Capítulo 126

La primera piedra

Pasé los tres días siguientes con Magwyn. No fue muy duro, sobre todo teniendo en cuenta que todavía no se me había curado la herida de la mano izquierda, de modo que mi capacidad para hablar y luchar estaba muy limitada.

Me gusta pensar que no lo hice mal del todo. Memorizar una obra de teatro entera me habría costado menos. Una obra de teatro encaja como un rompecabezas. El diálogo sube y baja constantemente; la historia tiene su propia forma.

Pero lo que aprendí con Magwyn no era más que una larga sarta de nombres desconocidos y sucesos inconexos. Era una lista de la lavandería disfrazada de relato.

Aun así, me la aprendí de memoria. A última hora de la noche del tercer día se la recité a Magwyn sin fallar ni una sola vez. Lo que más me costó fue no cantar al recitarla. La música traslada las palabras a kilómetros de distancia, la hace llegar al corazón y a la memoria. Memorizar la historia de Cesura resultó mucho más fácil cuando empecé a adaptarla mentalmente a la melodía de una antigua balada víntica.

A la mañana siguiente Magwyn me pidió que la recitara una vez más. Lo hice, y entonces le escribió una nota a Shehyn, la selló con cera y me echó de su cueva.

– No esperábamos que Magwyn acabara tan pronto contigo -dijo Shehyn al leer la nota-. Vashet ha ido a Feant y no volverá hasta dentro de un par de días como mínimo.

Eso significaba que había memorizado el aitas en dos días menos de lo que habían calculado. Eso me hizo sentir un orgullo considerable.

Shehyn me miró la mano izquierda y arrugó ligeramente la frente.

– ¿Cuándo te han quitado el vendaje? -preguntó.

– Como no te encontraba -dije-, he ido a visitar a Daeln. Me ha dicho que la herida ha cicatrizado muy bien. -Doblé los dedos de la mano, ya sin vendaje, e hice el signo de alivio y dicha-. Apenas noto rigidez en la piel, y Daeln me ha asegurado que, con unos cuidados mínimos, incluso eso desaparecerá pronto.

Miré a Shehyn esperando algún gesto de aprobación o satisfacción. Pero lo que vi fue el signo de irritación exasperada.

– ¿He hecho algo mal? -pregunté. Pesar y confusión. Disculpa.

Shehyn me señaló la mano.

– Habría sido una buena excusa para aplazar tu juicio de las piedras -dijo. Resignación irritada-. Ahora tendremos que hacerlo hoy, aunque no esté Vashet.

Sentí que la angustia volvía a instalarse en mí, como si un pájaro negro me hincara las garras en los músculos del cuello y de los hombros. Había creído que aquella tediosa memorización era la última prueba a que tendría que someterme, pero por lo visto todavía faltaba el último zapatazo. Además, no me gustó nada cómo sonó aquello de «juicio de las piedras».

– Ven a verme después de comer -dijo Shehyn. Autorización para retirarse-. Vete. Tengo que hacer muchos preparativos.

Fui a buscar a Penthe. Ella era la única persona, aparte de Vashet, con la que tenía suficiente confianza para preguntarle en qué consistía el inminente juicio.

Pero Penthe no estaba en su casa, ni en la escuela ni en los baños. Al final desistí; calenté y realicé mi Ketan, primero con Cesura, y luego sin ella. A continuación fui a los baños y me lavé a fondo para quitarme de encima el recuerdo de aquellos tres días sentado en una cueva sin hacer nada.

Cuando fui a ver a Shehyn después de comer, me estaba esperando con su espada de madera labrada. Miró mis manos vacías e hizo un gesto de exasperación.

– ¿Dónde está tu espada de entrenamiento?

– En mi habitación -contesté-. No sabía que iba a necesitarla.

– Ve corriendo a buscarla -me ordenó-. Te espero en el cerro de las piedras.

– Shehyn -dije, súplica apremiante-, no sé dónde está eso. No sé nada del juicio de las piedras.

Sorpresa.

– ¿Vashet no te lo ha contado? -Incredulidad.

Negué con la cabeza. Sincera disculpa.

– Estábamos concentrados en otras cosas.

Exasperación.

– Pues es bien sencillo -dijo-. Primero recitarás el aitas de Saicere ante todos los reunidos. Luego escalarás el cerro. En la primera piedra pelearás con un miembro de la escuela con rango de primera piedra. Si le ganas, seguirás escalando y pelearás con otro en la segunda piedra.

