Escucha
Cuando llegamos al campamento, Tempi y yo encontramos un ambiente asombrosamente jovial. Dedan y Hespe se sonreían y Marten había conseguido cazar un pavo salvaje para la cena.
Así que comimos y bromeamos. Y después de lavar los platos, Hespe contó su historia sobre el chico enamorado de la luna, empezando de nuevo por el principio. Dedan permaneció milagrosamente callado, y yo me atreví a pensar que nuestro grupito por fin, por fin empezaba a convertirse en un equipo.
A Jax no le costó mucho seguir a la luna porque en aquella época la luna estaba siempre llena. Colgaba en el cielo, redonda como una taza, reluciente como una vela, inalterable.
Jax caminó días y días hasta que le salieron ampollas en los pies. Caminó meses y meses soportando el peso de sus fardos. Caminó años y años y se hizo alto y delgado, duro y hambriento.
Cuando necesitaba comida, la cambiaba por algún artículo que encontraba en los fardos del calderero. Lo mismo cuando se le gastaba la suela de los zapatos. Jax hacía las cosas a su manera, y se volvió listo y astuto.
Y entretanto, Jax pensaba en la luna. Cuando creía que ya no podía dar ni un paso más, se ponía los anteojos y la contemplaba, redonda, en el cielo. Y cuando la veía, notaba un lento estremecimiento en el pecho. Y con el tiempo empezó a pensar que estaba enamorado.
Llegó el día en que el camino que seguía Jax atravesó Tinué, como hacen todos los caminos. Siguió recorriendo el gran camino de piedra hacia el este, hacia las montañas. El camino ascendía y ascendía. Jax se comió el último pan y el último queso que le quedaba. Se bebió hasta la última gota de agua y la última gota de vino. Caminó varios días sin comer ni beber, y la luna seguía creciendo en el cielo nocturno.
Cuando empezaban a fallarle las fuerzas, Jax remontó una cuesta y vio a un anciano sentado junto a la entrada de una cueva. Tenía una larga barba gris y llevaba una larga túnica gris. No tenía pelo en la cabeza ni calzado en los pies. Tenía los ojos abiertos y la boca cerrada.
Al ver a Jax, el rostro del anciano se iluminó. Se levantó y sonrió.
– ¡Hola, hola! -lo saludó con su clara y hermosa voz-. Te encuentras muy lejos de todo. ¿Cómo está el camino de Tinué?
– Largo -contestó Jax-. Y duro y cansado.
El anciano invitó a Jax a que se sentara. Le llevó agua, leche de cabra y fruta. Jax comió con avidez, y luego ofreció al hombre a cambio un par de zapatos que llevaba en un fardo.
– No hace falta, no hace falta -dijo el anciano alegremente, agitando los dedos de los pies-. Pero de todas formas, gracias por ofrecérmelos.
– Como quieras -dijo Jax, encogiéndose de hombros-. Pero ¿qué haces aquí, tan lejos de todo?
– Encontré esta cueva mientras perseguía el viento -contestó el anciano-. Decidí quedarme porque este lugar es perfecto para lo que yo hago.
– Y ¿qué haces? -preguntó Jax.
– Soy el que escucha -respondió el anciano-. Escucho lo que las cosas tengan que decir.
– Ah -dijo Jax con cautela-. Y ¿este es un buen sitio para hacer eso?
– Sí, muy bueno. Excelente -confirmó el anciano-. Para aprender a escuchar como es debido tienes que alejarte mucho de la gente. -Sonrió-. ¿Qué te trae a mi pequeño rincón del cielo?
– Busco a la luna.
– Eso es muy fácil -dijo el anciano apuntando al cielo-. La vemos casi todas las noches, si el tiempo lo permite.
– No. Yo quiero atraparla. Si pudiera estar con ella, creo que sería feliz.
El anciano lo miró con seriedad.
– ¿Quieres atraparla? ¿Cuánto tiempo llevas persiguiéndola?
– He perdido la cuenta de los años y los kilómetros. El anciano cerró los ojos un momento y asintió con la cabeza.
