Capítulo 70

Aferrado

Encontré a Denna frente a su posada del pasaje de Gres, un pequeño establecimiento llamado Las Cuatro Candelas. Al doblar la esquina y verla allí de pie, bajo la luz del farol que colgaba sobre la puerta, sentí una oleada de júbilo por el simple hecho de haberla encontrado cuando había salido a buscarla.

– Recibí tu nota -dije-. No sabes lo contento que me he puesto.

Denna sonrió e hizo una pequeña reverencia. Llevaba una falda, no una de esas complicadas que lucían las mujeres de la nobleza, sino una de tela sencilla que le habría servido para aventar el trigo o para ir a un baile de pueblo.

– No estaba segura de que pudieras venir -dijo-. Porque a estas horas, la mayoría de la gente civilizada ya se ha acostado.

– He de admitir que me ha sorprendido -dije-. Si fuera más entrometido, me preguntaría qué te ha mantenido ocupada hasta tan tarde.

– Negocios -contestó ella dando un suspiro teatral-. Una reunión con mi mecenas.

– ¿Ha vuelto a la ciudad? -pregunté.

Ella asintió.

– ¿Y quería verte a medianoche? Qué… raro.

Denna se apartó de la puerta de la posada y empezamos a andar juntos por la calle.

– La mano que sujeta la bolsa… -dijo, y encogió los hombros-. Las horas intempestivas y los lugares inusitados son la norma con maese Fresno. A veces sospecho que quizá sea solo un noble solitario que se aburriría con un mecenazgo normal y corriente. Me pregunto si le procura algo de emoción fingir que está metido en alguna intriga misteriosa, en lugar de limitarse a encargarme canciones.

– Y ¿qué tienes planeado para esta noche? -pregunté.

– Nada. Solo pasar el rato en tu agradable compañía. -Estiró un brazo y lo entrelazó con el mío.

– En ese caso -repuse-, quiero enseñarte una cosa. Es una sorpresa. Tendrás que confiar en mí.

– Todas esas cosas las he oído un montón de veces. -En los ojos oscuros de Denna destellaba un brillo travieso-. Pero nunca todas juntas, y nunca me las habías dicho tú. -Sonrió-. Te concederé el beneficio de la duda y me reservaré las burlas de hastío para más tarde. Llévame adónde quieras.

Subimos a Alto Severen en el elevador, y desde arriba contemplamos boquiabiertos las luces de la ciudad, como dos estúpidos de humilde cuna. La llevé a dar un largo paseo por las calles adoquinadas, mostrándole las tiendas y los jardincillos. Luego dejamos atrás los edificios, saltamos una valla baja de madera y nos dirigimos hacia la oscura silueta de un granero vacío.

Una vez allí, Denna ya no pudo seguir callada.

– Bueno, lo has conseguido -dijo-. Me has sorprendido.

Sonreí y seguí guiándola hasta el interior del granero. Olía a heno y animales, pese a que no había ninguno. La conduje hasta una escalerilla que se perdía en la oscuridad que reinaba por encima de nuestras cabezas.

– ¿Un pajar? -me preguntó, incrédula. Se paró y me lanzó una mirada de curiosidad-. Es evidente que me has confundido con alguna aldeana de catorce años llamada… -murmuró algo-. No sé, algún nombre rústico.

– ¿Gretta?-sugerí.

– Por ejemplo. Es evidente que me has confundido con alguna aldeana de corpiño escotado llamada Gretta.

– Tranquila -dije-. Si pretendiera seducirte, no lo haría así.

– Ah, ¿no? -Se pasó una mano por el pelo. Sus dedos empezaron a tejer una trenza distraídamente; de pronto se paró y se soltó la trenza-. En ese caso, ¿qué hacemos aquí?

– Comentaste que te gustaban mucho los jardines -dije-. Y los jardines de Alveron son muy bonitos. Pensé que te gustaría verlos.

– A estas horas de la noche -dijo Denna.

– Un agradable paseo a la luz de la luna -la corregí.

– Esta noche no hay luna -me recordó-. O si la hay, no es más que un fino creciente.

– Bueno, no importa -dije sin dejarme intimidar-. ¿Cuánta luna se necesita para disfrutar del perfume de los primeros brotes de jazmín?

– En un pajar -dijo Denna con escepticismo.

– El pajar es la forma más fácil de llegar al tejado -expliqué-.

Y desde allí podemos acceder al palacio del maer. Y a su jardín.

– Si estás al servicio del maer -dijo ella-, ¿no sería más sencillo pedirle que nos dejara entrar?

