Capítulo 101

Lo bastante cerca para tocarlo

Después de nuestra expedición en busca de sombras, empecé a hacerle a Felurian preguntas más incisivas sobre su magia. Ella seguía respondiéndome con una simpleza exasperante. ¿Cómo coges una sombra? Felurian hizo un ademán, como si arrancara un fruto de un árbol. Por lo visto, así de sencillo.

Otras respuestas eran casi incomprensibles, cargadas de palabras fata que yo no entendía. Cuando Felurian intentaba describir esos términos, nuestras conversaciones se convertían en embrollos retóricos desesperantes. A veces tenía la impresión de hallarme ante una versión más tranquila y más atractiva de Elodin.

Sin embargo, aprendí algunas cosas. Lo que estaba haciendo Felurian con la sombra se llamaba grammaría. Cuando le pedí que me lo explicara, dijo que era «el arte de hacer que las cosas sean». No era lo mismo que glamoría, que era «el arte de hacer que las cosas parezcan».

También aprendí que en Fata no hay direcciones como las nuestras. Allí, la brújula de trifolio resulta tan inútil como una coquilla de estaño. El norte no existe. Y cuando el cielo está en un continuo crepúsculo, no ves salir el sol por el este.

Pero si te fijas bien en el cielo, ves que una parte del horizonte tiene un tono más brillante, y que en la dirección opuesta está un poco más oscuro. Si caminas hacia el horizonte más brillante, al final se hace de día. La otra dirección conduce a una noche más oscura. Si sigues caminando en una dirección, al final ves pasar un «día» entero y acabas en el mismo sitio donde empezaste. Al menos, esa es la teoría.

Felurian describía esos dos puntos de la brújula fata como Día y Noche. Los otros dos puntos los llamaba de formas diferentes según el momento: Oscuro y Claro, Verano e Invierno, Adelante y Atrás. Una vez hasta los llamó Lúgubre y Sonriente, pero por cómo lo dijo sospeché que era una broma.

Tengo buena memoria. Quizá eso sea, más que ninguna otra cosa, lo que me cimienta. Es el talento del que dependen muchas de mis otras habilidades.

No sé muy bien de dónde he sacado esa memoria. De mi temprana instrucción teatral, quizá. De los juegos que utilizaban mis padres para ayudarme a recordar mis papeles. Tal vez de los ejercicios mentales que me enseñaba Abenthy para prepararme para la Universidad.

Venga de donde venga, mi memoria siempre me ha ayudado mucho. A veces funciona mucho mejor de lo que yo quisiera.

No obstante, cuando pienso en el tiempo que pasé en Fata mi memoria es extrañamente fragmentaria. Mis conversaciones con Felurian son nítidas como el cristal. Recuerdo sus lecciones como si las llevara escritas en la piel. Su imagen. El sabor de su boca. Recuerdo todo eso como si fuera ayer.

Pero hay otras cosas de las que no logro acordarme.

Recuerdo, por ejemplo, a Felurian en aquella penumbra violácea. Se filtraba a través de los árboles y le daba un aspecto jaspeado, haciendo que pareciera que estaba bajo el agua. La recuerdo a la titilante luz de las velas; las sombras, burlonas, tapaban más de lo que revelaban. Y la recuerdo a la luz intensa y ámbar de las lámparas. Se deleitaba con ella como un gato al sol, y su piel caliente resplandecía.

Pero no recuerdo lámparas. Ni velas. De esas cosas tienes que ocuparte, y sin embargo no logro recordar que ni una sola vez recortara una mecha o limpiara el hollín de la campana de cristal de una lámpara. No recuerdo el olor a aceite, humo o cera.

Recuerdo que comía. Fruta, pan y miel. Felurian comía flores. Orquídeas. Trillium silvestre. Exuberantes selas. Yo también las probé. Mis favoritas eran las violetas.

No quiero decir que Felurian solo comiera flores. Le gustaban el pan, la mantequilla y la miel. Le encantaban las moras. Y también había carne. No con todas las comidas, pero sí a veces. Carne de venado. Faisán. Oso. Felurian se la comía muy poco hecha, casi cruda.

Tampoco era muy exigente con la comida. No era maniática, ni demasiado fina. Comíamos con las manos, y después, si nos habíamos ensuciado con miel o pulpa o sangre de oso, nos lavábamos en la laguna.

Me parece estar viéndola, desnuda, riendo, con la barbilla manchada de sangre. Era majestuosa como una reina. Impaciente como una niña. Orgullosa como un gato. Y no era nada de eso. No se parecía ni pizca a ninguna de esas cosas.

Intentaré explicarme mejor. Recuerdo que comíamos. Lo que no recuerdo es de dónde salía la comida. ¿Nos la llevaba alguien? ¿La cogía Felurian? No consigo acordarme. La hipótesis de que unos sirvientes invadieran la intimidad del claro parece imposible, pero también me lo parece la idea de que Felurian se hiciera su propio pan.

En el caso del ciervo, en cambio, podría entenderlo. No tenía ninguna duda de que Felurian podía acosar uno, derribarlo y matarlo con las manos si quería. Pero también podía pensar en un venado tímido que se interna en la quietud del claro crepuscular. Imagino a Felurian sentada esperando, serena y paciente, a que el animal esté lo bastante cerca para tocarlo…

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