Capítulo 74

Rumores

El día después de discutir con Denna me desperté por la tarde; me sentía fatal, por razones obvias. Comí y me bañé, pero el orgullo me impidió bajar a Bajo Severen a buscar a Denna. Le envié un anillo a Bredon, pero el mensajero volvió con la noticia de que todavía no había regresado al palacio.

Abrí una botella de vino y empecé a hojear el montón de relatos que poco a poco habían ido acumulándose en mi habitación. La mayoría eran textos escandalosos y maliciosos; pero aquella mezquindad encajaba con mi estado de ánimo, y me ayudó a distraerme de mi sufrimiento.

Así fue como me enteré de que el anterior conde Banbride no había muerto de tisis, sino de la sífilis que le contagió un apasionado mozo de cuadra. Lord Veston era adicto a la resina de denner, y financiaba su adicción con el dinero destinado al mantenimiento del camino real.

El barón Anso había pagado a varios funcionarios para evitar el escándalo cuando descubrieron a su hija pequeña en un burdel. Había dos versiones de esa historia; según una, estaba allí vendiendo, y según la otra, comprando. Archivé esa información para utilizarla en el futuro.

Ya había empezado la segunda botella de vino cuando leí que la joven Netalia Lackless se había fugado con una troupe de artistas itinerantes. Sus padres la habían desheredado, por supuesto, y Meluan había pasado a ser la única heredera de las tierras de los Lackless. Eso explicaba el odio que Meluan les tenía a los Ruh, e hizo que me alegrara aún más de no haber revelado mis orígenes Edena en Severen.

Había tres historias diferentes que versaban sobre los ataques de furia que tenía el duque de Cormisant cuando se emborrachaba, durante los que pegaba a quienquiera que tuviera cerca, incluidos su esposa, su hijo y varios invitados. Había un breve relato que especulaba que el rey y la reina celebraban depravadas orgías en sus jardines privados, lejos de las miradas de la corte real.

También aparecía Bredon. Se rumoreaba que celebraba ritos paganos en los apartados bosques de las afueras de sus propiedades septentrionales. Los rituales estaban descritos con tal lujo de detalles que me pregunté si no estarían copiados directamente de las páginas de alguna antigua novela atur.

Leí hasta bien entrada la tarde, y todavía iba por la mitad del montón de historias cuando me acabé la botella de vino. Me disponía a enviar a un criado a buscarme otra cuando oí la suave ráfaga de aire procedente del cuarto contiguo que anunciaba la llegada de Alveron a mis habitaciones por el pasadizo secreto.

Cuando entró en mi estancia, fingí sorpresa.

– Buenas tardes, excelencia -dije poniéndome en pie.

– Siéntate, si quieres-replicó él.

Permanecí de pie por deferencia, pues había comprobado que con el maer era mejor pecar por exceso de formalidad.

– ¿Ha avanzado mucho con su amada? -pregunté. Sabía, por los emocionados comentarios que me había hecho Stapes, que el asunto estaba acercándose rápidamente a su fin.

– Hoy hemos hecho la promesa de matrimonio -dijo distraídamente-. Hemos firmado los papeles y todo eso. Ya está hecho.

– Perdóneme que se lo diga, excelencia, pero no parece usted muy satisfecho.

– Supongo que te habrás enterado de los problemas que ha habido últimamente en el camino del norte, ¿no? -dijo componiendo una sonrisa amarga.

– Solo me han llegado rumores, excelencia.

Alveron soltó una risotada.

– Rumores que he intentado silenciar. Alguien ha estado asaltando a mis recaudadores de impuestos.

Era un asunto muy grave.

– ¿Recaudadores, excelencia? -pregunté poniendo énfasis en él plural-. ¿Cuánto han conseguido sustraer?

El maer me dirigió una mirada severa que me reveló la incorrección de mi pregunta.

– Suficiente. Más que suficiente. Este es el cuarto que pierdo. Más de la mitad de mis impuestos del norte se la han llevado los salteadores de caminos. -Me miró con gravedad-. Ya sabes que las tierras de los Lackless están en el norte.

– ¿Sospecha que son los Lackless quienes asaltan a sus recaudadores?

