Capítulo 36

Pese a saber todo eso

Transcurrieron los días, e invité a Wil y a Sim a ir a Imre para celebrar el éxito de nuestra campaña contra Ambrose.

Dada mi afición al sounten, yo no era un gran bebedor, pero Wil y Sim tuvieron la amabilidad de enseñarme las claves de ese arte. Visitamos diferentes tabernas, por cambiar un poco, pero al final acabamos en el Eolio. Yo lo prefería por la música, Simmon por las mujeres y Wilem porque allí servían scutten.

Cuando me pidieron que subiera al escenario estaba moderadamente cocido, pero hace falta algo más que un poco de alcohol para que me fallen los dedos. Para demostrar que no estaba borracho, toqué «Tres trasiegan tragos», una canción que ya cuesta interpretar cuando estás completamente sobrio.

Al público le encantó, y expresó debidamente su agradecimiento. Y como aquella noche no bebí sounten, no recuerdo mucho más de la velada.

Salimos los tres juntos del Eolio y emprendimos el largo camino de regreso. El aire frío anunciaba la proximidad del invierno, pero éramos jóvenes y el alcohol nos calentaba por dentro. Una ráfaga de viento me abrió la capa e inspiré hondo, feliz.

Entonces el pánico se apoderó de mí.

– ¿Dónde está mi laúd? -pregunté, exaltado.

– Se lo has dejado a Stanchion en el Eolio -me recordó Wilem-. Temía que tropezases con él y te partieras el cuello.

Simmon se había parado en medio del camino. Choqué con él, perdí el equilibrio y me caí al suelo. Simmon apenas pareció darse cuenta.

– Bueno -dijo, muy serio-, ahora no me veo con ánimos para eso.

El Puente de Piedra se alzaba ante nosotros: sesenta metros de longitud, con un arco de una altura equivalente a cinco plantas sobre el río. Formaba parte del Gran Camino de Piedra, recto como un clavo, plano como una tabla y más viejo que Dios. Yo sabía que pesaba más que una montaña. Sabía que tenía un parapeto de un metro de alto a lo largo de ambos bordes.

Pese a saber todo eso, la idea de cruzarlo me producía un profundo desasosiego. Me levanté del suelo con dificultad.

Mientras los tres examinábamos el puente, Wilem empezó a inclinarse lentamente hacia un lado. Estiré un brazo para enderezarlo, y al mismo tiempo Simmon me cogió por el brazo, aunque no supe si lo hacía para ayudarme o para sujetarse a mí.

– Ahora no me veo con ánimos para eso -repitió Simmon.

– Allí hay un sitio para sentarse -observó Wilem-. Kella trelle turen navor ka.

Simmon y yo contuvimos la risa, y Wilem nos guió entre los árboles hasta un pequeño claro que había a solo quince metros de la entrada del puente. Me llevé una sorpresa al ver un alto itinolito apuntando al cielo en medio del calvero.

Wil entró en el claro como si lo conociera muy bien. Yo lo hice más despacio, mirando alrededor con curiosidad. Los itinolitos tienen algo especial para los artistas de troupe, y verlo me produjo una mezcla de sensaciones.

Simmon se dejó caer en la densa alfombra de hierba mientras Wilem apoyaba la espalda en el tronco inclinado de un abedul. Fui hasta el itinolito y lo toqué con las yemas de los dedos. Estaba caliente al tacto, y me resultaba familiar.

– No empujes esa cosa -dijo Simmon, inquieto-. Se puede caer.

Me reí.

– Esta piedra lleva mil años aquí, Sim. Dudo mucho que mi aliento le haga daño alguno.

– No importa, apártate. Esas cosas no son nada buenas.

– Es un itinolito -dije, y le di una palmadita-. Señalan los caminos antiguos. En todo caso, estamos más seguros a su lado. Los itinolitos señalan los lugares seguros. Eso lo sabe todo el mundo.

– Son reliquias paganas -me contradijo Simmon sacudiendo la cabeza con testarudez.

– Me juego una iota a que tengo razón -le provoqué.

– ¡Ja! -Sim, que seguía tumbado boca arriba, levantó una mano. Me acerqué y entrechoque mi palma con la suya, formalizando nuestra apuesta-. Mañana podemos ir al Archivo a comprobarlo.

Me senté junto al itinolito, y cuando estaba empezando a relajarme, me invadió un pánico repentino.

