Capítulo 77

La Buena Blanca

Empezaba a oscurecer cuando tomamos una curva del camino. Oí aplausos y pisotones mezclados con música, gritos y carcajadas. Tras diez horas caminando, aquel sonido me levantó el ánimo y me hizo alcanzar casi la alegría.

La posada La Buena Blanca, situada junto a la última gran encrucijada al sur del Eld, era enorme. Construida con troncos sin apenas desbastar, tenía dos plantas y una serie de hastiales que hacían suponer que en lo alto había una tercera. Vi a través de las ventanas a hombres y mujeres que bailaban mientras un violinista, fuera de la vista, tocaba una canción de ritmo trepidante.

– ¿Lo oléis? -preguntó Dedan inspirando hondo-. En esa posada hay una mujer capaz de guisar una piedra y hacerme suplicar que me deje repetir. La dulce Peg. ¡Espero que siga aquí! Sería una noche redonda. -Describió una curva con la mano para enfatizar el doble sentido de sus palabras, y le dio un codazo a Marten.

Hespe entrecerró los ojos, clavados en la nuca de Dedan. Dedan no se dio cuenta y continuó:

– Esta noche dormiré con la panza llena de cordero y brandy. Aunque un poco menos de sueño quizá resultara más divertido, si he de guiarme por la última vez que estuve aquí.

Vi que se avecinaba la tormenta en la cara de Hespe y me apresuré a intervenir:

– Lo que haya en la cazuela y un camastro para cada uno -dije con firmeza-. Todo lo demás tendrá que salir de vuestro bolsillo.

Dedan me miró como si no pudiera dar crédito a lo que acababa de oír.

– Venga ya. Llevamos cuatro días durmiendo de cualquier manera. Además, el dinero no es tuyo, de modo que no seas roñoso.

– Todavía no hemos terminado nuestro trabajo -expuse con calma-. Ni siquiera hemos empezado. No sé cuánto tiempo vamos a estar por ahí, pero sé que no soy rico. Si vaciamos la bolsa del maer demasiado pronto, tendremos que cazar para comer. -Los miré a todos, uno por uno-. A menos que alguien más lleve encima dinero suficiente para alimentarnos y esté dispuesto a compartirlo.

Marten sonrió, compungido. Hespe clavó los ojos en Dedan, que seguía fulminándome con la mirada.

Tempi movió las manos; su expresión era tan indescifrable como siempre. Esquivando mi mirada, echó una ojeada a todos los demás sin que su semblante delatara nada. No fijó la vista en los rostros, sino primero en las manos de Dedan, y luego en sus pies. A continuación en los pies de Marten, los de Hespe y los míos. Trasladó el peso del cuerpo de una pierna a la otra y dio un pasito hacia Dedan.

Con la esperanza de rebajar la tensión, suavicé el tono y dije:

– Cuando hayamos terminado, nos repartiremos lo que quede en la bolsa. Así, todos llevaremos algo de dinero en el bolsillo antes de volver a Severen. Entonces cada uno podrá gastar lo que quiera como quiera. Pero ahora no.

Vi que Dedan no estaba satisfecho con eso y esperé para ver si insistía. Pero fue Marten quien habló.

– Tras un largo día en el camino -dijo con aire pensativo, como si hablara solo-, me vendría bien una copa.

Dedan miró a su amigo y luego a mí, expectante.

– Creo que la bolsa soportará una ronda -concedí con una sonrisa-. No creo que el maer pretenda que nos hagamos sacerdotes, ¿verdad?

Hespe soltó una carcajada gutural, mientras que Marten y Dedan sonrieron. Tempi me miró con sus ojos claros, agitó las manos y desvió rápidamente la vista.

Unos pocos minutos de sosegado regateo bastaron para conseguir literas, una cena sencilla y una ronda de bebidas para los cinco, y todo por un sueldo de plata. Una vez acordado el precio, busqué una mesa en un rincón tranquilo de la taberna y puse mi laúd bajo el banco para protegerlo. Entonces me senté, cansado, y me pregunté qué podía hacer para que Dedan dejara de comportarse con tanta arrogancia.

Estaba distraído cavilando cuando me pusieron la cena delante con un golpe seco. Levanté la cabeza y vi una cara de mujer y un generoso escote enmarcados por una cascada de brillantes rizos pelirrojos. Tenía la piel blanca como la leche, con algunas pecas. Los labios eran de un rosa pálido y peligroso. Los ojos, de un verde brillante y peligroso.

– Gracias -dije con cierto retraso.

– De nada, cariño. -Me sonrió, traviesa, con los ojos y se apartó el pelo de uno de los desnudos hombros-. Creía que te habías quedado dormido ahí sentado.