– Sí, puedo oírlo en tu voz. Lo tuyo no es ningún capricho pasajero. -Se inclinó y acercó una oreja al pecho de Jax. Cerró los ojos otro largo rato y se quedó muy quieto-. Oh -dijo en voz baja-, qué triste. Tu corazón está roto y nunca has tenido oportunidad de utilizarlo.
Jax cambió de postura, un tanto turbado.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Jax-. Si no te molesta que te lo pregunte.
– No, no me molesta que me lo preguntes -repuso el anciano-. Siempre que a ti no te moleste que no te conteste. Si tuvieras mi nombre, tendrías poder sobre mí, ¿no?
– Ah, ¿sí?
– Por supuesto. -El anciano frunció el entrecejo-. Eso es así. Aunque no parece que sepas escuchar, es mejor tener cuidado. Si consiguieras atrapar aunque solo fuera un trocito de mi nombre, tendrías algún poder sobre mí.
Jax se preguntó si aquel hombre podría ayudarlo. Aunque no parecía muy corriente, Jax sabía que la suya tampoco era una misión corriente. Si hubiera estado intentando atrapar una vaca, le habría pedido ayuda a un granjero. Pero para atrapar a la luna, quizá necesitara la ayuda de un anciano extraño.
– Has dicho que tú perseguías el viento -dijo Jax-. ¿Llegaste a atraparlo?
– En algunos aspectos, sí -respondió el anciano-. Y en otros, no. Esa pregunta puede interpretarse de muchas maneras, ¿me explico?
– ¿Podrías ayudarme a atrapar a la luna?
– Quizá pueda darte algún consejo -dijo el anciano de mala gana-. Pero primero deberías reflexionar sobre esto, chico. Cuando quieres algo, tienes que asegurarte de que eso te quiere a ti, porque si no, pasarás muchos apuros persiguiéndolo.
Hespe no miró a Dedan cuando dijo eso. Miró a todos menos a Dedan, y por eso no vio la impotencia y aflicción reflejadas en su rostro.
– ¿Cómo puedo saber si me quiere? -preguntó Jax.
– Podrías escucharla -dijo el anciano casi con timidez-. A veces, eso hace maravillas. Yo podría enseñarte a escuchar.
– ¿Cuánto tardarías?
– Un par de años -respondió el anciano-. Más o menos. Depende de si tienes un don para ello. Escuchar como es debido no es fácil. Pero cuando le cojas el truco, conocerás a la luna casi tan bien como te conoces a ti mismo.
Jax negó con la cabeza.
– Es demasiado tiempo. Si consigo atraparla, podré hablar con ella. Podré hacer…
– Bueno, eso es parte del problema -le interrumpió el anciano-. En realidad no quieres atraparla. En realidad no. ¿Piensas seguirla por el cielo? Claro que no. Lo que quieres es, conocerla. Eso significa que necesitas que la luna venga a ti.
– ¿Cómo puedo conseguir eso?
– Bueno, esa es la cuestión, ¿verdad? -dijo el anciano sonriendo-. ¿Qué tienes tú que a la luna pueda interesarle? ¿Qué puedes ofrecerle a la luna?
– Solo puedo ofrecerle lo que llevo en estos fardos.
– No me refería a eso -masculló el anciano-. Pero si quieres, podemos echar un vistazo a lo que tienes.
El ermitaño revisó el primer fardo y encontró muchas cosas de utilidad. El segundo fardo contenía objetos más caros y más raros, pero no más útiles.
Entonces el anciano vio el tercer fardo.
– Y ¿qué llevas allí?
– Ese nunca he podido abrirlo-dijo Jax-. El nudo se me resiste.
El ermitaño cerró los ojos un momento y escuchó. Entonces abrió los ojos, miró a Jax y frunció el entrecejo.
– El nudo dice que intentaste romperlo. Que lo forzaste con un cuchillo. Que lo mordiste con los dientes.
– Es verdad-admitió Jax, sorprendido-. Ya te lo he dicho, intenté abrirlo por todos los medios.
