Capítulo 34

Cosillas

Aquella noche, cuando regresé a Anker's, no había ningún mensaje de Denna para mí. Ni tampoco me aguardaba a la mañana siguiente. Me pregunté si el chico habría encontrado a Denna y le habría entregado mi nota, o si lo habría dejado estar, o si la habría tirado al río, o si se la habría comido.

Esa mañana decidí que era una pena malgastar mi buen humor con las majaderías de la clase de Elodin. Así que me colgué el laúd a la espalda y me dirigí al otro lado del río con la intención de buscar a Denna. Había tardado más de lo planeado, pero estaba deseando ver la cara que pondría cuando por fin le devolviera su anillo.

Entré en la joyería y sonreí al hombre bajito que estaba de pie detrás de una vitrina baja.

– ¿Ha terminado ya con el anillo?

– ¿Cómo dice, señor? -preguntó el joyero arrugando la frente.

Di un suspiro y rebusqué en mi bolsillo; al final saqué el trozo de papel.

Cuando le echó una ojeada, el rostro del joyero se iluminó.

– Ah, sí. Claro. Espere un momento. -Se metió por una puerta que conducía a la trastienda.

Me relajé un poco. Era la tercera joyería que visitaba. Las otras conversaciones habían ido mucho peor.

El joyero menudito volvió con prisa de la trastienda.

– Aquí lo tiene, señor. -Me mostró el anillo-. Ha quedado como nuevo. Y la piedra es muy bonita, si no le molesta que se lo diga.

Puse el anillo a la luz. Era el de Denna.

– Trabaja usted muy bien -comenté.

El hombre sonrió, halagado.

– Gracias, señor. En total, el trabajo ha salido por cuarenta y cinco peniques.

Di un breve y silencioso suspiro. Habría sido mucho pedir que Ambrose hubiera pagado el trabajo por adelantado. Calculé mentalmente, conté las monedas y puse un talento y seis iotas sobre el tablero de cristal de la vitrina. Al hacerlo, me fijé en que tenía la textura ligeramente oleosa del vidrio reforzado; le pasé la mano y me pregunté, distraído, si sería una de las piezas que yo mismo había fabricado en la Factoría.

Mientras el joyero recogía las monedas, me fijé en otra cosa. En algo que había dentro de la vitrina.

– ¿Le ha llamado la atención alguna cosilla? -me preguntó con desparpajo.

Señalé un collar expuesto en el centro de la vitrina.

– Tiene usted un gusto excelente -declaró; sacó una llave y abrió un panel de la parte posterior de la vitrina-. Es un artículo excepcional. El engarce es muy elegante, y además la piedra en sí es de una calidad notable. No suelen verse esmeraldas de tanta calidad talladas con forma de lágrima.

– ¿Lo ha hecho usted? -pregunté.

El joyero lanzó un suspiro teatral.

– No, no puedo atribuirme ese honor. Lo trajo una joven hace algunos ciclos. Por lo visto necesitaba más el dinero que el adorno, y llegamos a un acuerdo.

– ¿Cuánto pide por él? -pregunté fingiendo desinterés.

Me lo dijo. Era una cantidad de dinero astronómica. Más dinero del que yo jamás había visto junto. Suficiente dinero para que una mujer viviera holgadamente en Iiyire varios años. Suficiente para que se comprara un arpa buena, nueva. Suficiente para que comprara un laúd de plata maciza, o, si así lo prefería, un estuche para ese laúd.

El joyero volvió a suspirar y meneó la cabeza como lamentándose del triste estado del mundo.

– Es una lástima -dijo-. Quién sabe lo que habrá llevado a una joven a empeñar una pieza como esta. -Entonces levantó la cabeza y sonrió, acercando la esmeralda a la luz con gesto expectante-. Sin embargo, lo que para ella es una pérdida, para usted es una ganancia.

Como en su nota Denna había mencionado El Tonel y el Jabalí, decidí empezar a buscarla allí. El estuche del laúd me pesaba más ahora que sabía lo que Denna había tenido que empeñar para pagarlo. Con todo, favor con favor se paga, y confiaba en que devolviéndole su anillo las cosas entre nosotros se equilibrarían.

Pero El Tonel y el Jabalí no era una posada, sino solo una casa de comidas. Sin muchas esperanzas, pregunté al dueño si alguien había dejado un mensaje para mí. No, no habían dejado nada. Pregunté si recordaba a una mujer que había estado allí la noche anterior. ¿Morena? ¿Muy guapa?

El hombre asintió con la cabeza.

– Estuvo esperando mucho rato -dijo-. Recuerdo que pensé: ¿a quién se le ocurriría hacer esperar a una mujer así?

Os sorprendería la cantidad de posadas y pensiones que puede llegar a haber en una ciudad tan pequeña como Imre.

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