Capítulo 64

La huída


Si bien ninguna familia puede vanagloriarse de tener un pasado absolutamente plácido, los Lackless han sufrido más desgracias que otros. Algunos infortunios provenían del exterior: asesinatos, invasiones, revueltas campesinas, robos. Pero más reveladores aún son los infortunios venidos de dentro: ¿cómo puede prosperar una familia cuando el primogénito y heredero abandona todos los deberes familiares? No debería extrañarnos que sus detractores los llamen a menudo «los desdichados».

El hecho de que hayan sobrevivido tanto tiempo es un testimonio del poderío de su sangre. De no ser por el incendio de Caluptena, quizá tendríamos documentos que nos permitirían seguir el rastro de la familia Lackless lo suficiente para que esta rivalizara en antigüedad con el linaje real de Modeg…

Tiré el libro sobre la mesa con un descuido que habría encolerizado al maestro Lorren. Si el maer creía que esa clase de información bastaba para conquistar a una mujer, me necesitaba más de lo que imaginaba.

Pero tal como estaban las cosas, dudaba que el maer me pidiera ayuda para nada, y menos aún para algo tan delicado como cortejar a una dama. El día anterior ni siquiera me había llamado.

Era evidente que había caído en desgracia, y tenía la impresión de que Stapes había tenido algo que ver. Después de lo que había visto dos noches atrás en la torre de Caudicus, era evidente que Stapes participaba en la conspiración para envenenar al maer.

Decidí esperar, aunque eso significara pasarme todo el día encerrado en mis habitaciones. No era tan necio como para arriesgar la opinión que Alveron tenía de mí, que ya era bastante pobre, presentándome en sus aposentos sin que me hubiera llamado. Una hora antes de la comida, vino a verme el vizconde Guermen con unas cuantas hojas de chismorreos escritas a mano. También llevaba una baraja de cartas; quizá se hubiera propuesto imitar a Bredon. Me propuso enseñarme a jugar a truz, y como yo estaba aprendiendo ese juego, accedí a jugar apostando un sueldo de plata por mano.

Guermen cometió el error de dejarme repartir, y se marchó un tanto enfurruñado después de que le ganara dieciocho manos seguidas. Supongo que habría podido ser un poco más sutil. Habría podido jugar con él como con un pescado colgando de una caña, y estafarle la mitad de su finca, pero no estaba de humor para esas cosas. No tenía pensamientos agradables, y prefería estar a solas con ellos.

Una hora después de comer, decidí que ya no me interesaba conseguir el favor del maer. Si Alveron quería confiar en el traidor de su valet, era asunto suyo. No pensaba pasar ni un minutó más sentado sin hacer nada en mi habitación, esperando junto a la puerta como un perro apaleado.

Me eché la capa sobre los hombros, cogí el estuche de mi laúd y decidí dar un paseo por la calle de los Hojalateros. Si el maer me necesitaba mientras yo estaba fuera, podía dejarme una nota.

Nada más salir al pasillo vi al guardia en posición de firmes junto a mi puerta. Era uno de los guardias de Alveron, y llevaba sus colores, azul zafiro y marfil.

Nos quedamos un momento quietos. No tenía sentido preguntarle si estaba allí por mí. No había ninguna otra puerta a menos de seis metros en una u otra dirección. Lo miré a los ojos.

– ¿Cómo te llamas?

– Jayes, señor.

Al menos todavía merecía que me llamaran «señor». Eso ya era algo.

– Y estás aquí porque…

– Tengo que acompañarlo si sale de su habitación. Señor.

– Muy bien. -Entré de nuevo en la habitación y cerré la puerta.

¿De quién habría recibido las órdenes, de Alveron o de Stapes? En realidad no importaba.

Salí por la ventana al jardín, crucé el arroyo, pasé detrás de un seto y trepé por un muro de piedra decorativo. Mi capa de color granate no era idónea para escabullirme, por el jardín, pero en cambio me camuflaría muy bien contra el rojo de las tejas del tejado.

