Capítulo 76

Yesca

El segundo día, el sol había empezado a ponerse para cuando encontramos un buen sitio donde acampar. Dedan fue a buscar leña. Marten empezó a pelar zanahorias y patatas y envió a Hespe a llenar la cazuela de agua. Con la palita de Marten cavé un hoyo para el fuego.

Sin que nadie se lo pidiera, Tempi cogió una rama y, con su espada, empezó a cortar virutas de madera seca para usar como yesca. Desenfundada, su espada tampoco impresionaba mucho; pero a juzgar por la facilidad con que pelaba unas tiras de corteza finas como el papel, debía de estar afilada como una navaja de afeitar.

Terminé de poner piedras alrededor del hoyo. Sin decir nada, Tempi me ofreció un puñado de yesca.

– ¿Quieres hacerlo con mi puñal? -le pregunté con la esperanza de hacerle hablar un poco. Apenas había intercambiado una docena de palabras con él en los dos días pasados.

Los ojos de color gris pálido de Tempi se clavaron en el puñal que llevaba en el cinturón, y luego volvieron a posarse en su espada. Sacudió la cabeza y agitó, nervioso, los dedos.

– ¿No es malo para el filo? -le pregunté.

El mercenario encogió los hombros y esquivó mi mirada.

Empecé a preparar la hoguera, y entonces fue cuando cometí mi primer error.

Hacía frío y todos estábamos cansados. Así que, en lugar de pasar media hora protegiendo una chispa hasta convertirla en una hoguera decente, dispuse unas ramitas alrededor de la yesca de Tempi y, a continuación, fui añadiendo leña cada vez más gruesa alrededor, formando una pila.

Dedan regresó con otro montón de leña cuando yo casi había terminado.

– Maravilloso -refunfuñó, lo bastante bajo para fingir que hablaba para sí, pero lo bastante alto para que lo oyéramos todos-. Y tú estás al mando. Maravilloso.

– Y ahora, ¿qué te pasa? -preguntó Marten con hastío.

– Lo que está haciendo el chico no es un fuego, sino un fuerte de madera en miniatura. -Dedan suspiró con aire teatral y adoptó un tono que seguramente consideraba paternal, pero que resultó intensamente prepotente-. Deja, ya te ayudo. Eso no va a prender nunca. ¿Tienes eslabón y pedernal? Te enseñaré a utilizarlos.

A nadie le gusta que le hablen con condescendencia, pero a mí me molesta especialmente. Dedan llevaba dos días dejando muy claro que me tenía por idiota.

Di un lento suspiro. Mi suspiro más veterano y cansado de la vida. Era lo que necesitaba: Dedan me consideraba joven e inútil, y yo necesitaba demostrar que no lo era.

– ¿Qué sabes de mí, Dedan? -le pregunté.

Me miró con gesto inexpresivo.

– Solo sabes una cosa de mí -dije con calma-. Sabes que el maer me ha puesto al mando de esta expedición. -Lo miré a los ojos-. ¿El maer es idiota?

– Claro que no -dijo Dedan agitando una mano-. Yo solo he dicho…

Me levanté, y enseguida lo lamenté, pues solo conseguí destacar la superior estatura de Dedan.

– ¿Me habría puesto el maer al mando si yo fuera idiota?

Dedan esbozó una sonrisa falsa, tratando de reducir dos días de murmullos desdeñosos a un simple malentendido.

– Venga, ahora no te enfades por…

Levanté una mano.

– Tú no tienes la culpa. Lo que pasa es que no sabes nada de mí, Pero no perdamos más tiempo esta noche. Todos estamos cansados. De momento, ten por seguro que no soy el hijo mimado de ningún rico que se ha apuntado a una excursión porque no tiene nada mejor que hacer.

Cogí un trozo delgado de la yesca de Tempi con dos dedos y me concentré. Extraje más calor del que necesitaba y noté que se me enfriaba el brazo hasta el hombro.

– Y ten por seguro que sé encender un fuego.

