Capítulo 67

El lenguaje de las caras

Me pasé los dos días siguientes bajo la tutela de Stapes, hasta que el valet quedó convencido de que yo conocía todos los detalles de la etiqueta para una cena formal. Estaba familiarizado con el ceremonial desde la infancia, pero agradecí aquel repaso. Las costumbres difieren de un lugar a otro y de un año a otro, y hasta las equivocaciones más insignificantes pueden causar un gran bochorno.

Entonces Stapes preparó una cena para nosotros dos solos, y después me señaló una docena de errores, pequeños pero importantes, que había cometido. Dejar un cubierto sucio en el plato o encima de la mesa se consideraba basto, por ejemplo. Lo que significaba que era perfectamente aceptable lamer el cuchillo para limpiarlo. De hecho, si no querías ensuciar la servilleta era lo más correcto que podías hacer.

No estaba bien visto comerse todo el pan. Siempre había que dejar una porción en el plato, preferiblemente algo más que la corteza. Sucedía lo mismo con la leche: siempre había que dejar un poco en el vaso.

Al día siguiente, Stapes montó otra cena y volví a cometer errores. Hacer comentarios sobre la comida no era grosero, pero sí rústico. Pasaba lo mismo con oler el vino. Y, por lo visto, el trocito de queso blando que me habían servido tenía corteza. Una corteza que cualquier persona civilizada habría reconocido como incomestible, habría separado y habría dejado en el plato.

Yo, que soy un bárbaro, me había comido el queso con corteza y todo. Y lo encontré muy bueno. Sin embargo, tomé nota de ese detalle y me resigné a dejar en el plato media porción de queso excelente si me lo servían. La civilización tiene un precio.

Llegué al banquete con un traje que me habían hecho especialmente para la ocasión. Los colores me favorecían: verde hoja y negro. Tenía demasiados brocados para mi gusto, pero esa noche decidí rendirme a la moda, aunque fuera a regañadientes, pues iba a sentarme a la izquierda de Meluan Lackless.

Stapes había montado seis cenas formales de entrenamiento para mí en los tres días anteriores, y yo me sentía preparado para todo. Cuando llegué a la puerta del salón donde se celebraba el banquete, supuse que lo más difícil de la velada sería fingir interés por la comida.

Pero si bien me había entrenado para no hacer el ridículo en la mesa, no estaba preparado para ver a Meluan Lackless. Por suerte, mi experiencia teatral no me falló, y pude sonreír con naturalidad y ofrecerle mi brazo a la dama tal como exigía el ceremonial. Ella dio una cabezada cortés, y juntos nos dirigimos hacia la mesa.

Había altos candelabros con docenas de velas. En unas jarras de plata labrada había agua caliente para los cuencos para lavarse las manos y agua fría para beber. Unos jarrones antiguos con elaborados arreglos florales perfumaban el ambiente. Las cornucopias rebosaban de fruta brillante. Personalmente, yo lo encontraba chabacano; pero era tradicional, una exhibición de la riqueza del anfitrión.

Acompañé a lady Lackless hasta la mesa y le retiré la silla. Mientras recorríamos el salón, había evitado mirarla, pero al ayudarla a sentarse, vi su perfil, y me resultó tan familiar que no podía apartar los ojos de ella. La conocía, estaba seguro. Pero no conseguía recordar dónde podíamos habernos encontrado…

Me senté y traté de pensar dónde podía haberla visto antes. Si las tierras de los Lackless no hubieran estado a mil quinientos kilómetros de distancia, habría pensado que la conocía de la Universidad. Pero eso era ridículo. La heredera de los Lackless no podía estudiar tan lejos de su hogar.

Mi mirada erraba por aquellas facciones tan asombrosamente familiares. ¿Me la habría encontrado en el Eolio? No parecía probable. Me acordaría. Era una mujer muy hermosa, con una mandíbula fuerte y ojos castaño oscuro. Estoy seguro de que si la hubiera visto allí…

– ¿Ha visto algo que le interese? -me preguntó sin volverse hacia mí. Lo dijo con tono cordial, pero no lejos de la superficie se percibía una acusación.

Me había quedado mirándola fijamente. Apenas llevaba un minuto sentado a la mesa y ya estaba metiendo el codo en la mantequilla.

– Le ruego que me perdone, pero suelo fijarme en las fisonomías, y la suya me ha impresionado mucho.

Meluan se volvió y me miró, y su irritación se redujo un tanto.

– ¿Es usted turagior?

Los turagiores aseguraban poder adivinar la personalidad o el futuro a partir de la cara, los ojos y la forma de la cabeza. Típica superstición víntica.

– Algo sé, milady.

– ¿De verdad? Y ¿qué le dice mi cara? -Levantó la barbilla y miró hacia otro lado.

Examiné detenidamente las facciones de Meluan, deteniéndome en su pálido cutis y en su cabello castaño, ingeniosamente rizado. Tenía los labios carnosos y rojos sin necesidad de carmín. Las líneas de su cuello eran elegantes y orgullosas.