A continuación subí al tejado de los establos, pasé por un pajar y| salí por la puerta trasera de un granero abandonado. Una vez allí solo tenía que saltar una valla y habría salido del palacio del maer. Fue muy sencillo.

Entré en doce posadas de Hojalateros hasta que encontré en la que se hospedaba Denna. Como no estaba allí en ese momento, seguí paseando por la calle, con los ojos muy abiertos y confiando en mi suerte.

Al cabo de una hora la vi. Estaba de píe detrás de un corro de gente, mirando una representación callejera de Tres peniques por un deseo, lo creáis o no.

Tenía la piel más bronceada que la última vez que la había visto un la Universidad, y llevaba un vestido de cuello alto a la moda loen. Su melena, lisa y oscura, le caía por la espalda, excepto una fina trenza que colgaba junto a su cara.

Nuestras miradas se encontraron en el preciso instante en que irriga Muerta recitaba su primer verso de la obra:

¡Curo vuestras dolencias!

¡Son remedios sin falencia!

¡Pociones a penique, garantizo el resultado!

Si el corazón fastidiado tienes,

o si las piernas no le abrieres,

a mi carro derecho vente,

¡encontrarás lo que tanto habías buscado!

Denna sonrió al verme. Habríamos podido quedarnos a ver la obra, pero yo ya sabía cómo acababa.

Unas horas más tarde, Denna y yo comíamos uvas dulces de Vint a la sombra del Tajo. Algún picapedrero diligente había tallado un pequeño nicho en la piedra blanca del precipicio, proporcionando unos asientos lisos de piedra. Era un sitio acogedor que habíamos descubierto mientras paseábamos sin rumbo fijo por la ciudad. Estábamos solos, y yo me consideraba el hombre más afortunado del mundo.

Lo único que lamentaba era no tener el anillo de Denna conmigo. Habría sido el regalo sorpresa perfecto para nuestro encuentro sorpresa. Peor aún, ni siquiera podía hablarle a Denna del anillo. Si lo hacía, me vería obligado a admitir que lo había utilizado como garantía del préstamo de Devi. -Veo que te van bastante bien las cosas -comentó Denna frotando el dobladillo de mi capa granate con dos dedos-. ¿Te has hartado de andar todo el día entre libros?

– Me he tomado unas vacaciones -dije, evasivo-. De momento estoy ayudando al maer Alveron con un par de cosillas.

Denna abrió mucho los ojos apreciativamente.

– Cuéntame.

Desvié la mirada, incómodo.

– Me temo que no puedo. Asuntos delicados, ya sabes. -Carraspeé y traté de cambiar de tenia-. ¿Y tú? A ti tampoco debe de irte mal, por lo que se ve. -Pasé dos dedos por el bordado que decoraba el cuello alto de su vestido.

– Bueno, yo no me codeo con el maer -dijo haciendo un gesto exageradamente deferente hacia mí-. Pero como mencionaba en mis cartas, he…

– ¿Cartas? -la interrumpí-. ¿Me enviaste más de una?

– Te envié tres desde que me marché -me contestó Denna-. Iba a empezar la cuarta, pero me has ahorrado ese trabajo.

– Pues solo recibí una -aclaré.

– De todas maneras, prefiero decírtelo en persona -dijo Denna encogiéndose de hombros. Hizo una pausa teatral y añadió- Por fin tengo un mecenas oficial.

– ¿En serio? -dije, gratamente sorprendido-. ¡Es una estupenda noticia, Denna!

Sonrió, orgullosa. El blanco de sus dientes se destacaba contra el bronceado de su cara. Tenía los labios rojos, como siempre, sin necesidad de pintárselos.

– ¿Es algún miembro de la corte de Severen? -pregunté-. ¿Cómo se llama?

Denna se puso seria, y su abierta sonrisa se transformó en una débil mueca de confusión.