– ¡Cuerpo de Dios! -exclamé-. ¡Mi laúd! -Intenté levantarme, pero no pude, y estuve a punto de abrirme el cráneo al golpearme contra el itinolito.

Simmon quiso incorporarse y tranquilizarme, pero cayó con torpeza hacia un lado y se puso a reír a carcajadas.

– ¡No tiene gracia! -grité.

– Está en el Eolio -dijo Wilem-. Ya nos lo has preguntado cuatro veces desde que hemos salido.

– No es verdad -dije con más convicción de la que sentía en realidad. Me froté la parte de la cabeza que me había golpeado contra el itinolito.

– No tienes por qué avergonzarte. -Wilem agitó una mano para enfatizar sus palabras-. Es propio del ser humano pensar en lo que tiene muy cerca del corazón.

– Me han contado que Kilvin pilló una cogorza en La Espita hace un par de meses y no paraba de hablar de su nueva lámpara fría de azufre -intervino Simmon.

Wil dio un resoplido.

– Lorren daría la lata sobre la forma correcta de guardar los libros en los estantes. «Cógelo por el lomo. Cógelo por el lomo.» -Gruñía y hacía como si agarrara algo con ambas manos-. Si le oigo decir eso una sola vez más, creo que lo cogeré a él por el lomo.

De pronto recordé una cosa.

– Tehlu misericordioso -dije, aterrorizado-. ¿Esta noche he cantado «Calderero, curtidor» en el Eolio?

– Sí -confirmó Simmon-. Y por cierto, no sabía que tuviera tantas estrofas.

Arrugué la frente y traté desesperadamente de recordar.

– ¿He cantado la estrofa del tehlino y la oveja?

No era una estrofa muy apropiada cuando había gente importante entre el público.

– No -dijo Wilem.

– Menos mal -dije, aliviado.

– Era una cabra -consiguió decir Wilem con seriedad, y a continuación rompió a reír a carcajadas.

– «¡… en la túnica del tehlino!» -cantó Simmon, y unió sus risas a las de Wilem.

– ¡No, no, no! -me lamenté, y me cogí la cabeza con ambas manos-. Mi madre hacía dormir a mi padre bajo el carromato cuando cantaba esa canción en público. Cuando vuelva a ver a Stanchion, me dará con un bastón y me quitará el caramillo.

– Pues les ha encantado -me tranquilizó Simmon.

– Y yo he visto a Stanchion coreándola -añadió Wilem-. El también tenía la nariz un poco roja.

Hubo un momento de agradable silencio.

– ¿Kvothe? -dijo entonces Simmon.

– ¿Sí?

– ¿Es verdad que eres un Edena Ruh?

Esa pregunta me pilló desprevenido. Normalmente me habría puesto en guardia, pero en ese momento no sabía muy bien cómo tomármela.

– ¿Importa mucho?

– No. Solo me lo preguntaba.

– Ya. -Seguí contemplando las estrellas un rato-. ¿Y qué te preguntabas?

– Nada en concreto. Ambrose te ha llamado Ruh un par de veces, pero también te ha llamado otras cosas insultantes.

– Eso no es un insulto -puntualicé.

– Me refiero a que te ha llamado cosas que no eran verdad -se apresuró a decir Simmon-. Nunca hablas de tu familia, pero a veces has dicho cosas que me han dejado intrigado. -Encogió los hombros; seguía tumbado boca arriba, contemplando las estrellas-. Nunca he conocido a ningún Edena. Bueno, nunca he conocido bien a ninguno.

– Lo que cuentan no es cierto -dije-. No robamos niños, ni adoramos a dioses oscuros ni nada parecido.

– Nunca me he creído esas cosas -dijo él con desdén, y añadió-: Pero algunas de las cosas que cuentan deben de ser verdad. Nunca he oído a nadie tocar como tú.

– Eso no tiene nada que ver con ser un Edena Ruh -repuse, pero luego me lo pensé mejor-. Bueno, quizá sí, un poco.

– ¿Sabes bailar? -preguntó Wilem, que hasta ese momento había permanecido muy callado.

Si ese comentario lo hubiera hecho cualquier otra persona, o el propio Wil en otro momento, seguramente habría provocado una pelea.

– Así es como la gente nos imagina. Tocando caramillos y violines. Bailando alrededor de las fogatas. Cuando no estamos robando cualquier cosa que no esté sujeta con clavos, claro. -El tono de mi voz adquirió un deje amargo cuando dije-: Ser un Edena Ruh no tiene nada que ver con eso.

