Capítulo 151

Cerraduras

Kvothe inspiró hondo y asintió con la cabeza.

– Detengámonos aquí -dijo-. Por primera vez en la vida tenía dinero en el bolsillo. Estaba rodeado de amigos. Es un buen sitio donde dejarlo por esta noche. -Se frotó las manos, la derecha masajeando la izquierda distraídamente-. Si continuamos, todo se pone negro otra vez.

Cronista cogió el montoncito de hojas escritas y las cuadró golpeando los cantos contra la mesa antes de colocar encima la hoja a medio escribir. Abrió su cartera de piel, sacó la corona de acebo, de hojas verdes y brillantes, y metió dentro el fajo de papel. Entonces cerró el tintero y empezó a desmontar la pluma y a limpiar todas las piezas.

Kvothe se levantó y se desperezó. Recogió los platos y las tazas vacíos y los llevó a la cocina.

Bast se quedó sentado con gesto inexpresivo. No se movió. Apenas se le veía respirar. Al cabo de unos minutos, Cronista empezó a lanzarle miradas.

Kvothe volvió a la taberna y frunció el ceño.

– Bast -dijo.

Bast desvió lentamente la mirada y la posó sobre el hombre que estaba detrás de la barra.

– Todavía deben de estar en el velatorio de Shep -dijo Kvothe-. Esta noche no hay mucho que recoger. ¿Por qué no pasas por allí un rato? Se alegrarán de verte…

Bast se lo pensó un momento y sacudió la cabeza.

– Me parece que no, Reshi -dijo con voz monótona-. No estoy de humor. -Se levantó de la silla y cruzó la estancia hacia la escalera, sin mirarlos a ninguno de los dos-. Voy a acostarme.

El duro sonido de sus pasos se perdió poco a poco, seguido del sonido de una puerta al cerrarse.

Cronista lo siguió con la mirada; luego se volvió hacia el hombre pelirrojo que estaba detrás de la barra.

Kvothe también tenía los ojos puestos en la escalera, con gesto de preocupación.

– Es que ha tenido un día muy duro -dijo, como si hablara para sí además de para su invitado-. Mañana estará mejor.

Se secó las manos, salió de detrás de la barra y se dirigió hacia la puerta principal.

– ¿Necesitas algo antes de acostarte? -preguntó.

Cronista negó con la cabeza y empezó a montar de nuevo su pluma.

Kvothe cerró la puerta de la posada con una gran llave de latón y se volvió hacia Cronista.

– Dejaré la llave en la cerradura -dijo-. Por si te despiertas temprano y te apetece dar un paseo, o lo que sea. Últimamente no duermo mucho -se tocó el lado de la cara donde un cardenal empezaba a colorear su mentón-, pero esta noche quizá haga una excepción.

Cronista asintió y se cargó la cartera al hombro. Cogió la corona de acebo con mucho cuidado y se dirigió hacia la escalera.

A solas en la taberna, Kvothe barrió metódicamente el suelo, llegando hasta todos los rincones. Lavó los platos, limpió las mesas y la barra y apagó todas las lámparas excepto una, dejando la estancia débilmente iluminada y poblada de sombras parpadeantes.

Miró un momento las botellas que había detrás de la barra, se dio la vuelta y subió despacio la escalera.

Bast entró lentamente en su habitación y cerró la puerta.

A oscuras y sin hacer ruido se dirigió hasta la chimenea, donde solo quedaban ceniza y pavesas del fuego de la mañana. Bast abrió la leñera, pero únicamente había una gruesa capa de broza y astillas al fondo.

La débil luz que entraba por la ventana se reflejaba en sus oscuros ojos y perfilaba el contorno de su cara; él seguía inmóvil, como tratando de decidir qué hacer. Al cabo de un momento soltó la tapa de la leñera, se envolvió con una manta y se sentó en un pequeño sofá frente a la vacía chimenea.

Permaneció largo rato allí sentado, con los ojos abiertos en la oscuridad.

Se oyó un débil correteo al otro lado de la ventana. Luego, nada. Al cabo de un momento, unos arañazos. Bast se dio la vuelta y vio moverse una silueta oscura al otro lado del cristal.

