Capítulo 10

Como un tesoro

Me pusieron una matrícula de nueve talentos con cinco. Era mejor que los diez talentos que había predicho Manet, pero más de lo que guardaba en mi bolsa. Tenía hasta el mediodía del día siguiente para pagar al tesorero, o me vería obligado a perder todo un bimestre.

Tener que aplazar mis estudios no habría sido ninguna tragedia. Pero solo los estudiantes tienen acceso a los recursos de la Universidad, como el material de la Artefactoría. Eso significaba que si no podía pagar mi matrícula, se me impediría trabajar en el taller de Kilvin, y ese era el único empleo de donde podía sacar suficiente dinero para pagar mi matrícula.

Pasé por Existencias y Jaxim me sonrió cuando me acerqué a la ventanilla abierta.

– Esta mañana he vendido tus lámparas -me dijo-. Les hemos sacado un poco más porque eran las últimas que quedaban.

Hojeó el libro de contabilidad hasta que encontró la página que buscaba.

– Tu sesenta por ciento queda en cuatro talentos y ocho iotas. Si les restamos los materiales y las piezas que utilizaste… -Deslizó el dedo por la hoja-. Te quedan dos talentos, tres iotas y ocho drabines.

Jaxim anotó la cifra en el libro y me extendió un recibo que yo podría cambiar por dinero en la tesorería. Doblé el papel con cuidado y me lo guarde en la bolsa. No tenía el agradable peso de las monedas, pero sumado a lo que ya tenía arrojaba un total de más de seis talentos. Mucho dinero, pero todavía no era suficiente.

Si no hubiera perdido los estribos con Hemme, me habrían puesto una matrícula bastante baja. Habría podido estudiar más, o ganar más dinero si no me hubiera visto obligado a permanecer escondido en mi habitación casi dos días enteros, sollozando y rabiando con el sabor a ciruela en la boca.

Entonces se me ocurrió una idea.

– Creo que debería empezar algo nuevo -comenté con fingido desinterés-. Necesitaré un crisol pequeño. Tres onzas de estaño. Dos onzas de bronce. Cuatro onzas de plata. Un carrete de hilo fino de oro. Un…

– Espera un momento -me interrumpió Jaxim. Pasó un dedo por mi nombre en el libro de contabilidad-. Veo que no tienes autorización para usar oro ni plata. -Levantó la cabeza y me miró-. ¿Es un error?

Titubeé, porque no quería mentir.

– No sabía que se necesitara autorización -dije.

– No eres el primero que intenta algo así. -Jaxim me sonrió con complicidad-. ¿Se han pasado con tu matrícula?

Asentí.

– Lo siento -dijo Jaxim, comprensivo-. Kilvin sabe que Existencias podría convertirse en un tenderete de prestamista si no se andaba con cuidado. -Cerró el libro de contabilidad-. Tendrás que ir a la casa de empeños, como todos.

Levanté las manos y le mostré la palma y el dorso para que viera que no llevaba joyas.

– Mala suerte. -Jaxim hizo una mueca-. Conozco a un prestamista decente en la plaza de Platería. Solo cobra el diez por ciento al mes. Aun así, es como si te arrancaran los dientes, pero es mejor que la mayoría.

Asentí y di un suspiro. La plaza de Platería era donde los prestamistas del gremio tenían sus tiendas. Y ellos no me habrían dado ni la hora.

– Al menos es mejor de lo que he tenido que pagar otras veces -dije.

Analicé la situación mientras iba a pie hasta Imre, con el agradable peso de mi laúd cargado en un hombro.

Estaba en un aprieto, pero mi situación todavía no era apurada. Ningún prestamista del gremio prestaría dinero a un Edena Ruh huérfano sin ninguna garantía, pero podía pedírselo a Devi. Sin embargo, habría sido preferible no tener que acudir a ella. Su tarifa de interés era abusiva, y además me preocupaban los favores que pudiera exigirme en caso de que no pudiera devolver el préstamo. No creía que fueran pequeños. Ni fáciles. Ni muy legales.