– Ya sabes que eso no puedo decírtelo. Ya sabes lo maniático que es respecto a su intimidad.

De pronto todo mi entusiasmo se esfumó, dejándome helado.

– No. Denna. Dime que no es aquel individuo. El que te envió a tocar a aquella boda en Trebon.

– Pues claro que sí -dijo Denna mirándome desconcertada-. No puedo revelarte su verdadero nombre. ¿Cómo lo llamaste aquella vez? ¿Maese Olmo?

– Maese Fresno -dije, y al pronunciar ese nombre me pareció que se me llenaba la boca del sabor a la corteza cenicienta del fresno-. ¿Tú sabes cómo se llama, al menos? ¿Te lo dijo antes de que firmaras el contrato?

– Sí, creo que sé cómo se llama. -Se pasó una mano por el pelo. Cuando sus dedos tocaron la trenza, pareció sorprenderle encontrar la allí, y rápidamente empezó a deshacerla con ágiles movimientos-… Pero ¿qué importancia tiene eso? Todos tenemos secretos, Kvothe. Mientras siga tratándome bien, no me importa mucho saber cuáles son los suyos. Ha sido muy generoso conmigo.

– No es simplemente reservado, Denna -protesté-. Por cómo lo has descrito, yo diría que es paranoico o está metido en asuntos peligrosos.

– No sé por qué le guardas tanto rencor.

No podía creer lo que Denna acababa de decir.

– Denna, te dio una paliza.

Ella se quedó muy quieta.

– No. -Se llevó una mano al cardenal, ya amarillento, que tenía en el pómulo-. No, no es verdad. Ya te lo he dicho. Me caí montando. Aquel caballo estúpido no sabía distinguir un palo de una serpiente.

Negué con la cabeza.

– Me refería al otoño pasado, en Trebon.

Denna bajó la mano hasta su regazo, donde hizo un distraído movimiento tratando de hacer girar un anillo que no llevaba. Me miró con gesto inexpresivo.

– ¿Cómo sabes eso?

– Me lo contaste tú misma. Aquella noche en la colina, mientras esperábamos a que apareciera el draccus.

Denna agachó la cabeza y pestañeó.

– No recuerdo… haber dicho eso.

– Aquel día estabas un poco confundida -le recordé con gentileza-. Pero me lo dijiste. Me lo contaste todo. No deberías quedarte con una persona así, Denna. Cualquiera que fuera capaz de hacerte aquello…

– Lo hizo por mi bien -dijo Denna, y sus oscuros ojos empezaron a brillar de ira-. ¿Eso no te lo dije? Todos los invitados a la boda habían muerto, y allí estaba yo, sin un solo arañazo. Ya sabes cómo son los pueblos pequeños. Incluso después de encontrarme inconsciente creyeron que yo podía haber tenido algo que ver con lo ocurrido. Te acuerdas, ¿verdad?

Agaché la cabeza y la sacudí como un buey que trata de librarse del yugo.

– No te creo. Tenía que haber alguna otra forma de solventar la situación. Yo habría encontrado otra forma.

– Ya, pero no todos somos tan inteligentes como tú.

– ¡No tiene nada que ver con ser inteligente! -Casi gritaba-. ¡El habría podido llevársete con él! ¡Habría podido dar la cara y responder por ti!

– No, porque nadie podía saber que él estaba allí -replicó Denna-. Me dijo…

– Te pegó.

Al pronunciar esas palabras, noté que se acumulaba dentro de mí una ira terrible. No era una ira furiosa y candente, como la que solía caracterizar mis brotes de mal genio. Era una emoción diferente, fría y lenta. Y nada más sentirla, me di cuenta de que llevaba mucho tiempo dentro de mí, cristalizando, como un estanque que poco a poco se hiela a lo largo de una noche de invierno.

– Te pegó -repetí, y noté la ira dentro de mí, un bloque sólido de cólera gélida-. Nada que digas podrá cambiar eso. Y si alguna vez lo veo, seguramente le clavaré un puñal en lugar de estrecharle la mano.