El maer me miró perplejo.

– ¿Qué? ¡No, claro que no! Son los bandidos del Eld.

Me sonrojé, avergonzado.

– ¿Ha enviado alguna patrulla, excelencia?

– Pues claro que he enviado patrullas -me espetó-. Una docena. Y ni siquiera han encontrado una fogata. -Hizo una pausa y me miró-. Sospecho que hay alguien en mi guardia que está confabulado con ellos. -Su rostro denotaba una gran preocupación.

– Supongo que habrá puesto escoltas a los recaudadores, ¿no, excelencia?

– Dos a cada uno -me contestó-. ¿Sabes cuánto cuesta reemplazar a una docena de guardias? ¿Armaduras, armas, caballos? -Dio un suspiro-. Y por si fuera poco, solo una parte de los impuestos robados es mía; el resto pertenece al rey.

Asentí con la cabeza.

– Imagino que no estará muy satisfecho.

Alveron agitó una mano quitándole importancia a eso.

– Bah, Roderic tendrá su dinero de todas formas. Me considera personalmente responsable de su diezmo. De modo que me veo obligado a volver a enviar a los recaudadores para recoger la parte de su majestad por segunda vez.

– Supongo que eso no le sentará bien al pueblo.

– No, claro. -Tomó asiento en una butaca mullida y se frotó la cara con gesto de cansancio-. Ya no sé qué hacer. ¿Qué pensará Meluan si no puedo garantizar la seguridad en mis propios caminos?

Me senté también, enfrente del maer.

– ¿Y Dagon? -pregunté-. ¿Él no podría encontrarlos?

Alveron soltó una breve y amarga risotada.

– Sí, Dagon los encontraría. Les clavaría la cabeza en picas en solo diez días.

– Entonces, ¿por qué no lo envía? -pregunté, extrañado.

– Porque Dagon siempre toma el camino más corto. Arrasaría una docena de aldeas y prendería fuego a quinientas hectáreas del Eld para encontrarlos. -Sacudió la cabeza con gesto sombrío-. Y aunque lo considerara adecuado para esta tarea, ahora está persiguiendo a Caudicus. Además, creo que en el Eld obra la magia, y eso es algo a lo que Dagon no sabría cómo enfrentarse.

Yo sospechaba que la única magia que podía haber era una docena de sólidos arcos largos modeganos. Pero la gente tiende a atribuir a la magia todo lo que no puede explicar fácilmente, sobre todo en Vintas.

– ¿Puedo contar contigo para que me ayudes a solucionar este problema? -me preguntó inclinándose hacia delante.

La pregunta solo tenía una respuesta:

– Por supuesto, excelencia.

– ¿Sabes algo de bosques?

– De joven estudié con un propietario rural -exageré creyendo que Alveron buscaba a alguien que le ayudara a planear una mejor defensa para sus recaudadores-. Sé lo suficiente para seguir el rastro de un hombre y para esconderme.

– ¿En serio? -dijo Alveron arqueando una ceja-. Has recibido una educación muy diversa, ¿no?

– He llevado una vida interesante, excelencia. -El vino que me había bebido potenciaba mí osadía, y añadí-: Se me ocurren un par de cosas que podrían resultar útiles para abordar el problema de los bandidos.

– Cuéntame -dijo el maer inclinándose un poco más.

– Podría prepararles protección arcana a sus hombres. -Hice un floreo con los largos dedos de mi mano derecha, confiando en que resultara suficientemente misterioso. Calculé mentalmente y me pregunté cuánto tiempo tardaría en fabricar un atrapaflechas utilizando solo el material que había en la torre de Caudicus.

Alveron asintió, pensativo.

– Con eso bastaría si solo me preocupara la seguridad de mis recaudadores. Pero estamos hablando del camino real, una de las arterias principales del comercio. Lo que necesito es librarme definitivamente de los bandidos.

– En ese caso -dije-, reuniría a un pequeño grupo de personas que supieran moverse sin hacer ruido por el bosque. No debería costarles mucho localizar a esos bandidos. Una vez localizados, solo tendría que enviar a su guardia para atraparlos.