– No por todos -dijo el ermitaño con retintín. Levantó el fardo hasta que el nudo del cordón le quedó a la altura de los ojos-. Lo siento muchísimo, pero ¿te importaría abrirte? -Hizo una pausa-. Sí. Te pido perdón. No volverá a hacerlo.
El nudo se deslió. El ermitaño miró en el interior del fardo, abrió mucho los ojos y dejó escapar un débil silbido.
Pero cuando el anciano desplegó el fardo en el suelo, Jax dejó caer los hombros. Esperaba encontrar dinero, piedras preciosas, algún tesoro que pudiera regalar a la luna. Pero lo único que contenía aquel fardo era un trozo de madera retorcido, una flauta de piedra y una cajita de hierro.
La flauta fue lo único que le llamó la atención a Jax. Estaba hecha de una piedra de color verde claro.
– Cuando era pequeño tenía una flauta -dijo Jax-. Pero se rompió, y nunca pude arreglarla.
– Todo esto es admirable -comentó el ermitaño.
– La flauta es bonita -dijo Jax encogiendo los hombros-. Pero ¿para qué sirven un trozo de madera y una caja demasiado pequeña para guardar nada?
– ¿No los oyes? -preguntó el ermitaño meneando la cabeza-. La mayoría de las cosas susurran. Estas cosas gritan. -Señaló el trozo de madera retorcido-. Si no me equivoco, eso es una casa plegable. Y muy bonita, por cierto.
– ¿Qué es una casa plegable?
– Puedes doblar un trozo de papel varias veces hasta hacerlo muy pequeño, ¿verdad? -El anciano señaló el trozo de madera-. Pues una casa plegable es lo mismo. Solo que es una casa, por supuesto.
Jax cogió el trozo de madera retorcido e intentó enderezarlo. De pronto tenía en las manos dos trozos de madera que parecían el marco de una puerta.
– ¡No la despliegues aquí! -gritó el anciano-. ¡No quiero una casa delante de mi cueva tapándome el sol!
Jax intentó juntar de nuevo los dos trozos de madera.
– ¿Por qué no puedo volver a plegarla?
– Supongo que porque no sabes -respondió el anciano-. Te sugiero que esperes hasta que sepas dónde quieres ponerla y que no la despliegues del todo hasta entonces.
Jax dejó la madera con cuidado y cogió la flauta.
– ¿Esto también es especial? -Se la llevó a los labios, sopló y produjo un trino parecido al de un chotacabras.
Hespe sonrió socarronamente, se llevó un silbato a los labios y sopló: «Ta-ta DII. Ta-ta DII».
Como todo el mundo sabe, el chotacabras es un ave nocturna, y no sale mientras brilla el sol. Sin embargo, una docena de chotacabras descendieron y se posaron alrededor de Jax, mirándolo con curiosidad y parpadeando bajo la intensa luz del sol.
– Yo creo que es algo más que una flauta normal y corriente -comentó el anciano.
– ¿Y la caja? -Jax estiró un brazo y la cogió. Era oscura, y fría, y lo bastante pequeña para guardarla en un puño.
El anciano se estremeció y desvió la mirada.
– Está vacía.
– ¿Cómo lo sabes, si no has mirado dentro?
– Escuchando -respondió el anciano-. Me sorprende que no lo oigas. Es la cosa más vacía que he oído jamás. Tiene eco. Sirve para guardar cosas.
– Todas las cajas sirven para guardar cosas.
– Y todas las flautas sirven para tocar música cautivadora -replicó el anciano-. Pero esa flauta es algo más. Con la caja pasa lo mismo.
Jax miró la caja un momento y la dejó con cuidado en el suelo. Entonces empezó a atar el tercer fardo, con los tres tesoros dentro.
– Me parece que voy a continuar mi camino -dijo Jax.
– ¿Estás seguro de que no quieres quedarte un mes o dos aquí? -preguntó el anciano-. Podrías aprender a escuchar un poco mejor. Escuchar es útil.
– Ya me has dado algunas cosas en qué pensar -repuso Jax-.
Y creo que tienes razón: no debería perseguir a la luna. Debería hacer que la luna venga a mí.
