Después de saborear brevemente la libertad, volví a quedar atrapado en mis habitaciones. Confiaba en que el maer hubiera superado ya la parte más difícil de su recuperación, pero de todas formas necesitaba estar cerca por si su estado empeoraba y enviaba a buscarme. No podía justificar ni la más breve excursión a Bajo Severen, aunque me muriera de ganas de volver a la calle de los Hojalateros con la esperanza de encontrar a Denna.
Así que llamé a Bredon y pasé una tarde muy agradable jugando a tak. Jugamos una partida tras otra, y yo las perdí todas, de nuevas y emocionantes maneras. Esa vez, cuando se marchó, Bredon dejó la mesita en mi habitación, y explicó que sus criados estaban hartos de trasladarla de un sitio para otro.
Además de las partidas de tak con Bredon y de mi música, tenía una nueva distracción, si bien es cierto que un poco irritante. Caudicus resultó ser el chismoso que aparentaba ser, y se había extendido la noticia de que yo preparaba una genealogía. De modo que, además de los cortesanos que trataban de sonsacarme información, ahora tenía que hacer frente a un flujo constante de personas ansiosas por airear la ropa sucia del vecino.
Disuadí a todos los que pude, y a los más furibundos los animé a poner por escrito sus historias y enviármelas. Un número sorprendente de ellos se tomó la molestia de hacerlo, y en una mesa de una de las habitaciones que no utilizaba empezaron a acumularse montones de historias difamatorias.
Al día siguiente, tras recibir el aviso del maer, entré en su dormitorio y lo encontré sentado en una butaca cerca de la cama, leyendo un ejemplar de Un derecho de reyes de Fyoren en su lengua original, víntico éldico. Tenía muy buen color y me fijé en que no le temblaban las manos al pasar una página. Alveron no levantó la cabeza cuando entré en la habitación.
Sin decir nada, preparé otra infusión con el agua caliente que ya había en la mesilla de noche del maer. Le serví una taza y la dejé en la mesilla, cerca de su codo.
Fui a ver la jaula dorada, que estaba en el saloncito. Los zunzunes revoloteaban y sorbían de los bebederos, realizando juegos aéreos vertiginosos que dificultaba mucho contarlos. Sin embargo, creí poder afirmar que había doce pájaros. Y no parecían en absoluto desmejorados tras tres días de dieta venenosa. Contuve el impulso de sacudir un poco la pajarera.
Por último, fui a sustituir la botella de aceite de hígado de bacalao del maer y comprobé que todavía estaba casi llena. Otra señal de mi debilitada credibilidad.
Recogí mis cosas sin decir palabra y me dispuse a marcharme, pero antes de que llegara a la puerta, el maer levantó la mirada del libro.
– ¿Kvothe?
– ¿Sí, excelencia?
– Se ve que no tengo tanta sed como creía. ¿Te importaría acabarte esto? -Señaló la taza de la infusión, que no había probado.
– A la salud de su excelencia -dije, y di un sorbo. Hice una mueca y añadí una cucharada de azúcar, removí y me bebí el resto bajo la atenta mirada del maer. Me miraba con unos ojos serenos, inteligentes y demasiado astutos para ser del todo buenos.
Caudicus me abrió la puerta y me invitó a sentarme en la misma butaca que la vez anterior.
– Discúlpame un momento -dijo-. Debo ocuparme de un experimento, o me temo que se echará a perder. -Subió a toda prisa por una escalera que conducía a otra parte de la torre.
Como no había nada más que atrajera mi atención, examiné de nuevo su exposición de anillos, y me di cuenta de que uno podía calcular su posición en la corte utilizando los anillos como puntos de triangulación.
Caudicus regresó en el preciso instante en que me estaba planteando robarle uno de los anillos de oro.
– No sabía si querías que te devolviera tus anillos -dijo Caudicus señalándolos.
Volví a mirar la mesita y los vi en una bandeja. Me sorprendió no haberme fijado antes en ellos. Los cogí y me los guardé en un bolsillo interior de la capa.
– Muchas gracias -dije.
– Y ¿hoy también vas a llevarle la medicina al maer? -preguntó.
Asentí hinchándome con orgullo.
El movimiento de la cabeza me produjo un ligero mareo. Entonces comprendí qué me pasaba: me había bebido toda una taza de la infusión del maer. No contenía mucho láudano, o mejor dicho: no contenía mucho láudano si sufrías dolores y te estabas desintoxicando lentamente de tu adicción al ófalo. En cambio, era una cantidad considerable para alguien como yo. Noté cómo iban apareciendo los efectos, una cálida lasitud que me recorrió los huesos. Todo parecía moverse un poco más despacio de lo habitual.
– El maer parecía impaciente por tomar su medicina hoy -dije esforzándome para hablar con claridad-. Me temo que no tengo mucho tiempo para charlar. -No estaba en condiciones de hacerme pasar por el noble bobo mucho rato.
Caudicus asintió con seriedad y fue hacia su mesa de trabajo. Lo seguí, como siempre hacía, poniendo cara de curiosidad.