– ¡Eh! -Levanté un dedo con gesto teatral-. Ahí está la gracia de la aventura. Hay un centenar de hombres que podrían llevarte a pasear por los jardines del maer. Pero solo hay uno que pueda colarte en él. -Sonreí-. Estoy ofreciéndote una oportunidad única, Denna.

– Ah, qué bien conoces mi corazón secreto -replicó sonriendo.

Le ofrecí mi mano como si la ayudara a subir a un carruaje.

– Milady…

Denna me cogió la mano, pero nada más poner el pie en el primer travesaño de la escalerilla, se detuvo.

– Un momento. No lo haces por caballerosidad. Lo que quieres es mirar debajo de mi vestido.

La miré con mi mejor expresión de ofendido y me llevé una mano, al pecho.

– Señora, como caballero le aseguro que…

Me dio un manotazo.

– Una vez me dijiste que no eres ningún caballero -dijo-. Eres un ladrón, y lo que quieres es robar una mirada. -Dio un paso atrás e imitó el gentil movimiento que acababa de hacer yo-. Milord…

Pasamos por el pajar, subimos al tejado y nos colamos en el jardín. El creciente de luna plateado que brillaba en el cielo era más fino que un suspiro, y tan pálido que no alcanzaba a atenuar la luz de las estrellas.

Los jardines estaban asombrosamente tranquilos para tratarse de una noche tan templada y agradable. Normalmente, incluso a esas horas de la noche, había parejas paseando por los senderos, o hablándose al oído en los bancos de las enramadas. Me pregunté si esa noche se habría celebrado algún baile o alguna función en la corte.

Los jardines del maer eran enormes, con sinuosos senderos y setos astutamente distribuidos que los hacían parecer aún más grandes. Denna y yo caminábamos lado a lado, escuchando el suspiro del viento entre las hojas. Era como si fuéramos los únicos habitantes del planeta.

– No sé si te acordarás -dije en voz baja, reacio a perturbar el silencio-. De una conversación que mantuvimos hace tiempo. Sobre flores.

– Sí, me acuerdo -dijo ella, también en voz baja.

– Dijiste que creías que todos los hombres habían aprendido a cortejar con el mismo libro trillado.

Denna rió sin hacer apenas ruido. Se llevó una mano a los labios.

– Oh. Se me había olvidado. Dije eso, ¿verdad?

Asentí.

– Dijiste que todos te regalaban rosas.

– Y siguen haciéndolo -repuso ella-. Me gustaría que encontraran un libro nuevo.

– Me pediste que escogiera la flor más adecuada para ti -continué.

Denna me miró con timidez.

– Sí, ya me acuerdo. Quería ponerte a prueba. -Arrugó la frente-. Pero te libraste escogiendo una de la que yo no había oído hablar y que nunca había visto.

El sendero describía una curva hacia el túnel verde oscuro de un emparrado.

– No sé si las habrás visto ya -dije-, pero aquí tienes tu flor de selas.

Solo las estrellas nos iluminaban el camino. El creciente de luna era tan fino que apenas podía llamarse luna. Bajo la emparrada estaba tan oscuro como el cabello de Denna.

Teníamos los ojos muy abiertos para ver en la oscuridad, y donde la luz de las estrellas se filtraba entre las hojas, veíamos cientos de capullos de selas abriéndose como bostezos. De no ser porque el perfume de las selas es muy delicado, no habríamos podido respirar.

– ¡Oh! -suspiró Denna mirando alrededor con los ojos como platos. Bajo la enramada su piel brillaba más que la luna. Estiró ambos brazos hacia los lados-. ¡Qué suaves son!

Caminamos en silencio. Alrededor de nosotros, las enredaderas de selas trepaban por el emparrado aferrándose a la madera y el alambre, ocultándose del cielo nocturno. Cuando por fin llegamos al otro lado, la claridad nos pareció comparable a la de la luz del día.

El silencio se prolongó hasta que empecé a sentirme incómodo.

– Ahora ya conoces tu flor -dije-. Era una lástima que nunca hubieras visto ninguna. Tengo entendido que son difíciles de cultivar.

– Entonces quizá encaje conmigo -dijo Denna en voz baja agachando la cabeza-. Yo no echo raíces fácilmente. Seguimos andando hasta que el sendero describió una curva y el emparrado quedó oculto detrás de nosotros.

– Me tratas mejor de lo que merezco -dijo Denna por fin.

Su afirmación me pareció ridícula, y me reí. Si no solté una ruidosa carcajada, fue por respetar el silencio del jardín. Contuve la risa cuanto pude, aunque el esfuerzo me hizo perder el paso y tambalearme.

Muy cerca, Denna me observaba mientras una sonrisa asomaba a su rostro.

