Capítulo 71

Interludio: el arcón tricerrado

Kvothe hizo parar a Cronista levantando una mano. El escribano limpió el plumín de la pluma con un trapo e hizo rodar el hombro, entumecido. Sin decir nada, Kvothe sacó una vieja baraja de cartas y empezó a repartirlas. Bast cogió las suyas y las examinó con curiosidad.

– ¿Qué…? -empezó a decir Cronista frunciendo el entrecejo.

Se oyeron pasos en el porche de madera, y la puerta de la Roca de Guía se abrió revelando a un individuo calvo y gordo que llevaba una chaqueta bordada.

– ¡Alcalde Lant! -lo saludó el posadero dejando sus cartas y poniéndose en pie-. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Le apetece beber algo? ¿Comer algo?

– Un vaso de vino no estaría mal -dijo el alcalde, y entró en la taberna-. ¿Tienes tinto de Gremsby?

– Me temo que no -respondió el posadero meneando la cabeza-. Los caminos, ya sabe. No es fácil abastecerse.

El alcalde asintió.

– Entonces sírveme algún otro tinto -dijo-. Pero te advierto que no pagaré más de un penique por él.

– Por supuesto que no, señor -repuso el posadero, solícito, retorciéndose un poco las manos-. ¿Algo de comer?

– No -contestó el alcalde-. La verdad es que he venido para solicitar los servicios del escribano. He preferido esperar a que las cosas se calmaran un poco, para que pudiéramos tener intimidad. -Paseó la mirada por la sala vacía-. Supongo que no te importará que ocupe tu taberna durante media hora, ¿verdad?

– En absoluto. -El posadero sonrió, obsequioso. Le hizo señas a Bast para que se levantara y se marchase.

– ¡Pero si tenía unas cartas buenísimas! -protestó Bast levantándolas.

El posadero miró con el ceño fruncido a su ayudante y se metió en la cocina.

El alcalde se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de una silla mientras Bast, refunfuñando, recogía el resto de las cartas.

El posadero volvió con un vaso de vino tinto y cerró la puerta principal con una gran llave de latón.

– Me llevaré el chico arriba -dijo al alcalde- para que tenga usted intimidad.

– Te lo agradezco muchísimo -repuso el alcalde, y se sentó enfrente de Cronista-. Daré una voz cuando haya terminado.

El posadero asintió; se llevó a Bast de la taberna y subió con él la escalera. Kvothe abrió la puerta de su habitación e hizo entrar a Bast.

– Me pregunto qué será eso que el viejo Lant quiere guardar en secreto -dijo Kvothe en cuanto hubo cerrado la puerta-. Espero que no se entretenga demasiado.

– Tiene dos hijos de la viuda Creel -dijo Bast con desenvoltura.

– ¿En serio? -Kvothe arqueó una ceja.

Bast se encogió de hombros.

– Lo sabe todo el pueblo.

Kvothe puso cara de escepticismo y se sentó en una butaca tapizada.

– ¿Qué podemos hacer para entretenernos media hora? -preguntó.

– Hace muchísimo tiempo que no damos clase. -Bast arrastró una silla del pequeño escritorio y se sentó en el borde del asiento-. Podrías enseñarme algo.

– Clase -caviló Kvothe-. Podrías leer tu Celum Tinture.

– ¡Es tan aburrido, Reshi! -dijo Bast, suplicante-. No me importa dar clase, pero ¿tienen que ser necesariamente lecciones de un libro?

El tono de Bast le arrancó una sonrisa a Kvothe.

– ¿Prefieres que te plantee un enigma?-Bast sonrió-. Está bien, déjame pensar un poco. -Kvothe se dio golpecitos en los labios con las yemas de los dedos y paseó los ojos por la habitación. Al cabo de un momento, detuvo la mirada a los pies de la cama, donde estaba el arcón de madera oscura. Hizo un ademán displicente y preguntó-: ¿Cómo abrirías mi arcón si tuvieras que hacerlo?

El rostro de Bast reveló una ligera aprehensión.

– ¿Tu arcón tricerrado, Reshi?

Kvothe se quedó mirando a su alumno, y luego soltó una carcajada.

– ¿Mi qué? -preguntó, extrañado.

Bast se sonrojó y agachó la cabeza.

– Es como yo lo llamo -murmuró.