Entonces Denna levantó la cabeza y me miró, y vi que la irritación desaparecía de su semblante. Me miró con cariño mezclado con compasión. La clase de mirada que le lanzas a un cachorro cuando gruñe creyéndose terriblemente fiero. Me puso una suave mano en la mejilla, y noté que me ruborizaba, avergonzado de pronto de mi propio melodrama.

– No discutamos, por favor -me suplicó-. Por favor. Hoy no. Llevaba tanto tiempo sin verte…

Decidí dejarlo para no arriesgarme a alejar a Denna de mí. Sabía lo que pasaba cuando los hombres la presionaban demasiado.

– Está bien -cedí-. Vamos a dejarlo por hoy. Pero ¿puedes decirme, al menos, para qué te ha traído tu mecenas aquí?

Denna recostó la espalda y sonrió de oreja a oreja.

– Lo siento. Asuntos delicados, ya sabes -dijo imitándome.

– No seas así -protesté-. Te lo contaría si pudiera, pero el maer valora mucho su intimidad.

Denna volvió a inclinarse hacia delante y puso una mano sobre la mía.

– Pobre Kvothe, no es por maldad. Mi mecenas es tan reservado como el maer. Me dejó muy claro que no quería que hiciera pública w nuestra relación. Puso mucho énfasis en eso. -Se había puesto seria-. Es un hombre poderoso. -Me pareció que iba a añadir algo más, pero entonces se contuvo.

Lo entendí, a mi pesar. Mi reciente roce con la ira del maer me había enseñado a ser precavido.

– ¿Qué puedes contarme de él?

Denna se dio unos golpecitos en los labios con la yema de un dedo, pensativa.

– Es un bailarín excelente. Creo que eso puedo decirlo sin traicionar nada. Se mueve con mucha gracia -dijo, y rió al ver mi expresión-. Le estoy ayudando a hacer unas investigaciones. Historias y genealogías antiguas. Él me ayuda a escribir un par de canciones para que pueda hacerme un nombre… -Titubeó y meneó la cabeza-. Me parece que no puedo revelar nada más.

– ¿Podré oír esas canciones cuando las hayas terminado?

– Supongo que sí. -Sonrió con timidez. Entonces se levantó, me cogió por el brazo y tiró de mí para que me pusiera en pie-. Basta de hablar. ¡Ven a pasear conmigo!

Sonreí; el entusiasmo de Denna era contagioso, como el de un crío. Pero cuando tiró de mí, dio un gritito, hizo una mueca de dolor y se llevó una mano al costado.

Me levanté de un brinco.

– ¿Qué te pasa?

Denna encogió los hombros y compuso una sonrisa forzada mientras se abrazaba las costillas.

– La caída -dijo-. Qué caballo tan estúpido. Si me olvido y me muevo demasiado deprisa, me duele.

– ¿Te lo ha visto alguien?

– Solo es un cardenal -dijo-. Y de la clase de doctores que puedo permitirme no me fío.

– ¿Y tu mecenas? -pregunté-. Seguro que él puede buscarte un buen médico.

– No tiene importancia. -Se enderezó lentamente. Levantó ambos brazos por encima de la cabeza e hizo un ágil paso de baile; al ver lo serio que me había puesto, soltó una carcajada-. Dejemos de hablar de secretos. Ven a pasear conmigo. Cuéntame habladurías morbosas de la corte del maer.

– Muy bien-dije, y empezamos a andar-. Me han dicho que el maer se recupera estupendamente de una larga enfermedad.

– Eres un chismoso pésimo. Eso lo sabe todo el mundo.

– El baronet Bramston jugó una partida de faro malísima anoche.

Denna puso los ojos en blanco.

– Aburrido.

– La condesa DeFerre perdió la virginidad mientras asistía a una representación de Daeonica.

– Oh. -Denna se llevó una mano a los labios y reprimió una risa-. ¿En serio?