Shehyn me miró.

– En tu caso, se trata de una formalidad. Ocasionalmente, ingresa en la escuela algún alumno por su talento excepcional. Vashet, por ejemplo, consiguió la segunda piedra en su primer juicio. -Sinceridad sin tapujos-. Tú no lo eres. Tu Ketan todavía deja mucho que desear, y no debes esperar ganar ni siquiera la primera piedra. El cerro de las piedras está al este de los baños. -Hizo el signo de date prisa.

Cuando llegué al pie del cerro de las piedras había un centenar de personas esperando. Las camisas y los pantalones de tejido artesanal gris y de colores apagados superaban ampliamente a los rojos de mercenario, y el débil murmullo de las conversaciones se oía desde lejos.

No era un cerro muy alto ni muy empinado, pero el sendero que conducía hasta la cima describía una serie de curvas muy pronunciadas. En cada esquina había un terreno llano y despejado con un gran bloque de piedra gris. Había cuatro esquinas, cuatro piedras y cuatro mercenarios con camisa roja. En la cima se alzaba un alto itinolito, familiar como un viejo amigo. A su lado había una figura menuda vestida de un blanco deslumbrante.

Al acercarme, la brisa me trajo el olor a castañas asadas. Entonces me relajé. Aquello tenía algo de espectáculo folclórico. Si bien «juicio de las piedras» sonaba intimidante, dudaba mucho que fueran a machacarme ante un público tan nutrido mientras alguien vendía castañas asadas.

Me abrí paso entre la muchedumbre y me acerqué al pie del cerro. Vi que la que estaba junto al itinolito era Shehyn. También reconocí la cara en forma de corazón y la larga trenza de Penthe en la tercera piedra.

La gente se apartaba para dejarme llegar hasta el pie del cerro. Con el rabillo del ojo percibí a una figura con el rojo de mercenario que corría hacia mí. Me di la vuelta, alarmado, y vi que era Tempi. Vino a toda prisa e hizo el signo de saludo entusiasta.

Contuve el impulso de sonreír y gritar su nombre, y me limité a hacer el signo de emocionado y alegre.

Tempi se plantó enfrente de mí, me agarró por el hombro y me zarandeó alegremente, como si quisiera felicitarme. Pero en su mirada había una intensidad extraña. Con la mano cerca del pecho dijo engaño de modo que solo yo pudiera verlo.

– Escúchame -dijo en voz baja-, no puedes ganar esta pelea.

– No te preocupes. -Tranquilizador-. Shehyn piensa lo mismo que tú, pero quizá os llevéis una sorpresa.

Tempi me apretó más el hombro, hasta hacerme daño.

– Escúchame -susurró-, mira quién está en la primera piedra.

Mire más allá de su hombro. Era Carceret. Sus ojos parecían dagas.

– Está llena de rabia -dijo Tempi, e hizo el signo de cariño tierno para que los demás pudieran verlo-. Por si fuera poco que te hayan permitido ingresar en la escuela, te han dado la espada de su madre.

Esa noticia me cortó la respiración. Rescaté de mi memoria el último fragmento del aitas.

– ¿Larel era la madre de Carceret? -pregunté.

Tempi me pasó la mano derecha por el pelo en un gesto afectuoso.

– Sí. Está furiosa. Me temo que le gustaría mutilarte, aunque la echaran de la escuela.

Asentí con la cabeza con seriedad.

– Intentará desarmarte. Ten cuidado. No forcejees. Si te inmoviliza con Oso Dormido o Círculo con las Manos, ríndete enseguida. Si es necesario, grita. Si vacilas o intentas apartarte de ella, te romperá el brazo o te lo arrancará del hombro. La he oído cuando se lo decía a su hermana hace menos de una hora.

De pronto Tempi se alejó de mí e hizo el gesto de respeto deferente.

Noté unos golpecitos en el brazo y al volverme vi el arrugado rostro de Magwyn.

– Ven -dijo con serena autoridad-. Es la hora.

La seguí. Mientras andábamos, todos los que se habían congregado allí le hicieron algún signo de respeto. Magwyn me condujo hasta el sitio donde empezaba el sendero. Había un bloque de piedra gris un poco más alto que mi rodilla e idéntico a los otros que había en cada esquina donde torcía el sendero.