– Casi. Ha sido un día largo y fatigoso.

– Es una pena -se lamentó ella mientras se frotaba la nuca-. Si pensara que todavía ibas a mantenerte en pie dentro de una hora, me encargaría de impedirlo. -Estiró un brazo y me acarició la nuca hundiendo los dedos en mi pelo-. Entre los dos podríamos provocar un incendio.

Me quedé paralizado, como un ciervo asustado. No sabría explicar por qué; quizá fuera que estaba cansado después de varios días en el camino. Quizá fuera que era la primera vez que una mujer me abordaba con tanta franqueza. Quizá…

Quizá fuera joven y deplorablemente inexperto. Dejémoslo ahí.

Intenté desesperadamente encontrar algo que decir, pero para cuando había recuperado el habla, ella se había apartado un poco y me había lanzado una mirada insinuante. Noté que me ruborizaba, y eso me hizo avergonzarme aún más. Sin pensar, bajé la mirada hacia la mesa y hacia el plato que acababa de traerme. «Sopa de patata», pensé, atontado.

Ella soltó una risita y me acarició un hombro.

– Lo siento, muchacho. Creía que eras un poco más… -Se interrumpió, como si se replanteara sus palabras, y luego volvió a empezar-: Me ha gustado tu aire juvenil, pero no me he dado cuenta de lo joven que eres.

Aunque hablaba con dulzura, detecté una sonrisa en su voz. Eso hizo que me ardiera más la cara, ruborizándome hasta las orejas. Al final, comprendiendo que cualquier cosa que dijera solo lograría avergonzarme aún más, la camarera levantó la mano de mi hombro.

– Volveré más tarde para ver si necesitas algo.

Asentí con la cabeza, como un bobo, y la seguí con la mirada mientras se alejaba. Me alivió que se retirara, pero entonces me distrajeron unas risas dispersas. Eché un vistazo alrededor y vi que los hombres que estaban sentados a las largas mesas me miraban, risueños. Un grupito levantó sus jarras saludándome en silencio, con burla. Otro individuo se inclinó hacia mí y me dio unas palmadas consoladoras en la espalda, diciéndome:

– No te ofendas, chico. Nos ha rechazado a todos.

Me dio la impresión de que todos me observaban; agaché la cabeza y empecé a comerme la cena. Mientras cortaba trozos de pan y los mojaba en la sopa, compuse un catálogo mental del alcance de mi idiotez. Lancé miradas subrepticias a la camarera pelirroja, que recibía y rechazaba los piropos de una docena de hombres mientras repartía bebidas por las mesas.

Cuando Marten se sentó a mi lado, yo ya había recobrado algo de compostura.

– Has estado muy fino con Dedan ahí fuera -me dijo sin preámbulos.

Eso me animó un poco.

– ¿Tú crees?

Marten asintió con la cabeza y paseó su atenta mirada por los parroquianos que llenaban la taberna.

– La mayoría intenta plantarle cara, hacer que se sienta estúpido. Si hubieras hecho eso, él te lo habría devuelto multiplicado.

– Pero se estaba comportando como un estúpido -comenté-.

Y la verdad es que le he plantado cara.

– Sí, pero lo has hecho astutamente -replicó Marten-, y por eso seguirá escuchándote. -Dio un sorbo e hizo una pausa antes de cambiar de tema-: Hespe se ha ofrecido para compartir la habitación con él esta noche -dijo como de pasada.

– ¿En serio?-dije, sorprendido-. Se está soltando.

Marten asintió lentamente con la cabeza.

– ¿Y? -lo animé.

– Y nada. Dedan dice que no piensa pagar por una habitación que deberían darle gratis. -Desvió la vista hacia mí y arqueó una ceja.

– No lo dices en serio -dije-. Tiene que saberlo. Lo que pasa es que se hace el tonto porque Hespe no le gusta.

– Me parece que no -repuso Marten volviéndose hacia mí y bajando un poco la voz-. Hace tres ciclos terminamos una misión con una caravana de Ralien. Fue un trayecto largo, y Dedan y yo teníamos los bolsillos llenos de monedas y nada que hacer con ellas, así que, ya muy entrada la noche, nos encontrábamos en una mugrienta taberna de los muelles, demasiado borrachos para levantarnos e irnos. Y se puso a hablarme de ella.

Marten sacudió lentamente la cabeza.

– Se estuvo enrollando una hora, y te aseguro que la mujer a la que me describía no se parecía en nada a nuestra feroz Hespe. Solo faltó que cantara una canción sobre ella. -Dio un suspiro-. Cree que no la merece. Y está convencido de que si se atreviera a mirarla de reojo, acabaría con un brazo roto por tres sitios.