Al final me recompuse.

– Tú, que cantaste conmigo la noche que me gané el caramillo. Tú, que me has hecho el regalo más bonito que jamás he recibido. -Entonces se me ocurrió una cosa-. ¿Sabías que el estuche del laúd me salvó la vida?

La sonrisa de sus labios se ensanchó, abriéndose como una flor.

– ¿En serio?

– Sí -confirmé-. Es imposible que te trate tan bien como mereces. Teniendo en cuenta lo que te debo, esto es lo menos que puedo hacer para recompensarte.

– Bueno, creo que es un comienzo precioso. -Miró al cielo e inspiró hondo-. Siempre he preferido las noches sin luna. A oscuras es más fácil hablar. Es más fácil ser uno mismo.

Echó a andar de nuevo, y yo me puse a su lado. Pasamos junto a una fuente, un estanque, una pared cubierta de pálido jazmín abierto a la noche. Cruzamos un pequeño puente de piedra que nos devolvió al refugio de los setos.

– Podrías rodearme con el brazo, ¿sabes? -dijo Denna con naturalidad-. Estamos paseando por los jardines, a solas. A la luz de la luna, aunque haya poca. -Denna me miró de reojo y torció una comisura de la boca-. Supongo que sabes que esas cosas están permitidas.

Su inesperado cambio de actitud me pilló desprevenido. Desde que nos habíamos encontrado en Severen, yo la había cortejado con desesperada ostentación, y ella me había seguido la corriente. Me devolvía cada piropo, cada ocurrencia, cada broma, y no como un eco, sino como una segunda voz. Nuestro toma y daca era como un dueto.

Sin embargo, aquello era diferente. El tono de Denna era menos juguetón y más directo. Era un cambio tan repentino que no supe qué contestar.

– Hace cuatro días me torcí el tobillo al pisar una losa suelta -dijo en voz baja-. ¿Te acuerdas? Paseábamos por el pasaje de Mincet. Me resbaló el pie y tú me sujetaste casi antes de que me diera cuenta de que había tropezado. Pensé que debías de estar vigilándome muy atentamente para reaccionar tan deprisa.

Tomamos una curva del sendero, y Denna siguió hablando sin mirarme, con una voz suave, pensativa, casi como si hablara sola.

– Me sujetaste con firmeza y me enderezaste. Casi me abrazaste. En ese momento lo tuviste muy fácil. Era cuestión de centímetros. Pero cuando recobré el equilibrio, apartaste las manos. Sin vacilar. Sin entretenerte. Sin hacer nada que yo pudiera tomarme a mal.

Fue a volver la cara hacia mí, pero rectificó y dirigió la vista abajo.

– Es curioso -dijo-. Hay un montón de hombres que no se proponen otra cosa que tumbarme. Y solo hay uno que intenta todo lo contrario. Asegurarse de que tengo los pies firmes en el suelo, para que no me caiga.

Estiró un brazo casi con timidez.

– Cuando voy a cogerte del brazo, lo aceptas con naturalidad. Hasta posas tu mano sobre la mía, para que no la aparte. -Explicó mi movimiento con exactitud mientras yo lo hacía, y tuve que esforzarme para que el gesto no me resultara de pronto incómodo-. Pero nada más. Nunca te sobrepasas. Nunca presionas. ¿Te das cuenta de lo extraño que eso me resulta?

Nos miramos un momento en aquel jardín silencioso y oscuro. Notaba el calor de Denna cerca de mí, su mano aferrándose a mi brazo.

Pese a la poca experiencia que tenía con las mujeres, hasta yo podía interpretar aquella señal. Intenté decir algo, pero sus labios me tenían embelesado. ¿Cómo podía tenerlos tan rojos? Hasta las flores de selas parecían oscuras a la pálida luz de la luna. ¿Cómo podía ella tener los labios rojos?

Entonces Denna se quedó inmóvil. En ese momento estábamos casi parados, pero ella se quedó quieta como una estatua, con la cabeza ladeada, como un ciervo que ha detectado un ruido.

– Viene alguien -dijo-. Vamos.

Se cogió de mi brazo y tiró de mí apartándonos del sendero; pasamos por encima de un banco de piedra y a través de una abertura estrecha entre los setos.

Acabamos en medio de un tupido arbusto que formaba un hueco donde cabíamos los dos agachados. Gracias al trabajo de los jardineros, no había maleza en el suelo, ni hojas secas ni ramitas que pudieran crujir bajo el peso de nuestras manos o nuestras rodillas. De hecho, la hierba que cubría el suelo de aquel pequeño refugio era gruesa y blanda como el césped más mullido.