– Al menos no la tenía después del entreacto -dije en voz baja-. Pero resulta que se la había dejado en sus habitaciones. De modo que en realidad no la perdió, sino que no recordaba dónde la había dejado. Los criados la encontraron dos días más tarde mientras limpiaban. Resulta que se había ido rodando debajo de una cómoda.

– ¡No puedo creer que te haya creído! -protestó Denna, indignada. Me dio un manotazo; entonces volvió a hacer una mueca de dolor y aspiró bruscamente entre los dientes.

– Ya sabes que he estudiado en la Universidad -dije con dulzura-. No soy fisiólogo, pero entiendo un poco de medicina. Si quieres, puedo examinarte ese golpe.

Denna me miró largamente, como si no estuviera segura de cómo debía interpretar mi ofrecimiento.

– Me parece que esa es la táctica más circunspecta que nadie ha probado jamás para conseguir que me desnude.

– Yo… -Me puse rojo como un tomate-. Denna, yo no pretendía…

Denna se rió de mi turbación.

– Si tuviera que dejar que alguien jugara a los médicos conmigo, serías tú, mi Kvothe -dijo-. Pero de momento me ocuparé yo misma. -Entrelazó un brazo con el mío y seguimos caminando por la calle-. Sé cuidarme sola.

Horas más tarde regresé al palacio del maer; fui por el camino directo, y no por los tejados. Cuando llegué al pasillo que conducía a mis habitaciones, vi que había dos guardias apostados en lugar de uno solo, como antes de salir. Deduje que habían descubierto que me había escapado.

Ni siquiera eso consiguió desanimarme mucho, pues el rato que había pasado con Denna me había levantado el espíritu. Además, había quedado con ella al día siguiente pata ir a montar a caballo. Tratándose de Denna, era un lujo haber quedado en un sitio y a una hora concretos.

– Buenas noches, caballeros -saludé al llegar ante mi puerta-, ¿Ha pasado algo interesante durante mi ausencia?

– No puede salir de sus habitaciones -dijo Jayes con seriedad. Me fijé en que esa vez no me había llamado «señor».

Me quedé quieto, con una mano sobre el picaporte.

– ¿Cómo dice?

– Debe permanecer en sus habitaciones hasta nueva orden -sentenció-. Y uno de nosotros debe quedarse con usted todo el tiempo.

Me enfurecí.

– Y eso ¿lo sabe Alveron? -pregunté con aspereza.

Los dos guardias se miraron, dubitativos.

De modo que había sido Stapes quien les había dado las órdenes. Esa duda sería suficiente para que no se atrevieran a tocarme.

– Vamos a aclarar esto ahora mismo -decidí, y eché a andar por el pasillo a buen paso; los guardias intentaron seguirme haciendo sonar sus armaduras.

A medida que recorría los pasillos, iba poniéndome más furioso. Si ya no tenía ninguna credibilidad ante el maer, prefería liquidar el asunto definitivamente. Ya que no podía ganarme su confianza, al menos podría recuperar mi libertad y la capacidad para ver a Denna siempre que quisiera.

Doblé una esquina justo a tiempo para ver al maer saliendo de sus aposentos. Llevaba un fajo de papeles bajo un brazo, y nunca lo había visto con un aspecto más saludable.

Al verme, la irritación se reflejó en su rostro, y creí que ordenaría a los guardias que se me llevaran. Sin embargo, lo abordé con toda tranquilidad, como si hubiera recibido una invitación escrita.

– Excelencia -dije con tono alegre y cordial-, ¿podemos hablar un momento?

– Por supuesto -replicó él con un tono similar, al mismo tiempo que abría las puertas que había estado a punto de cerrar al salir-. Pasa.

Escudriñé sus ojos y vi en ellos una ira tan intensa como la mía. Una parte de mí, la más sensata, tembló un instante, pero mi mal genio, imparable, galopaba sin freno.