En eso iba pensando cuando atravesé el Puente de Piedra. Paré en una botica y me dirigí al Hombre de Gris.

Al abrir la puerta vi que el Hombre de Gris era una pensión. No había una taberna donde la gente pudiera reunirse y beber. Solo un saloncito muy bien decorado, con un portero muy bien vestido que me miró con aire de desaprobación, por no decir de profundo desagrado.

– ¿En qué puedo ayudarlo, joven señor? -me preguntó cuando entré por la puerta.

– Vengo a visitar a una dama -contesté-. Se llama Dinael.

– Ya -dijo él-. Veré si se encuentra en su habitación.

– No se moleste -dije, y me dirigí hacia la escalera-. Me está esperando.

El portero me cerró el paso.

– Me temo que eso no será posible -dijo-. Pero no tengo ningún inconveniente en ir a comprobarlo yo mismo.

Me tendió una mano con la palma hacia arriba. Me quedé mirándola.

– ¿Me permite su tarjeta de visita? -me preguntó-. Para que pueda presentársela a la señorita.

– ¿Cómo va a darle mi tarjeta si no está seguro de que ella esté en su habitación? -le pregunté a mi vez.

El portero volvió a sonreírme. Era una sonrisa tan elegante, educada y profundamente desagradable que tomé buena nota de ella y la grabé en mi memoria. Una sonrisa como aquella es una obra de arte. Como había crecido en los escenarios, supe apreciarla en varios sentidos. Una sonrisa como aquella es como un puñal en ciertos escenarios sociales, y quizá algún día la necesitara.

– Ah -dijo el portero-, la señorita sí está -dijo con cierto énfasis-. Pero eso no significa necesariamente que esté para usted.

– Dígale que Kvothe ha venido a visitarla -dije, más divertido que ofendido-. Esperaré aquí.

No tuve que esperar mucho rato. El portero bajó la escalera con expresión avinagrada, como si lamentara muchísimo no poder echarme.

– Por aquí -me indicó.

Subí detrás de él. El portero abrió una puerta, y yo pasé a su lado confiando en transmitir un nivel de aplomo y desdén lo bastante irritante.

Era un salón con grandes ventanas por las que entraba el último sol de la tarde. Era lo bastante grande para parecer espacioso pese a la gran cantidad de butacas y sofás que había repartidos por él. En la pared del fondo había un dulcémele, y una inmensa arpa modegana ocupaba por completo una de las esquinas.

Denna se hallaba de pie en medio de la habitación con un vestido de terciopelo verde. Su peinado estaba pensado para realzar la elegancia de su cuello, dejando entrever los pendientes con lágrimas de esmeralda y el collar a juego.

Hablaba con un joven… ¿Cómo lo diría? El mejor adjetivo para describirlo es «bello». Tenía un rostro suave, bien rasurado, y unos ojos grandes y oscuros.

Parecía un joven noble que llevara de mala racha demasiado tiempo para que pudiera considerarse algo pasajero. Su ropa era elegante, pero estaba arrugada. Llevaba un corte de pelo pensado para ir rizado, pero se notaba que no se lo había cuidado últimamente. Tenía los ojos hundidos, como si no hubiera estado durmiendo bien.

Denna me tendió ambas manos.

– Hola, Kvothe -dijo-. Ven, te presentaré a Geoffrey.

– Es un placer conocerte, Kvothe -dijo Geoffrey-. Dinael me ha hablado mucho de ti. Eres una especie de… ¿cómo lo llamáis? ¿Brujo? -Sonreía abiertamente, sin ninguna malicia.

– Arcanista, más bien -dije tan educadamente como pude-. «Brujo» recuerda demasiado a las tonterías de los libros de cuentos. La gente nos imagina con túnicas negras hurgando en las entrañas de pájaros. ¿Y tú?

– Geoffrey es poeta -dijo Denna-. Y muy bueno, aunque él se empeñe en negarlo.

– Sí, lo niego -confirmó él, y la sonrisa se borró de sus labios-. Tengo que marcharme. Tengo una cita con gente a la que no conviene hacer esperar. -Besó a Denna en la mejilla, me estrechó la mano con cordialidad y se fue.