– Hay un millar de muchachas que podrían pasear contigo por los senderos del jardín a la luz de la luna -dijo Denna con un hilo de voz-. Pero solo hay una que se escondería contigo en los arbustos. -Me sonrió. Su voz burbujeaba de regocijo.

Denna espió entre las hojas para observar el sendero, y yo la miré a ella. Su pelo caía como una cortina por un lado de su cabeza, y se veía asomar la punta de una oreja. En ese instante me pareció lo más precioso que había visto jamás.

Entonces oí el débil crujido de pasos por el sendero. También llegaba el sonido de voces que se filtraba a través del seto: un hombre y una mujer. Al cabo de un momento, aparecieron por la curva del sendero, cogidos del brazo. Los reconocí de inmediato.

Me volví y me incliné hacia Denna para hablarle al oído:

– Es el maer -dije-. Y su joven amada.

Denna se estremeció; me quité la capa granate y se la eché por encima de los hombros.

Volví a mirar a la pareja. Mientras los observaba, Meluan rió de algo que él dijo, y apoyó una mano sobre la de él, que reposaba sobre su brazo. Pensé que si ya se trataban con tanta confianza, pronto el maer no necesitaría de mis servicios.

– Para ti no, querida -oí decir claramente al maer cuando pasaron cerca de nosotros-. Tú te mereces rosas.

Denna me miró con los ojos muy abiertos. Se tapó la boca con ambas manos para reprimir la risa.

Los vimos pasar de largo, caminando despacio, al mismo paso. Denna se destapó la boca y respiró hondo varias veces seguidas.

– El maer también tiene un ejemplar de ese libro trillado -dijo con mirada risueña.

No pude evitar sonreír.

– Se ve que sí.

– Así que ese es el maer -dijo entonces mirando con sus oscuros ojos entre las hojas-. Es más bajo de lo que yo imaginaba.

– ¿Te gustaría conocerlo? -pregunté-. Podría presentártelo.

– Oh, sí, me encantaría -respondió con tono burlón. Rió entre dientes, pero al ver que yo no me reía, me miró y se puso seria-. ¿Lo dices en serio? -Ladeó la cabeza; su expresión era una mezcla de diversión y desconcierto.

– Supongo que no estaría bien que saliéramos de detrás de un seto y nos abalanzáramos sobre él -razoné-. Pero podríamos salir por el otro lado y dar la vuelta para encontrárnoslo de cara. -Tracé con una mano la ruta que podíamos tomar-. No digo que vaya a invitarnos a cenar ni nada parecido, pero podemos saludarlo educadamente con una inclinación de cabeza al cruzarnos en el sendero.

Denna siguió mirándome fijamente, frunciendo ligeramente las cejas.

– Lo dices en serio -concluyó.

– ¿Qué…? -Me interrumpí al comprender lo que quería decir su expresión-. Creías que te mentía cuando te decía que estaba al servicio del maer -dije-. Creías que te mentía cuando te decía que podía invitarte a venir aquí.

– Los hombres se inventan muchos cuentos -dijo ella quitándole importancia-. Les gusta fanfarronear un poco. El hecho de que me contaras algún cuento no me hizo pensar mal de ti.

– Yo nunca te mentiría -dije, y luego me lo pensé mejor-. Bueno, no. Eso no es verdad. Te mentiría. Vale la pena mentir por ti. Pero no te mentía. También vale la pena decir la verdad por ti.

Denna me sonrió con cariño.

– A veces eso es más difícil que mentir.

– ¿Qué me dices? -pregunté-. ¿Quieres conocerlo?

Denna volvió a asomarse entre las hojas del seto y miró hacia el sendero.

– No. -Cuando sacudió la cabeza, su pelo ondeó como una sombra fugaz-. Te creo. No hace falta. -Agachó la cabeza-. Además, tengo manchado de hierba el vestido. ¿Qué pensaría el maer?

– Yo tengo hojas en el pelo -admití-. Sé lo que pensaría.

Salimos del arbusto. Me quité las hojas del pelo, y Denna se sacudió la falda haciendo una mueca al pasar las manos por encima de las manchas de hierba.

Volvimos al sendero y continuamos nuestro paseo. Pensé rodear a Denna con un brazo, pero me contuve. Yo no tenía muy buen ojo para esas cosas, pero me pareció que el momento de hacerlo había quedado atrás.

Denna levantó la cabeza cuando pasamos al lado de la estatua de una mujer cogiendo una flor. Dio un suspiro.

– Era más emocionante cuando no sabía que tenía permiso -admitió con un deje de decepción en la voz.

– Sí, suele ocurrir -coincidí.

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