La anciana me hizo una seña para que me subiera a la piedra. Contemplé al grupo de Adem y tuve un momento de pánico escénico sin precedentes.

Me agaché un poco y, nervioso, pregunté en voz baja a Magwyn:

– ¿Es correcto que suba la voz para recitarlo? No quiero ofender a nadie, pero si no hablo en voz alta, los que están al fondo no me oirán.

Magwyn me sonrió por primera vez, y de pronto su arrugado rostro adquirió una dulzura inusitada. Me dio unas palmaditas en la mano.

– Aquí nadie se ofenderá si hablas en voz alta -me dijo, e hizo el signo de atenta moderación-. Dame.

Me desabroché la vaina de Saicere y se la entregué. Entonces Magwyn me instó a subir a la piedra.

Recité el aitas bajo la atenta mirada de Magwyn. Confiaba en mi memoria, pero aun así fue terrible. Me preguntaba qué pasaría si me saltaba a algún dueño o me equivocaba al mencionar algún nombre.

Recitar el aitas completo me llevó casi una hora, y los Adem escucharon en medio de un silencio sobrecogedor. Cuando terminé, Magwyn me ofreció su mano y me ayudó a bajar de la piedra, como si ayudara a una dama a apearse de un carruaje. Entonces señaló el cerro que se erguía ante nosotros.

Me sequé el sudor de la mano y así el puño de madera de mi espada de entrenamiento al mismo tiempo que enfilaba el sendero. Carceret llevaba la camisa roja fuertemente ceñida a los brazos y los anchos hombros. Las correas de piel que utilizaba eran más anchas y más gruesas que las de Tempi. Además parecían de un rojo más intenso; quizá las hubiera teñido especialmente para aquella ocasión. Al acercarme, vi en su cara los vestigios de un ojo morado.

En cuanto se dio cuenta de que la miraba, Carceret tiró su espada de madera al suelo con un movimiento lento y exagerado. Hizo el signo de desdén, lo bastante amplio para que pudieran verlo todos, hasta los que estaban al fondo.

Un murmullo recorrió la multitud, y paré de andar sin saber muy bien qué hacer. Pensé un momento, dejé mi espada de entrenamiento en el suelo y seguí caminando.

Carceret me estaba esperando en el centro de un círculo de terreno llano, cubierto de hierba, de unos diez metros de diámetro. El suelo era blando, y en circunstancias normales no me habría preocupado que me derribaran. En circunstancias normales. Vashet me había enseñado la diferencia entre tirar a alguien al suelo y tirar a alguien contra el suelo. Lo primero era lo que hacías durante un combate civilizado. Lo segundo era lo que hacías durante una pelea de verdad, donde la intención era mutilar o matar a tu oponente.

Antes de acercarme demasiado, adopté la postura de combate con que ya me estaba familiarizando. Levanté las manos, doblé las rodillas y contuve el impulso de ponerme de puntillas, pues sabía que me sentiría más rápido y reduciría mi equilibrio. Inspiré hondo y avancé poco a poco hacia Carceret.

Carceret adoptó una postura similar, y cuando me estaba aproximando a los límites de su alcance, hizo un amago hacia mí. No fue más que una leve sacudida de la mano y el hombro, pero con lo nervioso que estaba, mordí el anzuelo y me aparté corriendo, como un conejo asustado.

Carceret bajó las manos y se irguió, abandonando la postura de lucha. Hizo un amplio signo de diversión, y luego el de invitación. Entonces me hizo señas con ambas manos para que me acercara. Oí risas entre el público.

Pese a que la actitud de Carceret era humillante, quise aprovecharme de que hubiera bajado la guardia. Avancé e hice un prudente intento de Manos como Cuchillos. Demasiado prudente, porque Carceret lo esquivó sin necesidad de levantar siquiera las manos.

Sabía que Carceret me aventajaba mucho como luchadora. Eso significaba que mi única esperanza era sacar partido de sus exaltadas emociones. Si conseguía enfurecerla, quizá cometiera algún error. Si cometía algún error, quizá pudiera vencerla.

– El primero fue Chael -dije, y le dediqué mi sonrisa más amplia y más bárbara.

Carceret dio medio paso adelante.