Se quedó quieto un momento; se levantó del sofá con un movimiento fluido y se quedó de pie frente a la chimenea. Sin apartar los ojos de la ventana, deslizó las manos con cuidado por la repisa de la chimenea.

Se oyó otro arañazo, esa vez más fuerte. Bast desvió rápidamente la mirada de la ventana a la repisa, y cogió algo con ambas manos. La débil luz de la luna arrancó un destello metálico cuando el joven se agazapó, con el cuerpo en tensión como un muelle enroscado.

Durante un largo momento no ocurrió nada. Ningún ruido. Ningún movimiento al otro lado de la ventana ni en la habitación a oscuras.

Toe toe toe toe toe. Era un ruido débil, pero perfectamente distinguible; se repitió tras una pausa, claro e insistente contra el cristal de la ventana: toe toe toe toe toe.

Bast suspiró. Relajó los músculos, fue hasta la ventana, retiró la tranca y la abrió.

– Mi ventana no tiene cerrojo -dijo Cronista, enfurruñado-. ¿Por qué la tuya sí?

– Por razones obvias -contestó Bast.

– ¿Puedo pasar?

Bast encogió los hombros y volvió junto a la chimenea mientras Cronista entraba con torpeza por la ventana. Bast encendió con una cerilla una lámpara que había en una mesita, y colocó con cuidado un par de cuchillos largos en la repisa de la chimenea. Uno era delgado y afilado como una brizna de hierba, y el otro, fino y aguzado como un espino.

Cronista echó un vistazo alrededor mientras la luz se derramaba por la habitación. Era grande, con paneles de madera noble y alfombras gruesas. Había dos sofás, uno frente a otro, delante de la chimenea, y uno de los rincones de la habitación estaba dominado por una enorme cama con un rico dosel de color verde oscuro.

Había estantes con cuadros, bagatelas y naderías. Mechones de pelo atados con cinta. Silbatos de madera. Flores secas. Anillos de cuerno, de cuero y de hierba entretejida. Una vela artesanal con hojas incrustadas en la cera.

Y había una incorporación evidentemente reciente: ramas de acebo que decoraban ciertas partes de la habitación. Una larga guirnalda a lo largo del cabecero de la cama, y otra sobre la repisa de la chimenea, entrelazada con los mangos de un par de relucientes hachuelas de filo curvado como una hoja que estaban colgadas en la pared.

Bast se sentó enfrente de la chimenea fría y se echó una manta por encima de los hombros como si fuera un chal. Estaba hecha de retales, y era un caos de telas disparejas y desteñidas, excepto un corazón de color rojo intenso cosido justo en el centro.

– Tenemos que hablar -dijo Cronista con un hilo de voz.

Bast se encogió de hombros y se quedó mirando la chimenea con gesto de desánimo.

Cronista dio un paso adelante.

– Necesito preguntarte…

– No hace falta que susurres -dijo Bast sin levantar la cabeza-. Estamos en el otro lado de la posada. A veces tengo visitas. No lo dejaba dormir, así que me trasladé a este lado del edificio. Entre mi habitación y la suya hay seis sólidas paredes.

Cronista se sentó en el borde del otro sofá, enfrente de Bast.

– Necesito preguntarte por alguna de las cosas que dijiste hoy. Sobre el Cthaeh.

– No deberíamos hablar del Cthaeh. -Bast hablaba con una voz monótona y sombría-. No es saludable.

– Pues hablemos de los Sithe -propuso Cronista-. Has dicho que si ellos oyeran esta historia matarían a todos los implicados. ¿Es verdad?

Bast asintió con la mirada todavía fija en la chimenea.

– Prenderían fuego a esta posada y luego esparcirían sal sobre los restos.

Cronista agachó la cabeza y la sacudió.

– No entiendo ese miedo que le tienes al Cthaeh -dijo.

– Bueno -replicó Bast-, hay indicios de que no eres tremendamente inteligente.

Cronista frunció el ceño y esperó con paciencia.