– Es un chico muy sensible -dijo Denna mientras veía cerrarse la puerta.

– Lo dices como si lo lamentaras -comenté.

– Si fuera un poco menos sensible, quizá pudiera meter dos ideas en su cabeza al mismo tiempo. Y quizá entonces las dos ideas se frotarían y harían saltar una chispa. Bastaría con un poco de humo; así, al menos, parecería que ahí dentro estaba pasando algo. -Suspiró.

– ¿Tan corto es?

– No -dijo ella meneando la cabeza-. Solo es confiado. No tiene nada de calculador, y desde que llegó aquí, hace un mes, no ha hecho otra cosa que tomar decisiones erróneas.

Me metí la mano en la capa y saqué un par de paquetitos envueltos con tela: uno azul y otro blanco.

– Te he traído un regalo.

Denna estiró un brazo para coger los paquetitos, aunque como si estuviera desconcertada. De pronto, lo que unas horas antes me había parecido una idea excelente parecía ahora una estupidez.

– Son para tus pulmones -dije con un poco de vergüenza-. Sé que a veces tienes problemas.

– Y ¿cómo sabes tú eso, si no es indiscreción? -me preguntó ladeando la cabeza.

– Lo mencionaste en Trebon -respondí-. He investigado un poco. -Señalé uno de los paquetes-. Con eso te puedes preparar un té: plumiente, ortiga muerta, lohatm… -Señalé el otro-. Esas hojas las hierves con un poco de agua y aspiras el vapor.

Denna miró uno y otro paquete.

– Dentro he metido unos papelitos con las instrucciones -expliqué-. El azul es lo que tienes que hervir para aspirar el vapor -dije-. Azul, por el agua.

Ella me miró.

– ¿Acaso el té no se prepara también con agua? -dijo.

Parpadeé varias veces seguidas, me sonrojé y fui a decir algo, pero Denna rió y sacudió la cabeza.

– Solo era una broma -dijo con ternura-. Gracias. Es el detalle más bonito que nadie ha tenido conmigo desde hace mucho tiempo.

Fue hasta una cómoda y guardó los dos paquetitos en una caja de madera ornamentada.

– Veo que te van bien las cosas -observé señalando la bonita habitación.

Denna se encogió de hombros y miró alrededor con indiferencia.

– Es a Kellin a quien le van bien las cosas -me corrigió-. Yo solo aprovecho la luz que irradia.

Asentí dando a entender que comprendía.

– Creía que habías encontrado un mecenas.

– No, no es nada tan formal como eso. Kellin y yo paseamos juntos, como dicen en Modeg, y él me enseña a tocar el arpa. -Señaló el enorme instrumento que estaba en el rincón.

– ¿Me enseñas lo que has aprendido?

Denna negó con la cabeza, avergonzada, y su cabello se deslizó alrededor que sus hombros.

– Todavía lo hago muy mal.

– Controlaré mi impulso natural de abuchear y silbar -dije con gentileza.

– Está bien. Pero solo un poco -aceptó ella riendo. Se colocó detrás del arpa y acercó un taburete alto para apoyarse en él. Puso las manos sobre las cuerdas, hizo una larga pausa y empezó a tocar.

La melodía era una variante de «El manso». Sonreí.

Tocaba despacio, casi con majestuosidad. Mucha gente cree que la velocidad es lo que distingue a un buen músico. Es comprensible. Lo que Marie había hecho en el Eolio era asombroso. Pero la velocidad a la que puedas marcar la digitación de las notas no es lo más importante de la música. La verdadera clave es el ritmo.

Es como contar un chiste. Cualquiera puede recordar las palabras. Cualquiera puede repetirlo. Pero para hacer reír necesitas algo más. Contar un chiste más deprisa no lo hace más gracioso. Como ocurre con muchas cosas, es mejor vacilar que precipitarse.