– Entonces, ¿en qué consiste? -preguntó Simmon.

Reflexioné un momento, pero mi aturdido cerebro no estaba por la labor.

– En realidad somos gente normal y corriente -dije por fin-. Solo que nunca permanecemos mucho tiempo en un mismo sitio y que todo el mundo nos odia.

Nos quedamos los tres contemplando el cielo en silencio.

– ¿Es verdad que lo hacía dormir bajo el carromato? -preguntó Simmon.

– ¿Qué?

– Has dicho que tu madre hacía dormir a tu padre bajo el carromato cuando cantaba la estrofa de la oveja. ¿Es verdad?

– Básicamente es una expresión metafórica -dije-. Pero una vez lo hizo.

No pensaba mucho en mi pasado con la troupe, cuando mis padres todavía vivían. Evitaba hablar del tema del mismo modo que un lisiado aprende a no cargar el peso del cuerpo sobre su pierna mala. Pero la pregunta de Sim hizo emerger un recuerdo del fondo de mi memoria.

– No fue por cantar «Calderero, curtidor» -me sorprendí explicando-. Fue por cantar una canción que mi padre había escrito sobre ella…

Me interrumpí un momento. Y entonces lo dije:

– Sobre Laurian.

Era la primera vez desde hacía muchos años que pronunciaba el nombre de mi madre. La primera vez desde su muerte. Me produjo una sensación extraña en la boca.

Y entonces, sin proponérmelo, me puse a cantar:

Mi morena Laurian, de Arliden esposa,

tiene el rostro afilado de una raposa

y la voz erizada de una hechicera,

pero lleva las cuentas como una usurera.

Mi dulce contable de cocinar no sabe,

pero con el ábaco no hay quien la gane.

Aun con todos sus defectos, lo confieso,

ya me valdrá

que mi señora

no cuente de menos…

Me sentí extrañamente entumecido, desconectado de mi propio cuerpo. Curiosamente, aunque era un recuerdo muy vivido, no era doloroso.

– No me extraña que tu madre hiciera dormir a tu padre bajo el carromato -dijo Wilem con gravedad.

– No era por eso -me oí decir-. Ella era hermosa, y ambos lo sabían. Se chinchaban el uno al otro continuamente. Era la métrica. Ella no soportaba aquella pésima métrica.

Nunca hablaba de mis padres, y referirme a ellos en pasado me hizo sentir incómodo. Desleal. A Wil y a Simmon no les sorprendió mi revelación. Cualquiera que me conociese debía de saber que no tenía familia. Nunca había contado nada, pero ellos eran buenos amigos. Ellos sí sabían.

– En Atur los hombres duermen en las perreras cuando sus esposas se enfadan -dijo Simmon llevando la conversación a un terreno más seguro.

– Melosi rehu eda Stiti -murmuró Wilem.

– ¡En atur! -gritó Simmon, risueño-. ¡No hables en esa lengua de asnos!

– ¿Eda Stiti? -repetí-. ¿Dormís junto al fuego?

Wilem asintió con la cabeza.

– Permíteme elevar una queja formal por lo rápido que has aprendido siaru -dijo Sim levantando un dedo-. Yo tuve que estudiar un año para entender algo. ¡Un año! A ti te ha bastado con un bimestre.

– Aprendí mucho cuando era pequeño -dije-. Este bimestre no he hecho más que pulirlo.

– Tú tienes mejor acento -le aseguró Wil a Simmon-. Kvothe parece un comerciante del sur, es muy basto. Tu siaru suena mucho más refinado.

Eso aplacó a Sim.

– Junto al fuego -repitió-. ¿No os parece raro que tengan que ser siempre los hombres quienes vayan a dormir a otro sitio?

– Es evidente que las mujeres controlan la cama -dije.

– No es una idea desagradable -dijo Wil-. Depende de la mujer.

– Distrel es guapa -dijo Sim.

– Keh -repuso Wil-. Demasiado pálida. Fela.

– Fela juega en otra liga -dijo Simmon sacudiendo la cabeza con pesar.

– Es modegana -dijo Wilem, y compuso una sonrisa casi diabólica.

– Ah, ¿sí? -preguntó Sim. Wil asintió; nunca lo había visto sonreír tan abiertamente. Sim suspiró desconsolado-. Claro. Qué mala suerte. Además de ser la mujer más hermosa de la Mancomunidad, resulta que es modegana.