– ¿Por qué no se lo dijiste?

– Decirle ¿qué? Eso fue antes de que ella empezara a hacerle caídas de ojos. Entonces yo creía que los temores de Dedan eran fundados. ¿Qué crees que te haría Hespe si se te ocurriera darle una palmadita amistosa en la espalda?

Miré hacia donde estaba Hespe, junto a la barra. Marcaba el compás del violín con un pie. Por lo demás, la postura de sus hombros, sus ojos y la línea de su mandíbula solo expresaban dureza, casi agresividad. Había un pequeño pero significativo espacio entre ella y los hombres que tenía a ambos lados, acodados en la barra.

– Seguramente yo tampoco me jugaría un brazo -admití-. Pero Dedan ya debe de saberlo. No está ciego.

– No está peor que ninguno de nosotros.

Quise contradecirle, pero entonces vi a la camarera pelirroja.

– Podríamos decírselo -propuse-. Tú podrías decírselo. Dedan confía en ti.

Marten se pasó la lengua por los dientes.

– Nanay -dijo, y dejó su jarra sobre la mesa con firmeza-. Eso solo enredaría más las cosas. O lo verá, o no lo verá. En su momento, a su manera. -Encogió los hombros-. O no, y el sol seguirá saliendo todas las mañanas.

Nos quedamos callados un rato. Marten observaba el bullicio de la taberna por encima del borde de su jarra, con la mirada cada vez más ausente. Dejé que el ruido ambiental se redujera hasta un débil y soportable ronroneo mientras me apoyaba contra la pared y me quedaba adormilado.

Y como suelen hacer mis pensamientos cuando los abandono, volaron hacia Denna. Evoqué su olor, la curva de su cuello cerca de la oreja, cómo movía las manos cuando hablaba. Me pregunté dónde estaría esa noche, si se encontraría bien. Me pregunté, de pasada, si sus pensamientos también volaban a veces hacia mí convertidos en tiernas reflexiones…

– … atrapar a esos bandidos no será muy difícil. Además, para variar estará bien sorprender a esos malditos canallas liantes.

Esas palabras me arrancaron de mi dulce sopor como a un pez al que sacan del agua. El violinista había dejado de tocar para tomarse una copa, y en el relativo silencio de la taberna, la voz de Dedan resonó como el rebuzno de un asno. Abrí los ojos y vi que Marten miraba también alrededor, un tanto alarmado; sin duda lo habían despertado las mismas palabras que yo acababa de oír.

Solo tardé un segundo en localizar a Dedan. Estaba sentado dos mesas más allá, manteniendo una charla de borrachos con un granjero de pelo canoso.

Marten ya se estaba poniendo de pie. Como no quería llamar la atención, le susurré: «Tráelo», y me obligué a permanecer sentado.

Apreté las mandíbulas mientras Marten zigzagueaba rápidamente entre las mesas, le daba unos golpecitos a Dedan en el hombro y apuntaba con un pulgar hacia la mesa donde estaba yo sentado. Dedan masculló algo que me alegré de no haber oído y se levantó de mala gana.

Obligué a mi mirada a recorrer la taberna en lugar de seguir a Dedan. Tempi, con su ropa roja de mercenario, era fácil de localizar. Estaba frente al escalón de la chimenea, con la vista fija en el violinista, que afinaba su instrumento. Tenía varias copas vacías delante, sobre la mesa, y se había soltado las correas de piel de la camisa. Observaba al violinista con una intensidad extraña.

Mientras miraba a Tempi, una camarera le llevó otra bebida. Tempi repasó a la muchacha con sus pálidos ojos de arriba abajo, sin disimulo. Ella dijo algo, y él le besó el dorso dé la mano con la elegancia de un cortesano. Ella se ruborizó y, juguetona, le dio un empujoncito en el hombro. Tempi llevó una mano hasta la curva de la cintura de la camarera y la dejó allí. A ella no pareció importarle.

Dedan se acercó a mi mesa y me tapó a Tempi en el preciso instante en que el violinista levantaba el arco y empezaba a tocar una giga. Una docena de personas se levantaron con ganas de bailar.

– ¿Qué pasa? -preguntó Dedan cuando llegó a mi mesa-. ¿Me has hecho venir para decirme que se está haciendo tarde? ¿Que mañana me espera un largo día de trabajo y que debería ir a acostarme? -Se inclinó hacia delante sobre la mesa y puso sus ojos a la altura de los míos. Noté un olor acre en su aliento: dreg. Un licor barato y asqueroso con el que se pueden provocar incendios.