– Eso no es exactamente lo que yo he dicho -murmuró el anciano. Pero lo dijo con resignación. Como era un oyente experto, sabía que no lo estaban escuchando.
Jax se marchó a la mañana siguiente, siguiendo a la luna por las montañas. Al final encontró un terreno extenso y llano acurrucado entre las cumbres más altas.
Jax sacó el trozo de madera retorcido y, trozo a trozo, empezó a desplegar la casa. Tenía toda la noche por delante y esperaba tenerla terminada antes de que la luna apareciera en el cielo.
Pero la casa era mucho más grande de lo que él había imaginado; no era una casita de campo, sino una mansión. Es más, desplegarla resultó más complicado de lo que Jax había imaginado. Cuando la luna llegó a lo alto del cielo, todavía le faltaba mucho para terminar.
Quizá Jax se diera prisa por eso. Quizá fuera imprudente. O quizá fuera que Jax seguía teniendo mala suerte.
El caso es que desplegó una mansión magnífica, inmensa. Pero no encajaba bien. Había escaleras que en lugar de subir iban de lado. A algunas habitaciones les faltaban paredes, y otras tenían demasiadas. Muchas habitaciones carecían de techo, y dejaban ver un cielo extraño cuajado de estrellas que Jax no reconocía.
En aquella casa todo estaba un poco torcido. En una habitación podías mirar por la ventana y ver flores de primavera, mientras que al otro lado del pasillo las ventanas estaban cubiertas de escarcha. Podía ser la hora del desayuno en el salón de baile, mientras que la luz del crepúsculo se filtraba en la habitación de al lado.
Como en aquella casa nada era cierto, ni las puertas ni las ventanas cerraban bien. Podían estar cerradas, incluso con llave, pero nunca podías fiarte. Y como era una mansión inmensa, tenía muchas puertas y ventanas, de modo que había muchas formas de entrar y salir.
Jax no le dio importancia a nada de todo eso. Subió corriendo a la torre más alta y se llevó la flauta a los labios.
Tocó una dulce canción bajo un firmamento despejado. No era un simple trino de pájaro, sino una canción que salía de su corazón roto. Era triste e intensa. Revoloteaba como un pájaro con un ala rota.
Al oírla, la luna descendió a la torre. Pálida, redonda y hermosa, se plantó frente a Jax en todo su esplendor, y por primera vez en su vida, Jax sintió un atisbo de gozo.
Entonces hablaron, en lo alto de la torre. Jax le contó su vida, su apuesta con el calderero y su largo y solitario viaje. La luna escuchaba, reía y sonreía.
Pero al final se quedó mirando el cielo con nostalgia.
Jax sabía qué significaba aquello.
– Quédate conmigo -suplicó-. Solo puedo ser feliz si eres mía.
– Debo irme -replicó ella-. El cielo es mi hogar.
– Yo he construido un hogar para ti -dijo Jax mostrándole su enorme mansión con un ademán-. Aquí hay suficiente cielo para ti. Un cielo vacío, para ti sola.
– Debo irme -insistió ella-. Ya llevo demasiado tiempo aquí.
Jax levantó una mano como si fuera a agarrarla, pero se detuvo.
– Aquí podemos tener el tiempo que queramos -dijo-. En tu dormitorio puede ser invierno o primavera, según lo desees.
– Debo irme -dijo la luna mirando hacia arriba-. Pero volveré. Soy inalterable. Y si tocas la flauta para mí, volveré a visitarte.
– Te he ofrecido tres cosas -dijo él-. Una canción, un hogar y mi corazón. Si quieres irte, ¿por qué no me ofreces tres cosas a cambio?
La luna, desnuda, rió y extendió los brazos mostrándole la palma de las manos.
– ¿Qué tengo yo que pueda regalarte? Pero si puedo dártelo, pídeme y yo te daré.
Jax tenía la boca seca.
– Primero te pediría una caricia de tu mano.
– Una mano estrecha la otra, y te concederé lo que me pides.
Estiró un brazo y lo acarició con una mano suave y fuerte. Al principio parecía fría, y luego maravillosamente caliente. A Jax se le erizó el vello de los brazos.
