Cadencia
Al día siguiente, Marten salió con Hespe y Dedan; Tempi y yo nos quedamos vigilando el campamento.
Como no tenía nada que hacer para distraerme, empecé a buscar leña. Luego recogí algunas hierbas útiles que encontré entre la maleza y fui por agua a un manantial cercano. Entonces me entretuve vaciando, seleccionando y reordenando todo el contenido de mi macuto.
Tempi desmontó su espada y limpió y engrasó meticulosamente todas las piezas. No parecía aburrido, pero la verdad es que nunca parecía nada.
A mediodía, yo ya estaba muerto de aburrimiento. Habría leído, pero no me había llevado ningún libro. Le habría cosido bolsillos a mi raída capa, pero no tenía tela. Habría tocado el laúd, pero un laúd de artista de troupe está pensado para llenar de música una ruidosa taberna. Allí, su sonido habría recorrido kilómetros.
Habría charlado con Tempi, pero intentar mantener una conversación con él era como jugar a lanzar y devolver la pelota con un pozo.
Aun así, esa parecía ser mi única opción. Me acerqué a donde estaba Tempi. Había terminado de limpiar la espada y estaba haciendo pequeños ajustes en el puño de cuero.
– Tempi…
Tempi dejó la espada en el suelo y se levantó. Se quedó muy cerca de mí, a una distancia de apenas veinte centímetros que resultaba un poco incómoda. Entonces vaciló y frunció el ceño. No era un ceño muy marcado, sino solo un adelgazamiento de los labios y la aparición de una fina arruga entre sus cejas; pero en la cara de Tempi, que normalmente era como una hoja en blanco, destacaba como una palabra escrita con tinta roja.
Dio dos pasos atrás; entonces miró el trozo de suelo que nos separaba y se acercó un poco.
De pronto lo comprendí.
– ¿A qué distancia se ponen los Adem para hablar, Tempi?
Tempi me miró un momento con gesto inexpresivo y luego soltó una carcajada. Sus labios dibujaron una tímida sonrisa, y de pronto pareció muy joven. La sonrisa desapareció rápidamente de sus labios, pero no de sus ojos.
– Listo. Sí. Diferente para Adem. Para ti, cerca. -Se acercó mucho a mí, y luego volvió a retroceder.
– ¿Para mí? -pregunté-. ¿Es diferente para diferentes personas?
– Sí.
– ¿Qué distancia para Dedan?
Tempi movió las manos.
– Complicado.
Noté que se avivaba mi curiosidad.
– ¿Quieres enseñarme estas cosas, Tempi? ¿Quieres enseñarme tu idioma?
– Sí -me contestó. Y aunque no se reflejara en su cara, detecté un enorme alivio en su voz-. Sí. Por favor. Sí.
Aquella tarde aprendí una serie de palabras en adémico, sueltas y completamente inútiles. La gramática seguía siendo un misterio, pero el aprendizaje de un idioma siempre empieza así. Por suerte, las lenguas son como instrumentos musicales: cuantos más conoces, más fácil es aprender otros. El adémico era mi cuarta lengua.
Nuestro principal problema era que el atur de Tempi no era muy bueno, de modo que nos faltaba terreno común. Así que dibujábamos en el suelo, apuntábamos y gesticulábamos. En ocasiones, cuando los simples gestos no bastaban, acabábamos realizando algo parecido a la pantomima para explicarnos. Resultó más entretenido de lo que yo esperaba.
Ese primer día solo encontramos un escollo. Ya había aprendido una docena de palabras y se me había ocurrido otra que podía ser útil. Apreté el puño e hice como si fuera a golpear a Tempi.
– Freaht-dijo él.
– Freaht-repetí.
Negó con la cabeza.
– No. Freaht.
– Freaht -dije poniendo más cuidado.
– No -dijo con firmeza-. Freaht es… -Me enseñó los dientes y movió la mandíbula como si mordiera algo-. Freaht. -Se golpeó la palma de la mano con el puño.
– Freaht-insistí.
– No. -Me sorprendió el tono prepotente de su voz-. Freaht.
Me acaloré.
– Es lo que estoy diciendo. ¡Freaht! ¡Freaht! ¡Fre…!
Tempi estiró un brazo y me dio un cachete en un lado de la cabeza con la palma de la mano. Igual que el que le había dado a Dedan dos noches atrás; igual que los que me daba mi padre cuando alborotaba en público. No lo bastante fuerte para hacerme daño, pero sí para asustarme. Hacía años que nadie me daba un cachete así.
Aunque lo más asombroso fue que ni lo vi. El movimiento fue fluido y perezoso, y más rápido que el chasquido de los dedos. No me pareció que Tempi lo considerara insultante. Solo lo había hecho para atraer mi atención.
Se levantó el pelo rubio rojizo y se señaló la oreja.
– Oye -dijo con firmeza-. Freaht. -Volvió a enseñarme los dientes y hacer como si mordiera-. Freaht. -Levantó el puño-. Freaht. Freaht.
Y lo oí. No era el sonido de la palabra en sí, sino la cadencia de la palabra.
– ¿Freaht?-dije.
Tempi se dignó sonreír. Una sonrisa mínima, algo muy raro en él.
– Sí. Bien.
Entonces tuve que volver a aprender todas las palabras, fijándome en su ritmo. Hasta ese momento no lo había oído, y me había limitado a imitarlo. Poco a poco, descubría que cada palabra podía tener varios significados según la cadencia del sonido que las componía.
Aprendí las frases imprescindibles: «¿Qué significa eso?» y «Explícamelo más despacio», además de un par de docenas de palabras. Pelear. Mirar. Espada. Mano. Baile. El número de mímica que tuve que hacer para que Tempi entendiera «baile» nos hizo reír a los dos.
Era fascinante. Las diferentes cadencias de cada palabra hacían que la propia lengua tuviera una especie de música. No pude evitar preguntarme…
– ¿Cómo son vuestras canciones, Tempi? -Me miró un momento sin comprender, y pensé que quizá no hubiera entendido una pregunta tan abstracta-. ¿Podrías cantarme una canción adem?
– ¿Qué es canción? -me preguntó. En la última hora, Tempi había aprendido el doble de palabras que yo.
Carraspeé y canté:
La pequeña Jenny un paseo con el viento fue a dar.
A un guapo muchacho que la hiciera sonreír quería buscar.
Un sombrero con pluma en el pelo, un silbido entre los labios.
La boca húmeda y dulce como la miel, la lengua afilada como garfios.
Mientras yo cantaba, Tempi fue abriendo los ojos más y más. Al final estaba boquiabierto.
– ¿Tú? -lo animé señalándole el pecho-. ¿Puedes cantarme una canción adem?
Se puso muy colorado, y en su cara se reflejaron una docena de emociones que Tempi no hizo nada por disimular ni controlar: asombro, horror, vergüenza, conmoción, repugnancia. Se levantó, se alejó de mí y dijo algo en adámico, demasiado deprisa para que yo lo entendiera. Fue como si le hubiera pedido que se desnudara y bailase para mí.
– No -dijo cuando se hubo serenado un poco. Volvió a adoptar un gesto imperturbable, pero todavía estaba muy colorado-. No. -Agachó la cabeza, se tocó el pecho y sacudió la cabeza-. No canción. No canción adem.
Me levanté también, sin saber en qué me había equivocado.
– Lo siento, Tempi.
Tempi meneó la cabeza.
– No. No lo sientas. -Inspiró hondo y sacudió la cabeza al mismo tiempo que se daba la vuelta y se alejaba de mí-. Complicado.