Capítulo 66

Al alcance de la mano

Un poco más tarde, esa misma noche, me quedé a solas en lo que suponía que debía de ser mi salón. O quizá fuera mi sala de estar. Sinceramente, no estaba muy seguro de qué diferencia había entre una cosa y otra.

Contrariamente a lo que esperaba, mis nuevas habitaciones me gustaban mucho. Y no porque fueran más amplias. Ni porque tuvieran mejores vistas del jardín. Ni porque el dibujo del suelo de mármol fuera más agradable a la vista. Ni siquiera porque la habitación tuviera su propio mueble de las bebidas, excelentemente abastecido, aunque ese era un detalle muy atractivo.

No. Mis nuevas habitaciones me gustaban más porque tenían varias sillas de asiento acolchado pero sin brazos que resultaban perfectas para tocar el laúd. Es incómodo tocar mucho rato en una silla con brazos. En la otra habitación, la mayoría de las veces acababa sentándome en el suelo.

Decidí llamar «laudería» a la habitación con esas sillas tan cómodas. O quizá «cámara de interpretación». Necesitaría tiempo para dar con algo suficientemente pedante.

Huelga decir que estaba encantado con el reciente giro de los acontecimientos. Para celebrarlo, abrí una botella de excelente vino tinto de Feloran, me relajé y saqué el laúd del estuche.

Empecé a tocar deprisa, automáticamente, interpretando «Tintatatornin» para calentar los dedos. Luego toqué dulce y sencillo un rato, reencontrándome poco a poco con mi laúd. Cuando llevaba tocando el tiempo que tardé en beberme media botella, me sentía muy a gusto y mi música sonaba sosegada y satisfecha como un gato tumbado al sol.

Entonces fue cuando oí el ruido a mis espaldas. Dejé de tocar de golpe, desmontando un acorde, y me puse rápidamente en pie temiendo encontrar a Caudicus, o a los guardias, o cualquier otro grave peligro.

Pero encontré al maer, con una sonrisa de turbación en los labios, como un niño que acaba de gastar una broma.

– Espero que tus nuevas habitaciones sean de tu agrado.

Me recompuse e hice una pequeña reverencia.

– Son excesivas para alguien como yo, excelencia.

– Son insignificantes teniendo en cuenta lo que te debo -replicó Alveron. Se sentó en un diván e hizo un ademán para indicar que podía sentarme si quería-. ¿Qué era eso que estabas tocando?

– En realidad no era una canción, excelencia -dije volviendo a mi silla-. Solo tocaba por tocar.

El maer arqueó una ceja.

– ¿Era de tu invención? -Asentí, y él añadió-: Siento haberte interrumpido. Continúa, por favor.

– ¿Qué le gustaría oír, excelencia?

– Sé de buena fuente que a Meluan Lackless le gustan la música y las palabras dulces -dijo-. Algo en esa línea.

– Hay muchos tipos de dulzura, excelencia -expliqué. Toqué las primeras notas de «Violeta espera», que sonaron ligeras, dulces y tristes. Entonces cambié a «La balada de Savien»; mis dedos se movían deprisa para componer los complejos acordes, arrancándole al laúd un sonido cortante.

Alveron asintió lentamente con la cabeza; a medida que escuchaba, su expresión denotaba una mayor satisfacción.

– Y ¿también sabes componer?

Asentí.

– Sí sé, excelencia. Pero hacer esas cosas como es debido lleva tiempo.

– ¿Cuánto tiempo?

– Un día o dos, o tres. Depende de la clase de canción que desee. Las cartas son más fáciles.

– Me complace comprobar que las alabanzas de Threpe no eran exageradas -dijo el maer inclinándose hacia delante-. Debo reconocer que si te he trasladado a estas habitaciones no ha sido solo para demostrarte mi gratitud. Hay un pasillo que las conecta con mis aposentos. Tendremos que reunimos con frecuencia para hablar de mi cortejo.

– Eso nos ayudará mucho, excelencia -dije, y luego escogí con cuidado mis siguientes palabras-: Me he informado acerca de la historia de la familia de la dama, pero eso no basta para cortejar a una mujer.