– Más fácil aún sería tenderles una emboscada y matarlos, ¿no te parece? -dijo Alveron despacio, como si quisiera valorar mi reacción.

– Sí, claro -admití-. Usted es el brazo de la ley, excelencia.

– El bandidaje se castiga con la pena de muerte. Sobre todo en el camino real -declaró Alveron con firmeza-. ¿Lo encuentras excesivamente severo?

– En absoluto -respondí mirándolo a los ojos-. Unos caminos seguros son el esqueleto de la civilización.

Alveron me sorprendió componiendo una sonrisa.

– Tu plan es idéntico al mío. He reunido a un puñado de mercenarios para hacer precisamente eso que me has sugerido. He tenido que actuar con gran discreción, pues ignoro quién podría enviar las advertencias a esos bandidos. Pero tengo a cuatro hombres excelentes preparados para partir mañana: un rastreador, dos mercenarios con experiencia en bosques y un mercenario adem. Este último no me ha salido barato, por cierto.

Lo felicité asintiendo con la cabeza.

– Lo ha planeado mejor de lo que lo habría hecho yo, excelencia. No parece que necesite mi ayuda para nada.

– Todo lo contrario -replicó-. Sigo necesitando a alguien con un poco de cabeza para liderarlos. -Me miró de forma elocuente-. Alguien que entienda de magia. Alguien en quien pueda confiar.

Noté que el suelo se hundía bajo mis pies.

Alveron se levantó y esbozó una sonrisa cordial.

– Ya han sido dos las veces que me has servido más allá de toda expectativa. ¿Conoces la expresión «a la tercera va la vencida»?

Una vez más, la pregunta solo tenía una respuesta razonable:

– Sí, excelencia.

Alveron me llevó a sus aposentos, donde examinamos unos mapas de la región donde había perdido a sus hombres. Se trataba de un largo tramo del camino real que discurría a través de una parte del Eld que ya era vieja cuando Vintas no era más que un puñado de caudillos peleados entre ellos. Estaba a unos ciento treinta kilómetros de Severen. Podíamos llegar allí en cuatro días caminando a buen paso.

Stapes me proporcionó un macuto nuevo, y lo llené lo mejor que pude. Escogí unas pocas prendas, las más cómodas, de mi ropero, aunque seguían siendo más adecuadas para un salón de baile que para recorrer los caminos. Metí también unos cuantos artículos que había birlado del laboratorio de Caudicus a lo largo del ciclo pasado, y entregué a Stapes una lista de unos cuantos artículos esenciales que me faltaban. El valet del maer los hizo aparecer más deprisa de lo que habría hecho un tendero en su propia tienda.

Por último, a la hora en que todos salvo las personas más desesperadas y deshonestas están acostados, Alveron me entregó una bolsa que contenía cien sueldos de plata.

– Es una forma muy poco elegante de resolverlo -dijo Alveron-. En otras circunstancias, te daría una carta que obligara a los ciudadanos a proporcionarte ayuda y asistencia. -Suspiró-. Pero si la utilizaras durante el viaje, sería como si tocaras una trompeta anunciando tu llegada.

Asentí con la cabeza.

– Si son lo bastante listos para tener un espía entre su guardia, es lógico pensar que deben de tener contactos entre los lugareños, excelencia.

– Quizá sean los lugareños -dijo Alveron sombríamente.

Stapes me acompañó fuera del palacio por el mismo pasadizo secreto que el maer utilizaba para entrar en mis habitaciones. Provisto de una lámpara para ladrones protegida con una capucha, me guió por varios pasillos sinuosos; luego descendimos por una oscura escalera que penetraba hasta las profundidades de piedra del Tajo.

Al cabo de un rato me encontré de pie, solo, en el frío sótano de una tienda abandonada de Bajo Severen. Estaba en la parte de la ciudad que unos años atrás había arrasado un incendio, y las pocas vigas que quedaban en lo que fuera el techo parecían huesos negros contra la primera débil luz del amanecer.

Salí de la cáscara calcinada del edificio, miré hacia arriba y vi el palacio del maer encaramado en el borde del Tajo como un ave rapaz.