Me reí para desdramatizar.

– Tranquilo, que no soy tu madre. -En realidad había pensado decirle eso mismo, pero traté de pensar algo más con que distraerlo. Vi pasar a la camarera pelirroja que me había servido la cena un rato antes, y me incliné hacia delante-. Quería saber si podías decirme una cosa -dije con tono de complicidad.

El ceño fruncido dio paso a una expresión de curiosidad. Bajé la voz un poco más.

– Tú ya habías estado aquí antes, ¿verdad? -Dedan asintió y se acercó un poco más a mí-. ¿Sabes cómo se llama esa chica? -Apunté con la barbilla a la pelirroja.

Dedan giró la cabeza con exagerado disimulo; si ella no hubiera estado de espaldas, seguro que se habría dado cuenta.

– ¿La rubia a la que está manoseando el Adem? -preguntó Dedan.

– No, la pelirroja.

Dedan arrugó la ancha frente y entrecerró los ojos para enfocar el fondo de la taberna.

– ¿Losine? -me preguntó en voz baja. Se volvió hacia mí con los ojos todavía entrecerrados-. ¿La pequeña Losi?

Encogí los hombros y empecé a lamentar la táctica de distracción que había escogido.

Dedan soltó una carcajada tremenda y estuvo a punto de caerse, pero consiguió sentarse en el banco, enfrente de mí.

– ¡Losi! -dijo riendo más fuerte de lo que a mí me habría gustado-. Me equivocaba contigo, Kvothe. -Golpeó la mesa con la palma de una mano y volvió a reír, y estuvo a punto de caerse de espaldas-. Buen ojo, chico, pero lamento decirte que no tienes ninguna posibilidad.

Eso aguijoneó mi magullado orgullo.

– ¿Por qué no? ¿Acaso no es…? Bueno, ya sabes… -Dejé la frase en el aire e hice un gesto indefinido.

Dedan entendió a qué me refería.

– ¿Prostituta? -preguntó, perplejo-. ¡Qué va! Hay un par por aquí. -Hizo un gesto amplio con un brazo, y luego bajó un poco más la voz-. Pero en realidad no son rameras. Solo chicas a las que no les importa sacarse algo extra por la noche. -Hizo una pausa y parpadeó-. Dinero. Dinero extra. Y otras cosas extras. -Volvió a reír.

– Yo he pensado que… -empecé a decir, titubeante.

– No, si eso lo piensa cualquiera que tenga ojos y pelotas. -Se inclinó un poco más-. Es una viciosa. Se tira al primero que le llama la atención, pero no hay manera de llevarla a la cama, ni siquiera pagando. Si quisiera, sería más rica que el rey de Vint. -Me miró-. ¿Cuánto costaría un revolcón con Losi? Yo daría…

La observó con los ojos entrecerrados y movió los labios como si realizara complicados cálculos aritméticos en silencio. Al cabo de un rato se encogió de hombros.

– Más que todo el dinero que tengo. -Volvió a mirarme y se encogió de hombros una vez más-. Pero no es una buena idea. Ahórrate las molestias. Si quieres, conozco a una muchacha de buen ver. Está por aquí, y quizá le interese animarte la velada. -Empezó a pasear la mirada por la estancia.

– ¡No! -Le cogí un brazo para detenerlo-. Solo te lo preguntaba por curiosidad. -Me di cuenta de que no sonaba convincente-. Gracias por la información.

– De nada. -Dedan empezó a levantarse con cuidado.

– Ah -dije como si acabara de ocurrírseme-, ¿podrías hacerme un favor? -Dedan asintió con la cabeza, y le hice señas para que se acercara más-. Me preocupa que Hespe acabe hablando del trabajo que nos ha encargado el maer. Si los bandidos se enteran de que los estamos buscando, la tarea resultará diez veces más difícil. -Vi pasar una sombra de culpabilidad por su cara-. Estoy convencido de que ella nunca lo mencionaría, pero ya sabes lo que les gusta hablar a las mujeres.

– Ya entiendo -se apresuró a decir él terminando de erguirse-. Hablaré con ella. Es mejor tener cuidado.

El violinista de nariz aguileña puso punto final a su giga, y todos aplaudieron y dieron pisotones y golpearon las mesas con sus jarras vacías. Suspiré y me froté la cara con ambas manos. Cuando levanté la cabeza, vi a Marten en la mesa de al lado. Se llevó dos dedos a la frente y me hizo una discreta cabezada. Yo me doblé ligeramente por la cintura, sin levantarme del banco. Siempre se agradece tener un público que muestra su aprecio.

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