Las virutas de madera prendieron, encendiendo de golpe el resto de la yesca y produciendo unas llamas altas casi al instante.

Mi intención había sido hacer un gesto teatral para que Dedan dejara de pensar que yo era un inútil. Pero el tiempo que había pasado en la Universidad me había dejado un poco quemado. Para un miembro del Arcano, encender un fuego como aquel era tan sencillo como calzarse las botas.

Dedan, por otra parte, no había conocido a ningún arcanista, y lo más probable era que nunca hubiera estado a menos de mil kilómetros de la Universidad. Todo lo que sabía sobre magia lo había aprendido alrededor de las hogueras.

Así que cuando estallaron las llamas, se quedó blanco como el papel y dio unos pasos atrás. Fue como si de pronto yo hubiera hecho surgir una rugiente llamarada, como Táborlin el Grande.

Entonces vi que Marten y Hespe también tenían escrita en la cara la típica superstición víntica. Dirigieron la mirada hacia el fuego, y luego hacia mí. Yo era uno de aquellos. Tonteaba con poderes oscuros. Conjuraba demonios. Me comía todo el queso, incluida la corteza.

Al ver sus caras anonadadas, comprendí que nada que dijera conseguiría tranquilizarlos. Al menos, no en ese momento. Así que suspiré y empecé a extender las mantas para acostarme.

Esa noche no hubo conversaciones animadas alrededor del fuego, pero tampoco hubo murmullos de protesta por parte de Dedan. Prefiero el respeto, pero cuando eso no es posible, un poco de miedo sano puede ayudar mucho a que todo vaya bien.

Dos días sin más efectos teatrales por mi parte contribuyeron a que todos se relajaran. Dedan seguía con sus bravuconadas y su chulería, pero había dejado de llamarme «chico» y se quejaba mucho menos, de modo que lo consideré una victoria.

Exaltado por ese modesto éxito, decidí llevar a cabo un intento activo de conversar con Tempi. Si tenía que dirigir aquel grupo, necesitaba conocer mejor al Adem. Y lo más importante: necesitaba saber si era capaz de pronunciar más de cinco palabras seguidas.

Así que me acerqué a él cuando paramos para comer. Tempi se había sentado un poco apartado de todos nosotros. Y no porque mantuviera una actitud distante. Los demás charlábamos mientras comíamos; Tempi, en cambio, solo comía.

Me senté a su lado con mi almuerzo: un trozo de salchicha seca y unas patatas frías.

– Hola, Tempi.

Levantó la cabeza y asintió. Durante un segundo vi un destello en sus ojos gris pálido. Entonces desvió la mirada, moviendo las manos inquieto. Se pasó una por el pelo y por un instante me recordó a Simmon. Ambos tenían una constitución delgada y el cabello rubio rojizo. Pero Simmon no era tan callado. A veces, cuando conversaba con Sim, no conseguía intercalar ni una sola palabra.

Ya había intentado hablar con Tempi otras veces, por supuesto. Normalmente eran charlas sin importancia: sobre el tiempo, sobre cómo nos dolían los pies tras caminar todo el día, sobre la comida. No había servido de nada. Como mucho, le había sonsacando una palabra o dos. La mayoría de las veces, solo una cabezada o un encogimiento de hombros. Lo más habitual era una expresión vacía, luego agitaba un poco las manos y rehuía de plano mirarme a los ojos.

Por eso ese día yo tenía preparada una táctica para entablar conversación con él.

– He oído hablar del Lethani -dije-. Me gustaría saber algo más. ¿Quieres contarme algo?

Los ojos grises de Tempi se encontraron con los míos brevemente, pero su rostro seguía sin expresar nada. Entonces volvió a desviar la mirada. Cogió una de las correas de piel rojas que le ceñían la camisa al cuerpo y jugueteó con la manga.

– No. No hablo del Lethani. No es para ti. No preguntes.

Volvió a desviar la mirada, esa vez hacia el suelo.

Conté mentalmente. Once palabras. Al menos eso contestaba una de mis preguntas.

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