Asentí con la cabeza y dije:

– Su cara me revela un fragmento de su futuro, milady.

Meluan arqueó ligeramente una ceja.

– Adelante.

– En breve recibirá una disculpa. Perdone a mis ojos, revolotean de un lado a otro como los calanthis. No podía apartarlos de la hermosa flor de su rostro.

Meluan sonrió, pero no se sonrojó. No era inmune a los halagos, pero tampoco le eran desconocidos. Me guardé esa información.

– Esa ha sido una predicción muy fácil -dijo-. ¿Le dice algo más mi rostro?

Volví a estudiarla.

– Dos cosas más, milady. Me dice que es usted Meluan Lackless, y que yo estoy a su servicio.

Sonrió y me tendió una mano para que se la besara. Se la cogí e incliné la cabeza sobre ella. No llegué a besársela, como habría sido lo indicado en la Mancomunidad, sino que me limité a posar brevemente mis labios sobre mi propio pulgar, con el que le sujetaba la mano. Besarle la mano habría sido un gesto excesivamente atrevido en esa parte del mundo.

Nuestras lisonjas se interrumpieron cuando llegaron las sopas, que cuarenta criados colocaron ante los cuarenta invitados al mismo tiempo. Probé la mía. ¿A quién en nombre de Dios se le ocurriría servir una sopa dulce?

Tomé otra cucharada y fingí deleitarme con ella. Con el rabillo del ojo observé a mi vecino, un anciano diminuto cuya identidad conocía: era el virrey de Bannis. Tenía la cara y las manos arrugadas y cubiertas de manchas, y el cabello canoso y alborotado. Le vi meter un dedo en la sopa sin la más mínima inhibición, probarla y apartar el cuenco.

A continuación rebuscó en los bolsillos y abrió la mano para mostrarme lo que había encontrado.

– Siempre me traigo un paquete de almendras caramelizadas a estas cenas -me susurró en tono conspirativo, mirándome con ojos de niño travieso-. Nunca sabes lo que intentarán darte. -Me acercó la mano-. Si quiere, puede coger una.

Cogí una almendra y le di las gracias al virrey, que no volvió a fijarse en mí en toda la noche. Unos minutos más tarde, lo miré y vi que comía sin ningún reparo de su bolsillo mientras hablaba con su esposa sobre si los campesinos podían o no hacer pan con bellotas. Me dio la impresión de que solo era un fragmento de una discusión mucho más amplia que mantenían desde hacía años.

A la derecha de Meluan había una pareja de Yll que hablaba en su cadenciosa lengua. Eso, combinado con unas decoraciones estratégicamente colocadas que me impedían ver a los invitados del otro lado de la mesa, hacía que Meluan y yo estuviéramos más aislados que si paseásemos juntos por los jardines. El maer había distribuido muy bien los asientos.

Nos retiraron los cuencos de sopa y nos sirvieron un trozo de carne que debía de ser de faisán, cubierta con una gruesa capa de salsa „ cremosa. Me sorprendió encontrarla bastante de mi agrado.

– Y dígame, ¿por qué motivo cree que nos han sentado juntos -me preguntó Meluan-, señor…?

– Kvothe. -Hice una pequeña reverencia sin levantarme-. Quizá se deba a que el maer quería que estuviera usted entretenida, y a veces soy entretenido.

– Ya veo.

– Aunque también podría tener algo que ver con la generosa suma que le he pagado al mayordomo.

Volvió a sonreír brevemente mientras daba un sorbo de agua. «Se le puede hablar sin tapujos», me dije.

Me limpié los dedos y estuve a punto de dejar la servilleta encima de la mesa, lo que habría sido un terrible error. Esa era la señal para que te retiraran el plato que se estuviera sirviendo en ese momento. Si la hacías demasiado pronto, implicaba una crítica silenciosa pero mordaz hacia la hospitalidad del anfitrión. Una gota de sudor empezó a resbalarme por la espalda, entre los omoplatos; doblé con mucho cuidado la servilleta y me la puse en el regazo.

– ¿A qué dedica usted su tiempo, señor Kvothe?

No me había preguntado cuál era mi ocupación, lo que significaba que daba por hecho que yo era miembro de la nobleza. Por suerte, yo ya había preparado el terreno para eso.

– Escribo un poco. Genealogías. Alguna obra de teatro. ¿Le gusta el teatro?

– A veces. Depende.

– ¿De qué depende? ¿De la obra?

– Depende de los actores -me contestó, y detecté una extraña tensión en su voz.

Se me habría escapado ese detalle si no hubiera estado observando a Meluan con tanta atención. Decidí cambiar de tema y pasar a terreno menos peligroso.

– ¿Cómo han encontrado los caminos para llegar a Severen? -pregunté. A todo el mundo le gusta quejarse sobre el estado de los caminos. Es un tema tan seguro como el tiempo-. Me han dicho que ha habido algunos problemas con bandidos en el norte. -Confiaba en animar un poco la conversación. Cuanto más hablara ella, mejor la conocería.