Dejamos a los desconcertados guardias en la antecámara, y Alveron me condujo por otra puerta hasta sus aposentos privados. Se palpaba un silencio amenazador, como la calma antes de una inesperada tormenta de verano.

– No puedo creer que seas tan insolente -dijo el maer entre dientes una vez que se hubieron cerrado las puertas-. Tus descabelladas acusaciones. Tus ridículas afirmaciones. No me gusta hacer escenas en público, de modo que ya nos ocuparemos de eso más tarde. -Hizo un ademán imperioso-. Vuelve a tus habitaciones y no salgas hasta que decida qué quiero hacer contigo.

– Excelencia…

Supe por cómo cuadraba los hombros que estaba a punto de llamar a los guardias.

– No te oigo -dijo con rotundidad.

Entonces nuestras miradas se cruzaron. El maer tenía los ojos duros como el pedernal, y me di cuenta de que estaba verdaderamente furioso. Aquella no era la ira de un patrón o un empleador. No era alguien molesto porque yo no hubiera respetado el orden social. Era un hombre que había dirigido cuanto sucedía alrededor desde los dieciséis años. Aquel hombre no tenía ningún reparo en colgar a alguien de una jaula para reafirmar su autoridad. Era un hombre que, de no ser por un giro de la historia, en ese momento sería el rey de toda Vintas.

Mi genio chisporroteó y se apagó como una vela, dejándome helado. Entonces comprendí que había juzgado muy mal mi situación.

Cuando era un niño sin hogar en las calles de Tarbean había „ aprendido a tratar con gente peligrosa: estibadores borrachos, guardias, hasta un niño mendigo con un puñal hecho con un cristal de botella puede matarte. La clave para seguir con vida era conocer las reglas de la situación. Un guardia nunca te pegaba en medio de la calle. Un estibador nunca te perseguía si echabas a correr.

De pronto comprendí con una claridad asombrosa cuál había sido mi error. El maer no tenía que cumplir ninguna regla. Podía ordenar que me mataran y que luego colgaran mi cuerpo sobre las puertas de la ciudad. Podía encerrarme en la cárcel y olvidarse de mí. Podía dejarme allí mientras yo me moría de hambre y enfermaba. Yo no tenía posición, ni amigos que pudieran interceder por mí. Me hallaba indefenso como un niño con una espada hecha con una rama de sauce.

Comprendí todo eso de golpe y noté que un temor lacerante se instalaba en mis entrañas. Debí quedarme en Bajo Severen mientras todavía podía. Jamás debí ir allí y mezclarme en los asuntos de la gente poderosa.

Entonces apareció Stapes, que venía del vestidor del maer. Al vernos, en su semblante, normalmente plácido, se reflejaron brevemente el pánico y la sorpresa. Pero se recuperó enseguida.

– Les ruego que me disculpen, señores -dijo; dio media vuelta y se marchó por donde había llegado.

– Stapes -dijo el maer antes de que el valet desapareciera-. Ven aquí.

Stapes volvió a entrar en la habitación. Se retorcía las manos con nerviosismo. Tenía la mirada acongojada de un hombre culpable, un hombre al que habían sorprendido haciendo algo que no debía.

– Stapes, ¿qué llevas ahí? -inquirió Alveron con seriedad.

Me acerqué más y vi que el valet no se retorcía las manos, sino que llevaba algo en ellas.

– No es nada…

– ¡Stapes! -bramó el maer-. ¡Cómo te atreves a mentirme! ¡Enséñamelo ahora mismo!

El corpulento valet se quedó como aturdido y abrió las manos. En la palma tenía un pajarillo brillante como una piedra preciosa, sin vida. Stapes había palidecido por completo.

Desde que el mundo es mundo, jamás la muerte de una criatura tan bonita había traído tanto alivio y tanta alegría. Yo llevaba tiempo convencido de que Stapes era un traidor, y allí tenía la prueba irrefutable de su traición.

Sin embargo, guardé silencio. El maer tenía que verlo con sus propios ojos.