Alveron rió.

– Debes de tomarme por necio -dijo con cordialidad-. Ya sé que necesitarás conocerla. Llegará dentro de dos días; viene de visita con otros nobles. He decretado un mes de celebraciones con motivo de mi recuperación de una larga enfermedad.

– Muy listo -lo congratulé.

Alveron se encogió de hombros.

– Organizaré algún encuentro social para que coincidáis. ¿Necesitas algo para la práctica de tu arte?

– Bastará con una provisión generosa de papel, excelencia. Tinta y plumas.

– ¿Nada más? He oído hablar de poetas que necesitan ciertos lujos para ayudarse a componer. -Hizo un gesto ambiguo-. ¿Alguna bebida o algún decorado en especial? Me han hablado de un poeta bastante famoso de Renere que tiene un baúl lleno de manzanas podridas siempre a mano. Cuando le falla la inspiración, abre el baúl y aspira los vapores que desprenden las manzanas.

Me reí.

– Yo soy músico, excelencia. Los poetas son otro cantar. Lo único que necesito es mi instrumento, dos buenas manos y conocer el tema.

Esa idea parecía preocupar a Alveron.

– ¿Seguro que no te faltará nada para inspirarte?

– Le pediría permiso para pasear libremente y a mi antojo por el palacio y por Bajo Severen, excelencia.

– Por supuesto.

– En ese caso, tengo cuanto necesito para inspirarme al alcance de la mano.

La vi nada más llegar a Hojalateros. Después de tanto buscarla en vano los últimos meses, resultaba extraño encontrarla tan fácilmente.

Denna se movía entre la multitud con lenta elegancia. No era la rigidez que pasa por distinción en escenarios selectos, sino una desenvoltura natural. Los gatos no piensan en estirarse, sino que se estiran. Pero los árboles ni siquiera hacen eso. Los árboles simplemente oscilan sin el esfuerzo de moverse. Denna se movía así.

La alcancé tan deprisa como pude sin llamar su atención.

– Disculpe, señorita.

Denna se volvió, y su rostro se iluminó al verme.

– ¿Sí?

– Normalmente nunca abordaría así a una mujer, pero no he podido evitar fijarme en que tiene usted los ojos de una dama de la que una vez estuve locamente enamorado.

– Es una pena amar solo una vez -dijo ella, y su sonrisa traviesa dejó entrever sus blancos dientes-. He oído decir que hay hombres que consiguen amar dos veces, e incluso más.

Ignoré la burla.

– Yo solo he delirado una vez. Nunca volveré a enamorarme.

Denna adoptó una expresión dulce y apoyó suavemente una mano en mi brazo.

– ¡Pobre hombre! Esa mujer debió de hacerle mucho daño.

– Cierto, me hirió de varias maneras.

– Pero eso tan solo era de esperar -dijo con naturalidad-. ¿Cómo no iba a amar una mujer a un hombre tan apuesto como usted?

– No lo sé -dije con modestia-. Pero creo que no me amaba, porque me atrapó con una sonrisa adorable y luego desapareció sin decir palabra. Como el rocío bajo la débil luz del amanecer.

– Como un sueño al despertar -añadió Denna con una sonrisa.

– Como una doncella feérica deslizándose entre los árboles.

Denna se quedó callada un momento.

– Esa mujer debía de ser verdaderamente maravillosa para enamorarlo tanto -dijo entonces mirándome con seriedad.

– Era incomparable.

– ¡Bueno! -Adoptó un tono más jovial-. Todos sabemos que a oscuras todas las mujeres son igual de altas. -Soltó una risita y me hincó el codo en las costillas con complicidad.

– Eso no es cierto -dije con firme convicción.

– Está bien -dijo ella lentamente-. Supongo que tendré que creer lo que me dice. -Volvió a mirarme-. Quizá algún día logre convencerme.

Me sumergí en el castaño profundo de sus ojos.

– Esa ha sido siempre mi gran esperanza.

Denna sonrió, y me dio un vuelco el corazón.

– Mantenía. -Deslizó un brazo en la curva del mío y echó a andar a mi lado-. Porque sin esperanza, ¿qué nos queda?

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