Bast dio un suspiro y apartó por fin los ojos de la chimenea.

– Piensa. El Cthaeh sabe todo lo que vas a hacer. Todo lo que vas a decir…

– Pues eso lo convierte en un conversador bastante irritante -dijo Cronista-, pero no…

Bast se enfureció.

– ¡Dyen vehat! ¡Enfeun vehat tyloren tes! -le espetó, casi de manera incoherente. Estaba temblando y abría y cerraba los puños.

El veneno en la voz de Bast hizo palidecer a Cronista, pero no lo amilanó.

– No estás enfadado conmigo -dijo con calma mirando a Bast a los ojos-. Estás enfadado, y resulta que me tienes cerca.

Bast lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada.

Cronista se inclinó hacia delante.

– Solo intento ayudar. Lo sabes, ¿verdad?

Bast asintió con la cabeza sombríamente.

– Por eso necesito entender qué está pasando.

Bast encogió los hombros; su súbito arrebato se había consumido dejándolo otra vez apático.

– Me da la impresión de que Kvothe te cree respecto al Cthaeh -dijo Cronista.

– El conoce los giros ocultos del mundo -dijo Bast-. Y lo que no entiende lo capta rápidamente. -Los dedos de Bast juguetearon distraídamente con el borde de la manta-. Y confía en mí.

– Pero ¿no parece artificioso? El Cthaeh le da una flor a un niño, una cosa lleva a la otra, y de pronto estalla una guerra. -Cronista hizo un ademán de desdén-. Las cosas no funcionan así. Es demasiada coincidencia.

– No es coincidencia. -Bast soltó un breve suspiro-. Un ciego tiene que andar a tientas para atravesar una habitación abarrotada. Tú no. Tú usas los ojos y escoges el camino fácil. Para ti está muy claro. El Cthaeh puede ver el futuro. Todos los futuros. Nosotros tenemos que avanzar a tientas. El no. El solo mira y escoge el camino más desastroso. Es la piedra que provoca el alud. Es la tos con que empieza la peste.

– Pero si sabes que el Cthaeh intenta dirigirte -argumentó Cronista-, solo tienes que hacer otra cosa. El te da la flor, y tú la vendes.

Bast negó con la cabeza.

– El Cthaeh lo sabría. No puedes anticiparte a una cosa que conoce tu futuro. Imagínate que le vendes la flor al príncipe. Él utiliza la flor para curar a su amada. Un año más tarde, ella lo sorprende seduciendo a la doncella y se suicida ahorcándose, y su padre lanza un ataque para vengar a su hija. -Bast abrió las manos en un gesto de impotencia-. De todas formas estalla la guerra civil.

– Pero al joven que vendió la flor no le pasa nada.

– Seguramente -dijo Bast, sombrío-. Lo más probable es que coja una gran borrachera, contraiga la sífilis, derribe una lámpara e incendie media ciudad.

– Eso solo son hipótesis para corroborar tu teoría -protestó Cronista-. En realidad no estás demostrando nada.

– ¿Para qué necesito demostrarte nada? -preguntó Bast-. ¿Qué me importa lo que pienses? Por mí, puedes ser feliz con tu estúpida ignorancia. No diciéndote la verdad te estoy haciendo un favor.

– ¿Qué verdad es esa? -inquirió Cronista, claramente enojado.

Bast dio un suspiro de cansancio y miró a Cronista; su expresión revelaba un profundo desaliento.

– Preferiría enfrentarme al propio Haliax -dijo-, preferiría enfrentarme a todos los Chandrian juntos que mantener una conversación de diez palabras con el Cthaeh.

Eso ofreció a Cronista una breve pausa.

– Te matarían -dijo. Su tono de voz lo convirtió en una pregunta.

– Sí -confirmó Bast-. Pero aun así.

Cronista miró fijamente al hombre moreno que estaba sentado enfrente de él, envuelto en una manta de retales.

– Las historias te enseñaron a temer al Cthaeh -dijo con desdén-. Y ese temor te vuelve estúpido.

Bast se encogió de hombros, y sus ojos ausentes volvieron a dirigirse hacia el fuego inexistente.