– Pues de nombres… -Kvothe vaciló, y en sus labios jugueteaba una sonrisa-. Bueno, suena a cuento de hadas, ¿no te parece?

– Fuiste tú quien lo hizo, Reshi -repuso Bast, enfurruñado-. Tres cierres, madera de primera calidad y todo eso. Yo no tengo la culpa de que suene a cuento de hadas.

Kvothe se inclinó hacia delante y apoyó una mano sobre la rodilla de Bast, a modo de disculpa.

– Es un buen nombre, Bast. Lo que pasa es que me ha sorprendido. -Volvió a echarse hacia atrás-. Bueno. ¿Qué harías para abrir el arcón tricerrado de Kvothe el Sin Sangre?

Bast sonrió.

– Cuando lo dices así pareces un pirata, Reshi. -Echó un vistazo al arcón-. Supongo que pedirte las llaves está descartado, ¿verdad?

– Correcto -confirmó Kvothe-. Digamos que he perdido las llaves. Mejor aún, supongamos que he muerto, y que tienes libertad para hurgar entre mis secretos.

– Eso es un poco tétrico, Reshi -dijo Bast con ligero reproche.

– La vida es un poco tétrica, Bast -replicó Kvothe sombríamente-. Será mejor que te vayas acostumbrando. -Señaló el arcón-. Venga, tengo curiosidad por ver cómo te las ingenias para abrir esa nuez.

Bast lo miró con gesto inexpresivo.

– Las burlas son peores que las lecciones de los libros, Reshi -dijo, y fue hacia el arcón. Le dio un golpecito con el pie; luego se agachó y examinó las dos cerraduras, una de hierro oscuro y la otra de cobre brillante. Bast tocó la tapa redondeada con un dedo y arrugó la nariz-. Esta madera no me gusta nada, Reshi. Y la cerradura de hierro es una injusticia.

– ¿Lo ves? Esta clase ya ha servido para algo -dijo Kvothe con aspereza-. Has deducido una verdad universal: la realidad suele ser injusta.

– ¡Y no tiene bisagras! -exclamó Bast mirando la parte de atrás del arcón-. ¿Cómo puede haber una tapa sin bisagras?

– He de admitir que me llevó tiempo solucionar eso -dijo Kvothe con un deje de orgullo.

Bast se puso a cuatro patas y miró por el ojo de la cerradura de cobre. Levantó una mano y la posó sobre la placa. Entonces cerró los ojos y se quedó muy quieto, como si escuchara.

Al cabo de un momento, se inclinó hacia delante y sopló sobre la cerradura. No pasó nada; entonces Bast empezó a mover los labios. Pese a que hablaba tan bajo que no podía oírsele, era evidente que sus palabras tenían un tono de súplica.

Al cabo de un rato, Bast se puso en cuclillas y frunció el entrecejo. Entonces sonrió, estiró una mano y golpeó la tapa del arcón con los nudillos. Apenas sonó; era como si golpeara una piedra.

– Por curiosidad -dijo Kvothe-, ¿qué harías si alguien contestara desde dentro?

Bast se levantó, salió de la habitación y regresó poco después con una serie de herramientas. Apoyó una rodilla en el suelo y, utilizando un trozo de alambre doblado, estuvo hurgando en la cerradura de cobre unos minutos. Al final empezó a maldecir por lo bajo. Cuando cambió de posición para trabajar desde otro ángulo, rozó con la mano la placa de la cerradura de hierro, y se echó para atrás, farfullando.

Volvió a levantarse, tiró el alambre y cogió una larga palanca de metal reluciente. Intentó introducir el extremo más delgado bajo la tapa del arcón, pero la rendija era demasiado fina. Al cabo de unos minutos, abandonó también esa táctica.

A continuación, quiso tumbar el arcón sobre un costado para examinar la base, pero únicamente consiguió desplazarlo un centímetro por el suelo.

– ¿Cuánto pesa esto, Reshi? -exclamó, exasperado-. ¿Ciento cincuenta kilos?

– Más de doscientos, cuando está vacío -contestó Kvothe-. ¿No te acuerdas de lo que nos costó subirlo por la escalera?