– Voy a destrozarte esas bonitas manos -susurró en un atur impecable. Mientras hablaba, estiró un brazo e hizo ademán de agarrarme con saña.

Estaba intentando asustarme, hacerme retroceder y perder el equilibrio. Y sinceramente, el veneno de su voz me incitó a hacer precisamente eso.

Pero estaba preparado. Resistí mi reflejo de dar un paso atrás. Y al hacerlo, me quedé quieto un momento, sin avanzar ni retirarme.

Evidentemente, eso era lo que Carceret esperaba en realidad: un momento de vacilación por mi parte, al contener el impulso de huir. Con un solo paso, se me acercó y me agarró por la muñeca con una mano dura como una abrazadera de hierro.

Sin pensar, hice aquella extraña versión a dos manos de Romper León que me había enseñado Celean. Era un movimiento perfecto para una niña pequeña que peleara contra un adulto, o para un músico en desventaja que tratara de escapar de un mercenario Adem.

Recuperé el control de mi mano, y aquel movimiento tan poco ortodoxo sorprendió ligeramente a Carceret. Me aproveché y arremetí rápidamente contra ella con Sembrar Cebada, y mis nudillos golpearon con fuerza la parte interna de su bíceps.

No imprimí mucha fuerza al puñetazo; estábamos demasiado cerca para eso. Pero si conseguía golpear adecuadamente en el nervio, el golpe le dejaría la mano dormida. Con eso, no solo se le debilitaría el lado izquierdo del cuerpo, sino que dificultaría todos sus movimientos a dos manos del Ketan. Era una ventaja considerable.

Como todavía estaba muy cerca de Carceret, después de Sembrar Cebada me apresuré a hacer Rueda de Molino y le di un breve pero firme empujón con objeto de hacerle perder el equilibrio. Conseguí ponerle ambas manos encima, y hasta le hice retroceder quizá diez centímetros, pero Carceret mantuvo el equilibrio sin dificultad.

Entonces le vi los ojos. Cuando habíamos empezado a pelear, me había parecido que estaba enfadada, pero eso no era nada con cómo estaba ahora. Había conseguido golpearla, y no una sola vez, sino dos. Un bárbaro con menos de dos meses de instrucción la había golpeado dos veces ante toda la escuela.

No puedo describir la expresión de Carceret. Y aunque pudiera, no conseguiría transmitir la realidad, pues su cara era casi absolutamente inexpresiva. Pero os aseguro una cosa: jamás había visto a nadie tan furioso. Ni a Ambrose. Ni a Hemme. Ni a Denna cuando critiqué su canción, ni al maer cuando lo desafié. Esas iras eran pálidas velas comparadas con la fragua que ardía en los ojos de Carceret.

Sin embargo, incluso en pleno arrebato de ira, Carceret se controlaba a la perfección. No me golpeó a la desesperada, ni me gruñó. Se guardaba las palabras dentro, donde ardían como combustible.

Yo no podía ganar aquella pelea. Pero mis manos se movían automáticamente, adiestradas durante cientos de horas de instrucción para sacar provecho de la proximidad de mi oponente. Di un paso adelante e intenté agarrar a Carceret con Trueno hacia Arriba. Dio sendas sacudidas con las manos y se libró de mi ataque. Entonces me golpeó con Barquero en el Muelle.

Creo que Carceret no esperaba darme. Un contrincante más competente habría esquivado el golpe o lo habría parado. Pero me pilló un poco a contrapié, y por lo tanto en equilibrio precario, y por lo tanto reaccioné despacio, y por lo tanto su pie me dio en el estómago y me empujó.

Barquero en el Muelle no es una patada rápida pensada para romper los huesos. Es una patada que empuja al oponente y le hace perder el equilibrio. Como mi equilibrio ya era precario, lo que hizo fue derribarme. Me caí de espaldas, aparatosamente; rodé sobre mí mismo y me paré en medio de un amasijo de brazos y piernas.

Debió de haber quien pensara que había caído mal y estaba demasiado aturdido para ponerme en pie deprisa y seguir peleando. Otros quizá creyeran que, pese a haber sido una caída aparatosa, no había sido tan dura, y que sin duda había podido levantarme después de caídas peores.

Personalmente, creo que la línea que separa el aturdimiento de una sabia prudencia es a veces muy fina. Y creo que dejaré que decidáis cuán fina vosotros mismos.

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