Por eso hay tan pocos músicos buenos de verdad. Mucha gente sabe cantar o arrancarle una canción a un violín. Una caja de música puede tocar una canción impecablemente, una y otra vez. Pero no basta con saber las notas. Tienes que saber cómo tocarlas. La velocidad se adquiere con el tiempo y la práctica, pero el ritmo es algo con lo que se nace. Lo tienes o no lo tienes.

Denna lo tenía. Hacía avanzar la canción despacio, pero no pesadamente. La tocaba con la lentitud de un beso lujurioso. Y no es que en esa época de mi vida yo supiera mucho de besos. Pero viéndola allí de pie, con los brazos alrededor del arpa, concentrada, con los ojos entrecerrados y los labios ligeramente fruncidos, supe que quería que algún día me besaran con ese cuidado lento y deliberado.

Además, Denna era hermosa. Supongo que a nadie le extrañará que sienta debilidad por las mujeres por cuyas venas corre la música. Pero mientras Denna tocaba, la vi por primera vez ese día. Hasta entonces me habían distraído su peinado, diferente, y el corte de su vestido. Pero viéndola tocar, todo eso desapareció de mi vista.

Me estoy yendo por las ramas. Baste decir que Denna tocaba de forma admirable, aunque era evidente que todavía tenía mucho que aprender. Le fallaron algunas notas, pero no las rechazó ni se estremeció. Como dicen, un joyero sabe reconocer la gema en bruto. Y yo lo soy. Y ella lo era. Bueno.

– Ya tienes muy superada la etapa de «La ardilla en el tejado» -dije en voz baja cuando Denna hubo tocado las últimas notas.

Ella recibió mi cumplido sin mirarme a los ojos, quitándole importancia con un encogimiento de hombros.

– No hay gran cosa que hacer, aparte de practicar -dijo-. Y Kellin dice que tengo cierto don.

– ¿Cuánto hace que tocas?

– ¿Tres ciclos? -Arrugó un poco la frente y asintió-. Un poco menos de tres ciclos.

– Madre de Dios -dije sacudiendo la cabeza-. No le digas nunca a nadie lo rápido que has aprendido. Los otros músicos te odiarían.

– Mis dedos todavía no se han acostumbrado -dijo mirándoselos-. No puedo practicar tanto como me gustaría.

Le cogí una mano y le puse la palma hacia arriba para examinarle las yemas de los dedos. Vi que tenía pequeñas ampollas.

– Tienes…

La miré y me di cuenta de lo cerca que estábamos. Su mano estaba fría. Me miró con fijeza, con sus ojos grandes y oscuros. Tenía una ceja ligeramente levantada. No arqueada, ni siquiera traviesa, solo un poco curiosa. De pronto noté una extraña sensación de debilidad en el estómago.

– ¿Qué tengo?

No me acordaba de lo que quería decirle. Estuve a punto de contestar «No tengo ni idea de lo que iba a decirte», pero me di cuenta de que era una estupidez. Y no dije nada.

Denna bajó la vista, me cogió la mano y le dio la vuelta.

– Tienes las manos suaves -dijo, y me tocó las yemas de los dedos-. Creía que los callos serían ásperos, pero no. Son suaves.

Cuando dejó de mirarme a los ojos, recobré un poco la compostura.

– Es cuestión de tiempo -dije.

Denna levantó la mirada y sonrió con timidez. Me quedé con la mente en blanco.

Al cabo de un momento, me soltó la mano y fue al centro de la habitación.

– ¿Puedo ofrecerte algo de beber mientras tanto? -me preguntó, y se sentó con gracia en una butaca.

– Sí, gracias, muy amable de tu parte -contesté, pero solo fue un acto reflejo. Me di cuenta de que todavía tenía la mano suspendida en el aire; me sentí estúpido y la bajé junto al costado.

Denna señaló una butaca cerca de la de ella y me senté.

– Ya verás. -Cogió una campanilla de plata que estaba en una mesita y la hizo sonar débilmente. Entonces levantó una mano con los dedos extendidos. Dobló primero el pulgar, luego el índice, y fue contando hacia atrás.

Antes de que hubiera doblado el meñique, llamaron a la puerta.

