la envuelve el viento cuando se mueve por el aire. Decidme cómo las trazas de hierro dentro de ella sentirán la llamada de una piedra imán. Todas esas cosas y mil cien más configuran el nombre de esta piedra. -Alargó el brazo, sosteniéndola-. Esta sola y sencilla piedra.

Elodin bajó la mano y nos miró.

– ¿Veis lo compleja que puede ser incluso esta cosa tan sencilla? Si la estudiarais durante un largo mes, quizá llegarais a conocerla lo bastante bien para atisbar los bordes exteriores de su nombre. Quizá.

»Ese es el problema a que se enfrentan los nominadores. Debemos comprender cosas que están más allá de nuestra comprensión. ¿Cómo puede hacerse eso?

No esperó a que contestáramos, sino que cogió unas cuantas hojas de las que había traído y nos dio varias a cada uno.

– Dentro de quince minutos lanzaré esta piedra. Desde aquí. -Afianzó los pies en el suelo-. Mirándoos a vosotros. -Cuadró los hombros-. Haré un lanzamiento bajo, con un impulso de unos tres grips. Quiero que calculéis de qué manera se desplazará por el aire para que tengáis la mano en el sitio exacto y atraparla cuando llegue el momento.

»Podéis proceder -concluyó, y dejó la piedra encima de una mesa.

Me puse a resolver el problema con buena voluntad. Dibujé triángulos y arcos, y calculé utilizando fórmulas que no recordaba muy bien. No tardé en sentirme frustrado ante aquella tarea imposible. Faltaban demasiados datos, había demasiadas variables que era sencillamente imposible calcular.

Cuando llevábamos cinco minutos trabajando solos, Elodin nos animó a trabajar en grupo. Entonces fue cuando descubrí el talento que tenía Uresh para los números. Sus cálculos sobrepasaban los míos hasta tal punto que yo apenas entendía lo que hacía. Fela no le iba a la zaga, aunque ella además había dibujado una serie detallada de arcos parabólicos.

Los siete hablamos, discutimos, lo intentamos, fracasamos y volvimos a intentarlo. Transcurridos quince minutos, todos nos sentíamos frustrados. Yo el que más. Odio los problemas que no puedo resolver.

– Y bien, ¿qué podéis decirme? -inquirió Elodin mirándonos a todos.

Algunos empezamos a ofrecer medias respuestas o nuestras mejores conjeturas, pero él nos hizo callar con un ademán.

– ¿Qué podéis decirme con certeza?

Tras una pausa, habló Fela:

– Que no sabemos cómo caerá la piedra.

Elodin dio una palmada en señal de aprobación.

– ¡Muy bien! Esa es la respuesta correcta. Y ahora, mirad.

Fue hasta la puerta y asomó la cabeza.

– ¡Henri! -gritó-. Sí, tú. Ven un momento. -Se apartó de la puerta e hizo entrar a uno de los recaderos de Jamison, un niño de no más de ocho años.

Elodin se apartó media docena de pasos y se volvió poniéndose de cara al chico. Cuadró los hombros y esgrimió una sonrisa de loco.

– ¡Cógela! -dijo, y le lanzó la piedra a Henri.

El niño, desprevenido, atrapó la piedra al vuelo.

Elodin aplaudió con entusiasmo, y luego felicitó al desconcertado Henri antes de pedirle que le devolviera la piedra y ordenarle que se marchara.

El maestro se volvió hacia nosotros.

– ¿Y bien? -preguntó-. ¿Cómo lo ha hecho? ¿Cómo ha podido calcular en un segundo lo que siete brillantes miembros del Arcano no han podido resolver en un cuarto de hora? ¿Acaso sabe más geometría que Fela? ¿Sabe calcular más deprisa que Uresh? ¿Deberíamos pedirle que venga y nombrarlo Re'lar?

Todos reímos un poco, más relajados.

– A ver si me explico. En todos nosotros hay una mente que utilizamos para todos nuestros actos conscientes. Pero también hay otra mente, una mente dormida. Es tan poderosa que la mente dormida de un niño de ocho años puede lograr en un segundo lo que las mentes despiertas de siete miembros del Arcano no han logrado en quince minutos.

Describió un arco con un brazo.

– Vuestra mente dormida es lo bastante vasta y virgen para contener los nombres de las cosas. Eso lo sé porque a veces ese conocimiento aflora a la superficie. Inyssa ha pronunciado el nombre del hierro. Su mente despierta no lo sabe, pero su mente dormida es más sabia. En algún rincón dentro de ella, Fela entiende el nombre de la piedra. -Elodin me señaló-. Kvothe ha llamado al viento. Si hemos de dar crédito a los textos de aquellos que murieron antaño, el suyo es el camino tradicional. El del viento era el nombre que los aspirantes a nominadores buscaban y encontraban cuando aquí se estudiaban cosas, hace mucho tiempo.

Se quedó callado un momento, mirándonos con seriedad, con los brazos cruzados.

– Quiero que cada uno de vosotros piense qué nombre le gustaría encontrar. Debería ser un nombre pequeño. Algo sencillo: hierro o fuego, viento o agua, madera o piedra. Debería ser algo con lo que sintáis afinidad.

Elodin fue dando zancadas hasta la gran pizarra colgada en la pared y empezó a escribir una lista de títulos. Su caligrafía era asombrosamente pulcra.

– Estos libros son importantes -dijo-. Leed uno.

Al cabo de un momento, Brean levantó una mano. Entonces comprendió que era un gesto inútil, puesto que Elodin todavía nos daba la espalda.

– Maestro Elodin -dijo, titubeante-. ¿Cuál tenemos que leer?

Elodin giró la cabeza sin dejar de escribir.

– No me importa -dijo con fastidio-. Escoged uno. Los otros podéis leerlos por encima por partes. Podéis mirar las ilustraciones. Oledlos, como mínimo. -Giró de nuevo la cabeza hacia la pizarra.

Los siete nos miramos. Lo único que se oía en el aula eran los golpecitos de la tiza de Elodin.

– ¿Cuál es el más importante? -pregunté.

Elodin hizo un ruidito de desagrado.

– No lo sé. Yo no los he leído. -Escribió En temerant voistra en la pizarra y encerró las palabras en un círculo-. Ni siquiera sé si este está en el Archivo. -Anotó un signo de interrogación a su lado y siguió escribiendo-. Pero os diré una cosa. Ninguno está en Volúmenes. De eso me he asegurado bien. Tendréis que buscarlos en Estanterías. Tendréis que ganároslos.

Terminó de escribir el último título y se apartó de la pizarra, asintiendo con la cabeza para sí. En total había veinte libros. Puso estrellitas junto a tres de ellos, subrayó otros dos y dibujó una cara triste junto al último de la lista.

Y entonces salió del aula sin decir nada más, y nos dejó pensando en la naturaleza de los nombres y preguntándonos dónde nos habíamos metido.

Загрузка...