– Después te suplicaría un beso -dijo.
– Una boca saborea la otra, y te concederé lo que me pides.
Se inclinó hacia Jack. Su aliento era dulce, y sus labios, firmes como una fruta. Aquel beso le cortó la respiración a Jax, y por primera vez en su vida, en su boca asomó un amago de sonrisa.
– Y ¿cuál es tu tercera petición? -preguntó la luna. Tenía los ojos oscuros e inteligentes, y su sonrisa era sincera y cómplice.
– Tu nombre -suspiró Jax-. Así podré llamarte.
– Un cuerpo… -empezó la luna avanzando con ansia hacia Jax. Entonces se detuvo-. ¿Solo mi nombre? -preguntó deslizando una mano alrededor de la cintura de Jax.
Jax asintió.
La luna se le acercó más y le susurró al oído:
– Ludis.
Jax sacó la cajita negra de hierro, cerró la tapa y atrapó el nombre de la luna.
– Ahora tengo tu nombre -dijo con firmeza-. Así pues, tengo dominio sobre ti. Y te digo que debes quedarte conmigo eternamente, para que yo pueda ser feliz.
Y así fue. La caja ya no estaba fría. Estaba caliente, y Jax notaba el nombre de la luna dentro, revoloteando como una palomilla contra el cristal de una ventana.
Quizá Jax cerrara la caja demasiado despacio. Quizá no la cerrara bien. O quizá sencillamente tuviera tan mala suerte como siempre. Pero al final solo consiguió atrapar un trozo del nombre de la luna, y no el nombre entero.
Por eso Jax puede tener para él la luna un tiempo, pero ella siempre se le escapa. Sale de la mansión rota de Jax y vuelve a nuestro mundo. Aun así, él tiene un trozo de su nombre, y por eso ella siempre debe regresar a su lado.
Hespe nos miró con una sonrisa en los labios.
– Y por eso la luna siempre cambia. Y ahí es donde la tiene Jax cuando nosotros no la vemos en el cielo. Jax la atrapó y todavía la guarda. Pero solo él sabe si es o no feliz.
Hubo un largo silencio.
– Es una historia preciosa -declaró Dedan.
Hespe agachó la cabeza y, pese a que la luz del fuego no dejaba verlo bien, habría apostado un penique a que se había sonrojado. Hespe la dura, a quien yo creía incapaz de ruborizarse.
– He tardado mucho tiempo en recordarla entera -comentó-. Mi madre me la contaba cuando yo era pequeña. Todas las noches, siempre la misma historia. Decía que la había aprendido de su madre.
– Pues tendrás que contársela a tus hijas -repuso Dedan-. Es una historia demasiado bonita para dejarla tirada por el camino.
Hespe sonrió.
Por desgracia, aquel momento de paz fue como la calma que precede a la tormenta. Al día siguiente, Hespe hizo un comentario que enojó a Dedan, y durante dos horas no pudieron mirarse sin bufar como gatos furiosos.
Dedan intentó convencernos a todos de que debíamos abandonar la búsqueda y alistarnos como guardias de caravana con la esperanza de que los bandidos nos atacaran. Marten dijo que aquello era como buscar una trampa para osos metiendo un pie dentro. Marten tenía razón, pero eso no fue óbice para que Dedan y el rastreador se pasaran dos días lanzándose pullas.
Dos días más tarde, Hespe dio un chillido de alarma asombrosamente infantil mientras se bañaba. Corrimos a socorrerla, creyendo que habían llegado los bandidos, pero encontramos a Tempi desnudo, metido en el arroyo con el agua hasta las rodillas. Hespe estaba de pie, a medio vestir y empapada, en la orilla. A Marten la situación le pareció comiquísima. A Hespe no. Y si Dedan no montó en cólera y atacó a Tempi fue únicamente porque no sabía cómo atacar a un hombre desnudo sin mirarlo y sin tocarlo.
El día siguiente amaneció neblinoso y húmedo, y eso nos puso de mal humor a todos y entorpeció aún más nuestra búsqueda.
Entonces empezó la lluvia.