– Pase -dijo Denna, y el elegante portero abrió la puerta-. Creo que tomaré un poco de chocolate caliente -dijo-. Y Kvothe… -Me miró interrogándome.

– Chocolate caliente, muy buena idea -dije.

El portero asintió y desapareció cerrando la puerta tras de sí.

– A veces toco la campanilla solo para hacerle correr -admitió Denna un tanto avergonzada, mirando la campanilla-. No me explico cómo puede oírla. Al principio estaba convencida de que se quedaba sentado en el pasillo con la oreja pegada a mi puerta.

– ¿Me dejas ver esa campanilla? -pregunté.

Me la dio. A simple vista parecía normal, pero cuando le di la vuelta vi que había sigaldría en la superficie interna de la campanilla.

– No, no escucha detrás de la puerta -dije, y se la devolví-. Abajo hay otra campanilla que suena cuando suena esta.

– ¿Cómo? -preguntó Denna, y entonces contestó ella misma su pregunta-: ¿Magia?

– Es una forma de llamarlo.

– ¿Es eso lo que hacéis vosotros allí? -Apuntó con la cabeza hacia el río, en dirección a la Universidad-. Suena un poco… trivial.

– Es la aplicación más frívola de la sigaldría que he visto jamás -admití.

Denna soltó una carcajada.

– No pongas esa cara de ofendido -dijo, y añadió-: ¿Se llama sigaldría?

– Fabricar una cosa así se llama artificería. La sigaldría consiste en escribir o grabar las runas que hacen que funcione.

Al oír eso, los ojos de Denna se iluminaron.

– Entonces, ¿la magia consiste en escribir cosas? -me preguntó inclinándose hacia delante-. ¿Cómo funciona?

Vacilé, y no solo porque era una pregunta difícil de contestar, sino también porque la Universidad tiene normas estrictas sobre divulgar los secretos del Arcano.

– Es un poco complicado -dije.

Por suerte, en ese momento volvieron a llamar a la puerta y llegó nuestro chocolate en unas tazas humeantes. Al olerlo, se me hizo la boca agua. El portero dejó la bandeja en una mesita y salió sin decir palabra.

Di un sorbo y sonreí saboreando su densa dulzura.

– Hacía años que no probaba el chocolate -dije.

Denna levantó su taza y miró alrededor.

– Es raro pensar que hay gente que vive siempre así -caviló.

– ¿No te gusta? -pregunté, sorprendido.

– Me gustan el chocolate y el arpa -respondió-. Pero me sobra la campanilla, y tener una habitación tan grande solo para estar sentada. -Frunció ligeramente los labios-. Y detesto que siempre haya alguien vigilándome, como si yo fuera un tesoro que alguien pudiera intentar robar.

– ¿Quiere eso decir que no hay que guardarte como un tesoro?

Denna entrecerró los ojos por encima de la taza, como si no estuviera segura de si yo hablaba en serio.

– No me gusta estar encerrada bajo paño y llave -aclaró con un deje de severidad-. No me importa que me ofrezcan unas habitaciones bonitas, pero si no tengo libertad para ir y venir, es como si no fueran mías.

Arqueé una ceja, pero antes de que pudiera decir nada, ella hizo un ademán para quitar importancia a sus palabras.

– Bueno, tampoco es eso. -Suspiró-. Pero estoy segura de que Kellin está informado de mis idas y venidas. Sé que el portero le dice quién viene a visitarme. Eso me duele un poco, nada más. -Compuso una sonrisa torcida-. Supongo que debo de parecerte terriblemente desagradecida, ¿verdad?

– En absoluto -contesté-. Cuando yo era más joven, mi troupe viajaba mucho. Pero todos los años pasábamos unos ciclos en la propiedad de nuestro mecenas, actuando para su familia y sus invitados.

Sacudí la cabeza, abrumado por aquel recuerdo.