– Me aburres, hombrecito.

Cronista se levantó, dio un paso adelante y le cruzó la cara de una bofetada a Bast.

El golpe hizo volver la cabeza a Bast, que por un instante pareció demasiado conmocionado para moverse. Entonces se levantó en un torbellino de movimiento, y la manta se le cayó de los hombros. Agarró a Cronista por el cuello, enseñando los dientes, con los ojos de un azul intenso y uniforme.

Cronista lo miró a los ojos.

– El Cthaeh provocó todo esto -dijo con calma-. Sabía que me atacarías, y después pasarán cosas terribles.

Bast abrió más los ojos, y su expresión de rabia se congeló. La tensión desapareció de sus hombros cuando soltó el cuello de Cronista. Se dejó caer lentamente sobre los almohadones del sofá.

Cronista llevó el brazo hacia atrás y le dio otra bofetada que sonó aún más fuerte que la primera.

Bast volvió a enseñar los dientes, pero se detuvo. Miró a Cronista y luego apartó los ojos.

– El Cthaeh sabe que le temes -dijo Cronista-. Sabe que yo utilizaría eso contra ti. Todavía está manipulándote. Si no me atacas, pasarán cosas terribles.

Bast se quedó quieto, como si estuviera paralizado, sin saber si debía levantarse o quedarse sentado.

– ¿Me escuchas? -le espetó Cronista-. ¿Has despertado de una vez?

Bast miró al escribano con gesto de perplejidad. En su mejilla estaba apareciendo una marca roja. Asintió con la cabeza y se reclinó lentamente en el sofá.

Cronista echó el brazo hacia atrás.

– ¿Qué harás si vuelvo a abofetearte?

– Te daré una paliza de muerte -respondió Bast con ímpetu.

Cronista asintió con la cabeza y se sentó en su sofá.

– De acuerdo, estoy dispuesto a aceptar, en aras de la polémica, que el Cthaeh conoce el futuro. Eso significa que puede controlar muchas cosas. -Levantó un dedo-. Pero no todo. La fruta que te has comido hoy tenía un sabor dulce, ¿verdad?

Bast asintió despacio.

– Si el Chtaeh fuera tan malvado como tú dices, te haría todo el daño que pudiera. Pero no puede. No pudo evitar que hicieras reír a tu Reshi esta mañana. No pudo evitar que disfrutaras del sol en la cara ni que besases las rosadas mejillas de las hijas de los granjeros, ¿verdad?

Una fugaz sonrisa se insinuó en el rostro de Bast.

– He besado algo más que eso -dijo.

– Precisamente -dijo Cronista con firmeza-. No puede envenenar todo lo que hacemos.

Bast se quedó pensativo y luego suspiró.

– En parte tienes razón -concedió-. Pero solo un idiota se queda sentado en una casa en llamas y piensa que todo va bien porque la fruta sigue teniendo un sabor dulce.

Cronista miró alrededor.

– A mí no me parece que la posada esté en llamas.

Bast lo miró con cara de incredulidad.

– El mundo entero está en llamas -dijo-. Abre los ojos.

Cronista frunció el entrecejo.

– Aunque no tuviéramos en cuenta nada más -insistió-, Felurian lo dejó marchar. Ella sabía que había hablado con el Cthaeh; dudo mucho que lo hubiera dejado libre por el mundo a menos que tuviera alguna forma de protegerse contra su influencia.

Los ojos de Bast se iluminaron cuando oyó eso, pero se apagaron casi inmediatamente. Meneó la cabeza.

– Buscas profundidad en un arroyo poco hondo -dijo.

– No estoy de acuerdo -dijo Cronista-. ¿Qué razón podía tener ella para dejarlo marchar si entrañaba un verdadero peligro?

– ¿Razón? -preguntó Bast, con un deje de misteriosa diversión-. Ninguna razón. Ella no entiende nada de razones. Lo dejó marchar para satisfacer su orgullo. Quería que él volviera al mundo de los mortales y cantara sus alabanzas. Que contara historias sobre ella. Que suspirara por ella. Por eso lo dejó marchar. -Dio un suspiro-. Ya te lo he dicho: mi gente no es famosa por tomar decisiones acertadas.