– En esta época del año, los caminos siempre están infestados de bandidos Ruh -dijo Meluan con frialdad.

No dijo bandidos, sino bandidos Ruh. Pronunció esa palabra con tal carga de fría animadversión que al oírla me quedé helado. Odiaba a los Ruh. No era el simple desprecio que la mayoría de la gente sentía por nosotros, sino un odio sincero e hiriente, un odio con dientes.

La llegada de unos pastelillos de frutas me ahorró tener que responder a eso. A mi izquierda, el virrey seguía hablando de bellotas con su esposa. A mi derecha, Meluan partió lentamente un pastelillo de fresas por la mitad; tenía el rostro pálido como una máscara de marfil. La observé mientras lo partía con sus impecables uñas, y supe que estaba pensando en los Ruh.

Dejando aparte esa breve mención de los Edena Ruh, la velada fue todo un éxito. Poco a poco conseguí que Meluan se relajara, a base de charlar de cosas sin importancia. La cena, muy elaborada, duró dos horas, y tuvimos tiempo de sobra para conversar. Descubrí que Meluan era tal como Alveron la había descrito: inteligente, atractiva y de habla educada. Ni siquiera saber que odiaba a los Ruh impidió que disfrutara de su compañía.

Volví a mi habitación justo después de cenar y me puse a escribir. Cuando vino a verme el maer, yo ya tenía tres borradores de una carta, el boceto de una canción y cinco hojas llenas de notas y frases que esperaba poder utilizar más adelante.

– Pase, excelencia. -Cuando el maer entró en mi habitación, lo miré y pensé en que no se parecía en nada al hombre enfermizo y débil al que yo había devuelto k salud. Había engordado y era como si le hubieran quitado cinco años de encima.

– ¿Qué te ha parecido? -preguntó Alveron-. ¿Ha mencionado a algún pretendiente mientras conversabais?

– No, excelencia -respondí, y le entregué una hoja de papel doblada-. Esta es la primera carta que debe enviarle. Espero que encuentre una forma discreta de hacérsela llegar.

Alveron desdobló la hoja y empezó a leer; sus labios se movían en silencio. Elaboré otro verso de una canción y anoté los acordes junto a las palabras. Al final el maer levantó la cabeza.

– ¿No te parece que es un poco excesivo? -preguntó, un tanto turbado.

– No. -Dejé de escribir el tiempo suficiente para apuntar con la pluma hacia otra hoja de papel-. Esa sí es excesiva. La que tiene usted en la mano es correcta. Lady Lackless posee una vena romántica. Está deseando que la lleven en volandas, aunque probablemente lo negaría.

El maer seguía mirándome indeciso, así que me aparté de la mesa y dejé la pluma.

– Tenía usted razón, excelencia. Es una mujer a la que vale la pena conquistar. Dentro de unos días habrá una docena de nobles en las fincas dispuestos a desposarse con ella, ¿me equivoco?

– Ya hay una docena, y aquí mismo -repuso él con seriedad-. Pronto habrá tres docenas.

– Añada otra docena que lady Lackless conocerá en las cenas o paseando por el jardín. Y otra docena que la cortejarán por el simple placer de perseguir una presa. De todas esas docenas, ¿cuántos hombres le escribirán cartas y poemas? Le enviarán flores, alhajas, prendas de su afecto. Dentro de nada, estará recibiendo un aluvión de atenciones. Sin embargo, usted tiene una ventaja.

Señalé la carta y continué:

– Actúe deprisa. Esa carta encenderá su imaginación, despertará su curiosidad. Dentro de un par de días, cuando las notas de todos esos pretendientes cubran por completo su escritorio, ella ya estará esperando su segunda carta.

El maer vaciló un instante, y luego dejó caer los hombros.

– ¿Estás seguro?

– En esto no hay certezas, excelencia -respondí sacudiendo la cabeza-. Solo esperanzas. Y esa es la mejor que puedo ofrecerle.

Alveron titubeó.

– Yo no entiendo nada de galanteos -dijo con un deje de petulancia-. Ojalá hubiera algún libro con normas que pudiéramos seguir. -Por un instante pareció un hombre normal y corriente, y no el maer Alveron.

La verdad es que yo también estaba preocupado. Todos mis conocimientos sobre el arte de cortejar a las mujeres habrían cabido cómodamente en un dedal sin necesidad de quitármelo del dedo.

Por otra parte, tenía infinidad de conocimientos de segunda mano. Diez mil canciones románticas, obras de teatro e historias tenían que servirme de algo. Además, había visto a Simmon perseguir a casi todas las mujeres en un radio de cinco kilómetros de la Universidad con el condenado entusiasmo de un niño que intenta volar. Es más, había visto a un centenar de hombres estrellarse contra Denna como barcos que no hacen caso de la marea.

Alveron me miró; su rostro seguía revelando una sincera preocupación.

– ¿Crees que bastará con un mes?

Cuando contesté, me sorprendió la seguridad que transmitía mi voz:

– Excelencia, si no consigo ayudarlo a conquistarla en un mes, es que es imposible.

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