– El barón de Greyfallow era un anfitrión cortés. Nos sentábamos a su mesa. Nos hacía presentes… -De pronto me acordé de un regimiento de soldaditos de plomo que me había regalado. Meneé la cabeza de nuevo para alejar aquel pensamiento-. Pero mi padre lo odiaba. Se subía por las paredes. No toleraba la sensación de estar a entera disposición de alguien.

– ¡Eso! -dijo Denna-. ¡Es exactamente eso! Cuando Kellin me dice que quizá pase a visitarme determinada noche, de pronto siento como si me hubieran clavado un pie al suelo. Si salgo, soy obstinada y grosera, pero si me quedo, me siento como un perro que espera junto a la puerta.

Nos quedamos un rato callados. Denna hacía girar distraídamente el anillo que llevaba en el dedo, y la luz del sol hacía destellar la piedra de color azul claro que tenía engastada.

– Ya -dije-. Pero son unas habitaciones muy bonitas.

– Son bonitas cuando tú estás aquí -afirmó ella.

Unas horas más tarde, subí por la estrecha escalera que había detrás de una carnicería. Del callejón ascendía un débil pero penetrante olor a grasa rancia, pero yo sonreía. Una tarde con Denna para mí solo era todo un lujo, y para estar a punto de cerrar un trato con un demonio, mis pasos eran sorprendentemente ligeros.

Llamé a la puerta de madera maciza del final de la escalera y esperé. Ningún prestamista del gremio me habría fiado ni un penique abollado, pero siempre había alguien dispuesto a hacerte un préstamo. Los poetas y otros románticos los llaman halcones de cobre, o aceros, pero «renovero» es el término más acertado. Son peligrosos, y la gente sensata no se acerca a ellos.

La puerta se abrió apenas una rendija, y luego de par en par revelando a una joven con cara de duendecillo y cabello rojizo.

– ¡Kvothe! -exclamó Devi-. Empezaba a temer que este bimestre no te vería.

Entré y Devi cerró la puerta. La estancia, grande y sin ventanas, tenía un olor agradable a cínaro y a miel, muy distinto del del callejón.

Un lado de la habitación lo dominaba una enorme cama con dosel que tenía las oscuras cortinas corridas. En el otro lado había una chimenea, una gran mesa de madera y una estantería con las tres cuartas partes llenas de libros. Me acerqué para examinar los títulos mientras Devi echaba la llave y atrancaba la puerta.

– ¿Este ejemplar de Malcaf es nuevo? -pregunté.

– Sí -confirmó ella, y vino hasta mí-. Un joven alquimista que no podía saldar su deuda me dejó escoger unos libros de su librería para arreglar las cosas conmigo. -Devi sacó el libro del estante con cuidado, y vi el título, en pan de oro, en la cubierta: Visión y revisión. Me miró con una sonrisa picara-. ¿Lo has leído?

– No -respondí. Era uno de los libros que me habría gustado estudiar antes de admisiones, pero no lo había encontrado en Estanterías-. Pero he oído hablar de él.

Devi se quedó pensativa un momento, y luego me lo ofreció.

– Cuando lo acabes, ven y hablaremos de él. Últimamente no tengo conversaciones interesantes, por desgracia. Si la discusión resulta decente, quizá te preste algún otro libro.

Cuando ya tenía el libro en mis manos, Devi le dio unos golpecitos en la cubierta con un dedo.

– Vale mucho más dinero que tú. -Lo dijo muy seria, sin ni pizca de picardía-. Si me lo devuelves estropeado, tendrás que darme explicaciones.

– Tendré mucho cuidado -le aseguré.

Devi asintió, pasó a mi lado y fue hasta la mesa.

– Muy bien, hablemos de negocios. -Se sentó-. Apuras mucho, ¿no? El plazo para pagar la matrícula termina mañana a mediodía.

– Llevo una vida peligrosa y emocionante -dije mientras iba hacia la mesa y me sentaba enfrente de Devi-. Y pese a lo agradable que me resulta tu compañía, confiaba en no tener que recurrir a tus servicios este bimestre.

– ¿Qué te parece la matrícula de Re'lar? -me preguntó con aire de complicidad-. ¿Se han pasado mucho contigo?

– Esa es una pregunta muy personal.