– Acepto que digas que es la chica más guapa al otro lado del río -le corregí-. Porque en este lado está…

– Ya nos has recordado lo guapa que es tu Denna -me interrumpió Wil-. Cinco veces.

– Mira -terció Simmon con repentina seriedad-, tienes que dar el paso. Es evidente que a Denna le interesas.

– Nunca me lo ha dicho.

– Las mujeres nunca te dicen que les interesas. -Simmon se rió de lo absurdo de esa idea-. Hay pequeños juegos. Es como una danza. -Levantó ambas manos e hizo como si hablaran una con otra-. «Oh, qué bien que te encuentro aquí.» «Ah, hola. Iba a comer algo.» «Qué casualidad, yo también. ¿Me dejas que te lleve los libros?»

Levanté una mano para hacerle callar.

– ¿Por qué no pasamos al final de ese espectáculo de marionetas, cuando te pasas un ciclo sollozando con la nariz metida en una jarra de cerveza?

Simmon me miró con el ceño fruncido. Wilem se rió.

– Tiene toda una corte de pretendientes -continué-. Vienen y van como… -Intenté buscar una analogía, pero no la encontré-. Prefiero que seamos amigos.

– Prefieres estar cerca de su corazón -dijo Wilem sin dar a su voz ninguna entonación en particular-. Prefieres ser feliz en sus brazos. Pero temes que te rechace. Te da miedo que se ría de ti y que quedes en ridículo. -Wilem encogió los hombros-. No eres el primero al que le pasa. No tienes de qué avergonzarte.

Wilem había dado en el blanco, mal que me pesara, y me quedé un buen rato sin saber qué decir.

– Me gustaría -admití en voz baja-. Pero no quiero dar nada por hecho. He visto lo que les pasa a los hombres que dan demasiado por hecho y que se aferran a ella.

Wilem asintió con solemnidad.

– Te regaló el estuche del laúd -dijo Sim para animarme-. Eso tiene que significar algo.

– Pero ¿qué significa? -pregunté-. Da la impresión de que le intereso, pero ¿y si solo son ilusiones mías? Todos esos otros hombres también deben de pensar que le interesan. Pero es evidente que se equivocan. ¿Y si yo también me equivoco?

– Si no lo pruebas, nunca lo sabrás -dijo Sim con cierta amargura-. Eso es lo que suelo decirme yo. Pero ¿sabes qué? No sirve de nada. Las persigo, y ellas me echan de una patada, como si fuera un perro que se acerca a pedir a la mesa. Estoy harto de esforzarme tanto. -Dio un hondo suspiro; seguía tumbado boca arriba-. Lo único que quiero es gustarle a alguien.

– Yo solo quiero una señal clara -dije.

– Yo quiero un caballo mágico que me quepa en el bolsillo -dijo Wil-. Y un anillo de ámbar rojo que me confiera poder contra los demonios. Y provisiones inagotables de pasteles.

Hubo otro momento de cómodo silencio. El viento susurraba entre los árboles.

– Dicen que los Ruh conocen todas las historias del mundo -dijo Simmon al cabo de un rato.

– Seguramente es cierto -admití.

– Cuéntanos una -dijo él.

Lo miré con los ojos entornados.

– No me mires así -protestó él-. Me apetece oír una historia, nada más.

– Nos falta entretenimiento -aportó Wilem.

– Está bien. Dejadme pensar. -Cerré los ojos, y surgió de mi memoria una historia en que aparecían los Amyr. No me extrañó. Desde que Nina me había encontrado, no había dejado de pensar en ellos.

Me incorporé.

– Muy bien. -Inspiré e hice una pausa-. Si tenéis que mear, id ahora. No me gusta tener que parar a la mitad.

Silencio.

– Vale. -Carraspeé-. Hay un lugar que muy poca gente conoce. Un lugar extraño llamado Faeriniel. Si crees en lo que cuentan las historias, hay dos cosas que hacen que Faeriniel sea un sitio único. En primer lugar, es a donde van a parar todos los caminos del mundo. Y segundo, es un lugar que ningún hombre ha encontrado buscándolo. No es un lugar al que puedas viajar, sino un lugar por el que pasas cuando vas de camino a algún otro sitio.

»Dicen que cualquiera que viaje el tiempo suficiente llegará allí. Esta es una historia de ese lugar, y de un anciano que viajaba por un largo camino, y de una larga y solitaria noche sin luna…

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