Escupí, no muy contento con mi situación, convertido por la fuerza en mercenario. Me escocían los ojos de no dormir y del largo trayecto a través de los sinuosos pasadizos de piedra que penetraban en el Tajo. El vino que había bebido tampoco me ayudaba mucho. En las últimas horas había notado cómo lentamente se atenuaba la borrachera y aumentaba la resaca. Era la primera vez que pasaba por ese proceso plenamente consciente, y no fue agradable. Delante de Alveron y Stapes había conseguido mantener las apariencias, pero la verdad es que tenía el estómago revuelto y las ideas pesadas y lentas.

La fría atmósfera del crepúsculo me despejó un poco la cabeza, y cuando hube dado cien pasos empecé a pensar en cosas que me había olvidado de incluir en la lista que le había dado a Stapes. Eso era culpa del vino. No tenía yesquero, ni sal, ni navaja…

Mi laúd. No había ido a recogerlo al taller del lutier que había arreglado la clavija. ¿Quién sabía cuánto tiempo pasaría persiguiendo a aquellos bandidos? ¿Cuánto tiempo pasaría mi laúd olvidado en el taller antes de que el lutier llegara a la conclusión de que su propietario lo había abandonado?

Me desvié tres kilómetros de mi camino, pero encontré el taller del lutier, oscuro y vacío. Llamé a la puerta, pero sin éxito. Entonces, tras un momento de vacilación, allané la entrada y robé el laúd. Aunque no me pareció que lo estuviera robando, porque para empezar el laúd era mío, y además había pagado la reparación por adelantado.

Tuve que trepar por una pared, forzar una ventana y burlar dos cerraduras. Era bastante sencillo, pero con lo embotada que tenía la cabeza debido a la falta de sueño y el exceso de vino, seguramente fue una suerte que no me cayera del tejado y me rompiese el cuello. Pero aparte de un trozo de pizarra que se soltó y me produjo un episodio de taquicardia, todo salió bastante bien, y veinte minutos más tarde había retomado mi camino.

Los cuatro mercenarios a los que había reunido Alveron me esperaban en una taberna a tres kilómetros al norte de Severen. Tras presentarnos brevemente, nos pusimos en marcha de inmediato por el camino real hacia el norte.

Estaba tan aletargado que me encontraba a varios kilómetros de Severen cuando empecé a reconsiderar unas cuantas cosas. Solo entonces se me ocurrió que quizá el maer no hubiera sido del todo sincero conmigo la noche anterior.

¿De verdad era yo la persona más indicada para liderar a un puñado de rastreadores por un bosque que no conocía, con el objetivo de matar a una banda de salteadores de caminos? ¿Tan buena opinión de mí tenía el maer?

No. Claro que no. Era halagador, pero no era cierto. El maer tenía acceso a mejores recursos. Seguramente la verdad era que quería alejar del palacio a su zalamero ayudante ahora que tenía a lady Lackless casi en el bote. Era increíble que no se me hubiera ocurrido antes.

Por eso me mandó a hacerle un encargo descabellado: para quitarme de en medio. Lo que quería era que me pasara un mes perdiendo el tiempo en el espeso bosque del Eld y que volviera con las manos vacías. Por eso me había entregado la bolsa. Con cien sueldos podríamos abastecernos durante cerca de un mes. Luego, cuando se me terminara el dinero, me vería obligado a regresar a Severen, donde el maer chasquearía la lengua decepcionado y utilizaría mi fracaso como excusa para ignorar parte de los favores que ya me debía.

Por otro lado, si tenía suerte y encontraba a los bandidos, mucho mejor. Era exactamente el tipo de plan que yo le atribuiría al maer. Pasara lo que pasase, él conseguiría algo que quería.

Aquello me fastidiaba. Pero no podía volver a Severen y enfrentarme a Alveron. Ahora que me había comprometido, no tenía más remedio que intentar sacarle el máximo partido a la situación.

Mientras caminaba hacia el norte, con un dolor punzante en la cabeza y un sabor amargo en la boca, decidí que volvería a sorprender al maer. Encontraría a sus bandidos.

Así, a la tercera iría la vencida, y el maer Alveron estaría realmente en deuda conmigo.

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