Devi me miró con franqueza.

– Estamos a punto de llegar a un acuerdo muy personal -repuso-. No creo que me esté sobrepasando.

– Nueve y medio -confesé.

– Vaya, se suponía que eras listísimo -dijo Devi con un resoplido de desdén-. Cuando yo era Re'lar, nunca tuve que pagar más de siete.

– Tú tenías acceso al Archivo -le recordé.

– Tenía acceso a un ingente almacén de intelecto -dijo ella con indiferencia-. Además, estoy buena. -Sonrió y le salieron dos hoyuelos en las mejillas.

– Eres brillante como un penique nuevo -admití-. Ningún hombre se atrevería a oponerse a ti.

– A algunas mujeres también les cuesta mantenerse firmes -replicó ella. Su sonrisa cambió ligeramente: pasó de adorable a traviesa y, por último, se tornó absolutamente malvada.

Como no tenía ni la más remota idea de cómo reaccionar ante eso, pasé a un terreno más seguro.

– Me temo que necesito que me prestes cuatro talentos -expuse.

– Ah -dijo Devi. De pronto adoptó una pose formal y cruzó las manos sobre la mesa-. Pues yo me temo que últimamente he introducido ciertos cambios en el negocio. Ahora solo concedo préstamos de seis talentos o más.

No me molesté en disimular mi consternación.

– ¿Seis talentos? Devi, esa deuda adicional será una carga para mí.

Devi dio un suspiro que, cuando menos, sonó remotamente a disculpa.

– El problema es que cuando hago un préstamo, corro ciertos riesgos. Me arriesgo a perder mi inversión si mi deudor muere o intenta huir. Corro el riesgo de que intente denunciarme. Corro el riesgo de tener que responder ante la ley del hierro, o peor aún, ante el gremio de prestamistas.

– Sabes perfectamente que soy incapaz de hacerte eso, Devi.

– Y el hecho -continuó Devi- es que mi riesgo es el mismo, ya sea el crédito grande o pequeño. ¿Por qué voy a correr esos riesgos por un préstamo pequeño?

– ¿Pequeño? ¡Con cuatro talentos yo podría vivir todo un año!

Devi dio unos golpecitos en la mesa con un dedo y frunció los labios.

– ¿Garantía?

– La de siempre -respondí componiendo mi mejor sonrisa-. Mi inagotable encanto.

Devi dio un bufido nada cortés.

– Con la garantía de un encanto inagotable y tres gotas de sangre puedes pedirme un préstamo de seis talentos con la tarifa estándar. Un interés del cincuenta por ciento a pagar en dos meses.

– Devi -dije con tono halagador-, ¿qué voy a hacer con el dinero que me sobre?

– Monta una fiesta -me propuso-. Pasa un día en La Hebilla. Búscate una buena partida de faro, con apuestas altas.

– El faro es un impuesto que paga la gente que no sabe calcular probabilidades.

– Pues sé la banca y recauda los impuestos -replicó ella-. Cómprate algo bonito y póntelo la próxima vez que vengas a verme. -Me miró de arriba abajo con una mirada peligrosa-. Quizá entonces esté más predispuesta a hacer un trato contigo.

– ¿Qué te parece seis talentos al veinticinco por ciento, a pagar en un mes? -insistí.

Devi negó con la cabeza, con cierta amabilidad.

– Respeto el impulso de regatear, Kvothe, pero no tienes ninguna fuerza. Si estás aquí es porque estás desesperado. Yo estoy aquí para sacar provecho de esa situación. -Extendió las manos mostrándome las palmas, en un gesto de impotencia-. Me gano la vida así. Que tengas un dulce rostro no entra en la ecuación.

Me miró con seriedad y agregó:

– Y a la inversa: si un prestamista del gremio se dignara decirte la hora, pensaría que has venido aquí solo porque soy guapa y porque te gusta el color de mi pelo.

– Es un color muy bonito -dije-. Los pelirrojos deberíamos ayudarnos.

– Deberíamos -coincidió ella-. Por eso te propongo que nos ayudemos con un interés del cincuenta por ciento a pagar en dos meses.