– Quizá -dijo Cronista-. O quizá sencillamente se dio cuenta de que era inútil intentar anticiparse al Cthaeh. -Hizo un gesto de indiferencia-. Si todo lo que vas a hacer está mal, puedes hacer lo que quieras.

Bast se quedó callado largo rato. Entonces asintió con la cabeza, primero débilmente, y luego con más firmeza.

– Tienes razón -concedió-. Si de todas formas todo va a acabar con lágrimas, puedo hacer lo que quiera.

Bast miró alrededor, y de pronto se levantó. Tras buscar un poco, encontró una gruesa capa arrugada en el suelo. Le dio una enérgica sacudida y se la echó sobre los hombros antes de dirigirse a la ventana. Entonces se paró, volvió al sofá y rebuscó entre los almohadones hasta que encontró una botella de vino.

Cronista estaba desconcertado.

– ¿Qué haces? ¿Te vas al velatorio de Shep?

Bast se detuvo de camino hacia la ventana, y pareció sorprenderse de ver a Cronista allí de pie.

– Voy a ocuparme de mis asuntos -dijo, y se puso la botella de vino debajo del brazo. Abrió la ventana y sacó un pie-. No me esperes levantado.

Kvothe entró con paso vigoroso en su habitación y cerró la puerta.

Se puso a hacer cosas. Retiró las cenizas frías de la chimenea y colocó leña nueva, encendiendo el fuego con una gruesa cerilla de azufre rojo. Cogió una segunda manta y la extendió sobre su estrecha cama. Frunciendo ligeramente el ceño, recogió la hoja de papel arrugada que se había caído al suelo y la dejó encima de su mesa, junto a otras dos hojas arrugadas.

Entonces, moviéndose como a regañadientes, fue hasta el pie de su cama. Inspiró hondo, se secó las manos en los pantalones y se arrodilló frente al arcón oscuro que había allí. Apoyó ambas manos sobre la tapa curvada y cerró los ojos, como si escuchara algo. Tiró de la tapa tensando los hombros.

No pasó nada. Kvothe abrió los ojos. Sus labios dibujaban una línea recta. Volvió a mover las manos, tirando más fuerte, haciendo fuerza largo rato antes de desistir.

Imperturbable, Kvothe se levantó y fue hasta la ventana que daba al bosque detrás de la posada. La abrió y se asomó por ella, estirando ambos brazos para coger algo abajo. Entonces volvió a meterse dentro de la habitación, llevando una caja de madera pequeña en las manos.

Retiró una capa de polvo y telarañas y abrió la caja. Dentro había una llave de hierro negra y una llave de brillante cobre. Kvothe se arrodilló otra vez frente al arcón y metió la llave de cobre en la cerradura de hierro. La hizo girar lentamente, con precisión: vuelta a la izquierda, a la derecha, otra vez a la izquierda, escuchando atentamente los débiles chasquidos del mecanismo interno.

Entonces cogió la llave de hierro y la introdujo en la cerradura de cobre. Esa llave no la hizo girar. La encajó hasta el fondo de la cerradura, la extrajo un poco y volvió a empujarla antes de sacarla del todo con un rápido y ágil movimiento.

Guardó las llaves en la caja y volvió a poner las manos en los lados de la tapa, en la misma posición que antes.

– Ábrete -murmuró-. Ábrete, maldita sea. ¡Edro!

Tiró de la tapa, y la espalda y los hombros se le tensaron con el esfuerzo.

La tapa del arcón no cedió. Kvothe dio un largo suspiro y se inclinó hacia delante hasta apoyar 1» frente contra la fría y oscura madera. Mientras expulsaba el aire, dejó caer los hombros; de pronto parecía débil y quebrantado, terriblemente cansado y mucho mayor de lo que era.

Sin embargo, su expresión no delataba sorpresa ni pena, sino tan solo resignación. Era la expresión de un hombre que por fin ha recibido la mala noticia que llevaba tiempo esperando.

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