Bast dio un suspiro y siguió examinando el arcón con gesto de rabia y frustración. Entonces cogió una hachuela. No era la hachuela basta con cabeza en cuña que utilizaban para cortar las encendajas detrás de la posada. Era delgada y amenazadora, y estaba hecha de una sola pieza de metal. La forma de la cabeza recordaba vagamente a una hoja.

Sopesó la herramienta con una mano.

– Esto sería lo que yo haría a continuación, Reshi. Si estuviera verdaderamente interesado en abrir el arcón. -Miró a su maestro con curiosidad-. Pero si prefieres que no…-A mí no me mires, Bast -dijo Kvothe con gesto de impotencia-. Estoy muerto. Haz lo que quieras.

Bast sonrió y golpeó la redondeada tapa del arcón con la hachuela. Se oyó un ruido extraño, débil y resonante, como si alguien hiciera sonar una campanilla amortiguada en otra habitación.

Bast hizo una pausa, y entonces empezó a aporrear con fuerza la tapa del arcón, una y otra vez. Primero lo hizo empuñando la hachuela con una sola mano, y luego con las dos, levantando los brazos cada vez por encima de la cabeza, como si cortara leña.

La reluciente cabeza lanceolada de la hachuela no conseguía penetrar en la madera, y con cada golpe salía despedida hacia un lado, como si Bast intentara cortar un bloque de piedra enorme y macizo.

Al final Bast paró, respirando entrecortadamente, y se agachó para examinar la parte superior del arcón, pasando la mano por la superficie antes de examinar la hoja de la hachuela. Dio un suspiro.

– Hiciste un buen trabajo, Reshi.

Kvothe sonrió e hizo como si se llevara la mano al sombrero.

Bast se quedó mirando el arcón.

– Intentaría prenderle fuego, pero sé que la madera de roah no arde. Quizá tuviera más suerte si lo calentara lo suficiente para fundir la cerradura de cobre. Pero para eso, tendría que trasladarlo hasta una fragua. -Miró el arcón, enorme como un baúl de viaje-. Pero tendría que ser una fragua más grande que la que tenemos aquí, en el pueblo. Y ni siquiera sé cuánto hay que calentar el cobre para que se funda.

– Esa clase de información -repuso Kvothe- es la que podría aparecer en la lección de un libro.

– Y supongo que habrás tomado precauciones para prevenir cosas así.

– Sí -admitió Kvothe-. Pero no era mala idea. Demuestra que tienes pensamiento lateral.

– ¿Y con ácido? -preguntó Bast-. Abajo tenemos uno muy potente…

– El ácido fórmico no le hace nada a la madera de roah -dijo Kvothe-. Y el muriático tampoco. Quizá tuvieras más suerte con aqua regia. Pero no tenemos mucha a mano, y la madera es muy gruesa.

– No pensaba en la madera, Reshi. Pensaba en las cerraduras. Con suficiente ácido, podría atravesarlas.

– Das por hecho que son de cobre y de hierro también por dentro -dijo Kvothe- Y aunque lo fueran, haría falta una gran cantidad de ácido; y te preocuparía que el ácido se derramara por el interior del arcón, estropeando lo que hay dentro. Con el fuego pasaría lo mismo, claro.

Bast se quedó mirando el arcón otra vez, acariciando la tapa con aire pensativo.

– Eso es lo único que se me ocurre, Reshi. Tendré que seguir pensando un poco más.

Kvothe asintió con la cabeza. Desanimado, Bast recogió sus herramientas y se las llevó. Cuando volvió, empujó el arcón desde el otro lado, desplazándolo de nuevo un centímetro hasta ponerlo exactamente en la posición original, al pie de la cama.

– No ha estado mal, Bast -lo tranquilizó Kvothe-. Muy metódico. Has hecho lo mismo que habría hecho yo.

– ¿Hola? -La voz del alcalde resonó en la habitación de abajo-. Ya he terminado.

Bast dio un respingo y corrió hacia la puerta, empujando la silla de nuevo bajo la mesa. Ese repentino movimiento hizo que se moviera una de las hojas de papel arrugadas que había encima de la mesa; cayó al suelo, rebotó y rodó hasta ir a parar bajo la silla.

Bast hizo una pausa y se agachó para recoger la bola de papel.

– No-dijo Kvothe-. Déjalo.

Bast se quedó quieto con la mano extendida; entonces se levantó y salió de la habitación.

Kvothe lo siguió y cerró la puerta.

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