– Está bien -dije, y me recosté en la silla-. Tú ganas.

Devi me regaló una sonrisa encantadora y volvieron a salirle los hoyuelos.

– Solo podría ganar si los dos estuviéramos jugando. -Abrió un cajón de la mesa y sacó una botellita de cristal y una aguja larga.

Estiré un brazo para cogerlas, pero en lugar de acercármelas, Devi me miró con aire pensativo.

– Ahora que lo pienso, podría haber otra opción.

– Me encantaría tener otra opción -reconocí.

– La última vez que hablamos -dijo Devi lentamente-, insinuaste que tenías una forma de entrar en el Archivo.

– Sí, lo insinué -dije con vacilación.

– Esa información tendría bastante valor para mí -dijo ella con exagerada indiferencia. Aunque Devi tratara de ocultarlo, detecté una avidez insaciable y feroz en su mirada.

Me miré las manos y no abrí la boca.

– Te doy diez talentos ahora mismo -dijo sin rodeos-. No es un préstamo. Te compro la información. Si me descubren en Estanterías, negaré que me la hayas dado tú.

Pensé en todo lo que podría comprarme con diez talentos. Ropa nueva. Un estuche que no se cayera a trozos para mi laúd. Papel. Guantes para el invierno.

Suspiré y negué con la cabeza.

– Veinte talentos -dijo Devi-. Y las tarifas del gremio en cualquier préstamo que me pidas en el futuro.

Veinte talentos significarían medio año sin preocuparme por la matrícula. Podría realizar mis propios proyectos en la Factoría en lugar de trabajar como un burro para fabricar lámparas marineras. Podría comprarme ropa hecha a medida. Fruta fresca. Podría llevar mi ropa a una lavandería en lugar de lavarla yo mismo.

Inspiré expresando mi reticencia.

– Yo…

– Cuarenta talentos -dijo Devi con rabia-. Tarifas del gremio. Y me acuesto contigo.

Con cuarenta talentos podría comprarle a Denna un arpa pequeña. Podría…

Levanté la vista y vi a Devi mirándome desde el otro lado de la mesa. Tenía los labios húmedos, y sus ojos azul claro emanaban intensidad. Hizo rodar los hombros hacia atrás y hacia delante con el movimiento lento e inconsciente de un gato antes de abalanzarse sobre su presa.

Pensé en Auri, feliz y a salvo en la Subrealidad. ¿Qué sería de ella si un extraño invadiera su pequeño reino?

– Lo siento -dije-. No puedo. Entrar es… complicado. Tendría que implicar a una amiga, y no creo que esté dispuesta. -Decidí ignorar la otra parte de su oferta, porque no tenía ni idea de qué decir sobre eso.

Hubo un prolongado y tenso silencio.

– Maldito seas -dijo Devi por fin-. Suena como si me estuvieras diciendo la verdad.

– Te digo la verdad. Es molesto, ya lo sé.

– Maldito. -Frunció el ceño y me acercó la botella y la aguja.

Me pinché en el dorso de la mano, viendo brotar la sangre y resbalar por mi mano hasta caer en la botella. Conté tres gotas e introduje también la aguja dentro de la botella.

Devi untó el tapón con adhesivo y lo metió con rabia en la botella. A continuación abrió un cajón y sacó un estilete con punta de diamante.

– ¿Te fías de mí? -me preguntó mientras grababa un número en el cristal-. ¿O quieres que selle la botella?

– Me fío de ti -contesté-. Pero prefiero que la selles.

Derritió un poco de lacre sobre el tapón de la botella. Imprimí mi caramillo en el lacre dejando una marca reconocible.

Devi metió la mano en otro cajón, sacó seis talentos y los tiró encima de la mesa. El gesto habría podido parecer propio de un crío enfurruñado si su mirada no hubiera sido tan dura y colérica.

– Voy a entrar allí de una forma o de otra -dijo con frialdad-. Habla con tu amiga. Si eres tú quien me ayuda, te recompensaré.

Загрузка...