D.

p.d.: Espero que el estuche del laúd te sea útil.


Ese día, la clase de Elodin comenzó de forma extraña.

Para empezar, Elodin llegó puntual. Nos pilló desprevenidos, pues los seis alumnos que quedábamos en su clase nos habíamos habituado a dedicar los veinte o treinta primeros minutos de la clase a charlar, a jugar a las cartas y a quejarnos por lo poco que estábamos aprendiendo. Ni siquiera vimos al maestro nominador hasta que, tras recorrer la mitad de los escalones del aula, se puso a dar palmadas para llamar nuestra atención.

El segundo detalle extraño fue que Elodin llevaba su túnica de gala. Se la había visto usar en otras ocasiones que lo requerían, pero siempre de mala gana. Durante el proceso de admisiones, por ejemplo, siempre iba con la túnica arrugada y descuidada.

Ese día, en cambio, Elodin llevaba aquella prenda como era debido. Parecía recién lavada y planchada. Tampoco iba desgreñado, como era habitual en él. Me pareció que se había cortado y peinado el pelo.

Llegó al frente del aula, subió a la tarima y se colocó detrás del atril. Eso, más que ninguna otra cosa, hizo que todos nos enderezásemos y prestáramos atención. Elodin nunca utilizaba el atril.

– Hace mucho tiempo -dijo sin preámbulos-, la gente venía aquí a aprender cosas secretas. Hombres y mujeres acudían a la Universidad a estudiar la forma del mundo.

Elodin nos miró a todos.

– En esta antigua Universidad no había ninguna asignatura más valorada que la Nominación. Todo lo demás era metal común. Los nominadores se paseaban por estas calles como dioses minúsculos. Hacían cosas terribles y maravillosas, y todos los envidiaban.

»Los estudiantes solo ascendían en el escalafón mediante su habilidad en nominación. Un alquimista sin habilidad en nominación era considerado un desgraciado, y no merecía más respeto que un cocinero. La simpatía se inventó aquí, pero un simpatista sin nominación era lo mismo que un cochero. Un artífice sin dominio de los nombres era poco más que un zapatero o un herrero.

«Todos venían a aprender los nombres de las cosas -continuó Elodin; sus oscuros ojos nos miraban con intensidad, y hablaba con una voz resonante y conmovedora-. Pero la nominación no se puede enseñar mediante reglas ni memorización. Enseñar a alguien a ser nominador es como enseñar a alguien a enamorarse. Es inútil. Es imposible.

El maestro nominador esbozó una sonrisa, y por primera vez volvió a ser el de siempre.

– Sin embargo, los estudiantes intentaban aprender. Y los maestros intentaban enseñar. Y a veces lo conseguían.

»¡Fela! -exclamó señalándola, y le hizo señas para que se acercara-. Ven aquí.

Fela se levantó; nerviosa, subió a la tarima y se colocó junto a Elodin.

– Todos habéis escogido el nombre que queréis aprender -dijo Elodin recorriéndonos con la mirada-. Y todos os habéis aplicado a vuestros estudios con diferentes grados de dedicación y éxito.

Contuve el impulso de desviar la mirada, avergonzado, consciente de que mis esfuerzos habían sido poco entusiastas, por no decir algo peor.

– Donde vosotros habéis fracasado, Fela ha tenido éxito -prosiguió Elodin-. Ella ha encontrado el nombre de la piedra… -se volvió un poco hacia ella-, ¿cuántas veces?

– Ocho -contestó Fela agachando la cabeza y retorciéndose turbada las manos.

Los otros alumnos murmuramos, sinceramente impresionados. Fela nunca había mencionado su logro en nuestras frecuentes sesiones de quejas.

Elodin asintió con la cabeza, como si aprobara nuestra reacción.

– Cuando todavía enseñábamos nominación, los nominadores nos enorgullecíamos de nuestra destreza. Un alumno que obtenía el dominio de un nombre recibía un anillo como prueba de su habilidad. -Elodin estiró un brazo y abrió la mano ante Fela, revelando una piedra de río, lisa y oscura-. Y esto es lo que hará Fela ahora, como prueba de su aptitud.

Fela miró a Elodin, perpleja. Su mirada pasó sucesivamente del maestro a la piedra, palideciendo por momentos.

Elodin compuso una sonrisa tranquilizadora.

– Vamos -dijo con dulzura-. Tú sabes, en tu corazón secreto, que eres capaz de esto. Y de más.

Fela se mordió el labio inferior y cogió la piedra, que en sus manos parecía más grande que en las del maestro. Cerró los ojos un momento y respiró hondo. Soltó el aire despacio, levantó la piedra y la puso a la altura de sus ojos, de manera que la piedra fue lo primero que vio al abrirlos de nuevo.

Fela miró fijamente la piedra y se produjo un largo silencio. La atmósfera fue cargándose, hasta tensarse como una cuerda de arpa. Noté que el aire vibraba.

Pasó un largo minuto. Dos largos minutos. Tres minutos terriblemente largos.

Elodin suspiró ruidosamente, rompiendo la tensión.

– No, no, no -dijo, y chascó los dedos ante la cara de Fela para atraer su atención. Entonces le tapó los ojos con una mano-. La estás mirando. No la mires. Ahora, ¡mírala! -Retiró la mano.

Fela levantó la piedra y abrió los ojos. En ese mismo instante, Elodin le dio una palmada en la nuca.

Fela giró la cabeza con gesto de indignación. Pero Elodin se limitó a señalar la piedra que ella todavía sostenía.

– ¡Mira! -dijo el maestro, emocionado.

Fela bajó la vista hacia la piedra, y sonrió como si viera a un viejo amigo. La tapó con una mano y se la acercó a la boca. Movió los labios.

Se oyó un brusco chasquido, como el que produce una gota de agua al caer en una sartén llena de grasa caliente. Hubo unos cuantos chasquidos más, fuertes y seguidos, como el crujir de los nudillos de un anciano, o como una tormenta de granizo golpeando un tejado de pizarra.

Fela abrió la mano y de ella se derramó un chorro de arena y grava. Con dos dedos, rebuscó entre los restos de la piedra y sacó un anillo de piedra negra. Era redondo como una taza y liso como el cristal pulido.

Elodin rió, triunfante, antes de envolver a Fela en un entusiasta abrazo. Fela abrazó también al maestro, emocionada. Juntos dieron varios pasitos, entre bailando y tambaleándose.

Sin dejar de sonreír, Elodin extendió una mano. Fela le dio el anillo, y él lo examinó atentamente y asintió con la cabeza.

– Fela -dijo con seriedad-, te asciendo al rango de Re'lar. -Sostuvo el anillo en alto-. Dame la mano.

Casi con timidez, Fela le tendió la mano. Pero Elodin negó con la cabeza.

– La izquierda -dijo con firmeza-. La derecha significa otra cosa. Ninguno de vosotros está preparado para eso todavía.

Fela le tendió la otra mano, y Elodin le puso el anillo de piedra en el dedo. El resto de la clase empezamos a aplaudir, y nos agolpamos para ver lo que Fela acababa de hacer.

Fela sonrió, radiante, y extendió la mano para que todos pudiéramos ver el anillo. El anillo no era liso, como a mí me había parecido, sino que estaba cubierto de un millar de facetas planas y diminutas. Se rodeaban unas a otras dibujando un sutil remolino que no se parecía a nada que yo hubiera visto hasta entonces.

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