Observé, un tanto distraído, a Caudicus mientras preparaba su medicina. Pero el láudano me embotaba un poco los sentidos, y en lugar de concentrarse, mi mente divagaba. El maer apenas me dirigía la palabra. Stapes nunca se había fiado de mí, y los zunzunes estaban más sanos que nunca. Y lo peor era que estaba atrapado en mis habitaciones mientras Denna esperaba abajo, en la calle de los Hojalateros, sin duda preguntándose por qué no había ido a visitarla.
Levanté la cabeza: Caudicus acababa de hacerme una pregunta.
– Perdón, ¿cómo dice?
– ¿Podrías pasarme el ácido? -repitió Caudicus mientras terminaba de medir una porción de hoja seca y ponerla en el mortero.
Cogí la licorera de cristal y fui a dársela, pero entonces recordé que solo era un joven noble ignorante. No sabía distinguir la sal del azufre. Ni siquiera sabía qué era un ácido.
No me sonrojé ni balbuceé. No me puse a sudar ni a tartamudear. Siempre he sido y seré un Edena Ruh, y aunque esté drogado y ofuscado, soy actor hasta la médula de los huesos. Lo miré a los ojos y pregunté:
– Es esto, ¿verdad? La botella transparente viene después.
Caudicus me lanzó una mirada larga y reflexiva.
Sonreí de oreja a oreja.
– Tengo buen ojo para los detalles -dije con petulancia-. Ya le he visto hacer esto dos veces. Apuesto algo a que si quisiera podría preparar yo mismo la medicina del maer.
Imprimí a mi voz toda la autosuficiencia y la ignorancia que pude. Eso es lo que de verdad distingue a la nobleza: el convencimiento de que pueden hacer cualquier cosa, ya sea teñir pieles, herrar un caballo, manejar un torno de cerámica, arar un campo… Solo necesitan querer hacerlo.
Caudicus volvió a mirarme con detenimiento y empezó a medir el ácido.
– Sí, supongo que podrías, joven señor.
Tres minutos más tarde, recorría el pasillo con el frasco caliente de medicina en la palma sudorosa de la mano. Apenas me importaba si había conseguido engañar a Caudicus o no. Lo que me importaba era que, por alguna razón, él sospechaba de mí.
Stapes me abrió la puerta de los aposentos del maer; entré y noté que su mirada se clavaba como dardos en mi espalda. Alveron me ignoró mientras yo vertía la nueva dosis de veneno en los bebederos de los zunzunes. Los hermosos pajarillos revoloteaban en la jaula con una energía exasperante.
Volví a mis habitaciones por el camino más largo, tratando de hacerme una idea más detallada de la distribución del palacio del maer. Ya tenía medio planeada mi ruta de escape, pero las sospechas de Caudicus me animaron a darle los últimos retoques. Si los zunzunes no empezaban a morirse al día siguiente, seguramente lo mejor que podría hacer sería desaparecer de Severen cuanto antes y con la máxima discreción.
Más tarde esa misma noche, convencido de que el maer ya no me llamaría, salí por la ventana de mi habitación y me dediqué a explorar concienzudamente los jardines. A aquellas horas no había guardias, pero sí tuve que esquivar a media docena de parejas que paseaban a la luz de la luna. Vi a otras dos sentadas, conversando en actitud romántica, una en una enramada y otra en un cenador. Estuve a punto de pisar a una última pareja al intentar atajar cruzando un seto. Ni estaban paseando ni conversando en el sentido convencional, pero estaban entregados a actividades románticas. Ni siquiera me vieron.
Al final conseguí llegar al tejado. Desde allí veía los terrenos que rodeaban el palacio. El lado occidental estaba descartado, desde luego, pues lindaba con el borde del Tajo, pero yo sabía que tenía que haber otras rutas de escape.
Mientras exploraba el extremo meridional de la finca, vi luces encendidas en una de las torres. Es más, tenían el característico tono rojizo de las lámparas simpáticas. Caudicus todavía estaba despierto.
Me acerqué a aquella torre y me arriesgué a asomarme para ver el interior. Caudicus no solo estaba trabajando hasta tarde, sino que estaba hablando con alguien. Estiré el cuello, pero no vi con quién hablaba. Además, la ventana estaba emplomada, de modo que no oí nada.
Iba a desplazarme hasta otra ventana cuando Caudicus se levantó y empezó a caminar hacia la puerta. La otra persona apareció entonces, y pese al pronunciado ángulo, reconocí la figura corpulenta y sin pretensiones de Stapes.
Era evidente que Stapes estaba exaltado por algo. Hizo un ademán enfático con una mano, mientras su semblante reflejaba una seriedad rotunda. Caudicus asintió varias veces antes de abrir la puerta y dejar salir al valet.
Me fijé en que Stapes no llevaba nada en las manos cuando salió de la habitación de Caudicus. No había ido allí a buscar la medicina del maer. Tampoco había ido para pedir prestado un libro. Stapes había ido a altas horas de la noche a las habitaciones de Caudicus para mantener una conversación privada con el hombre que trataba de asesinar al maer.