– ¿Qué significa eso? -preguntó el maer.

– No es bueno pensar en esas cosas, señor -dijo el valet, aturullado-, y peor aún darle mucha importancia. Iré a buscar otro. Cantará igual de bien.

Hubo una larga pausa. Vi que Alveron se esforzaba para contener la ira que había estado a punto de desatar sobre mí. El silencio siguió prolongándose.

– Stapes -dije despacio-, ¿cuántos pájaros ha sustituido estos últimos días?

Stapes se volvió hacia mí con expresión indignada.

Antes de que el valet pudiera hablar, el maer intervino:

– Contéstale, Stapes -dijo con voz casi entrecortada-. ¿Ha muerto alguno más?

Stapes miró al maer aflicción

– Oh, Rand, no quería molestarte. Estabas muy enfermo. Entonces me pediste que te llevara los pájaros, y pasaste una noche espantosa. Y al día siguiente había muerto uno.

Miraba el pajarillo que tenía en la palma de la mano y hablaba cada vez más deprisa, atropelladamente. Aquella falta de fluidez tenía que ser a la fuerza sincera.

– No quería llenarte la cabeza de ideas macabras hablándote de animales muertos. Así que lo saqué de la jaula y metí otro nuevo. Entonces empezaste a encontrarte mejor, y todos los días morían cuatro o cinco pájaros. Cada vez que miraba, encontraba otro en el suelo de la jaula, como una pequeña flor cortada. En cambio, tú te recuperabas muy bien. Por eso no quise mencionarlo.

Stapes tapó al sorbicuelo muerto con la mano ahuecada.

– Es como si estuvieran entregando sus pequeñas almas para que tú te curases. -De pronto algo se soltó en su interior, y rompió a llorar. Eran los profundos y desconsolados sollozos de un hombre sincero que lleva mucho tiempo asustado y sintiéndose impotente, viendo morir poco a poco a un amigo querido.

Alveron se quedó inmóvil un momento, perplejo, y toda su ira lo abandonó. Entonces avanzó y abrazó a su valet.

– Stapes… -dijo en voz baja-. En cierto modo es así. Tú no has hecho nada de lo que se te pueda culpar.

Salí discretamente de la habitación y me puse a retirar los bebederos de la jaula dorada.

Una hora más tarde estábamos los tres cenando juntos en los aposentos del maer. Alveron y yo explicamos a Stapes lo que había estado pasando aquellos últimos días. Stapes estaba loco de alegría; su amo no solo estaba curado, sino que su salud seguiría mejorando.

Para mí, después de haber contrariado a Alveron, contar de nuevo con su favor era un gran alivio. Sin embargo, me daba cuenta de lo cerca que había estado del desastre.

Fui sincero con el maer respecto a mis equivocadas sospechas sobre Stapes, y ofrecí al valet mis sinceras disculpas. Stapes, a su vez, admitió las dudas que había abrigado respecto a mí. Al final nos dimos la mano y pensamos mejor el uno del otro.

Estábamos charlando mientras terminábamos de cenar, cuando Stapes se levantó de pronto, pidió disculpas y salió precipitadamente de la habitación.

– La puerta -explicó el maer-. Tiene el oído de un perro. Es asombroso.

Stapes le abrió la puerta al individuo alto con la cabeza afeitada al que yo había visto examinando unos mapas con Alveron el día de mi llegada. El comandante Dagon.

Dagon entró en la habitación y sus ojos se dirigieron rápidamente hacia cada uno de los rincones, hacia la ventana, hacia la otra puerta; entonces se clavaron en mí y otra vez en el maer. Cuando nuestras miradas se encontraron, los instintos salvajes que me habían mantenido vivo en las calles de Tarbean me aconsejaron huir. Esconderme. Hacer cualquier cosa con tal de alejarme de aquel hombre.

– ¡Dagon! -dijo el maer alegremente-. ¿Cómo va todo?

– Bien, excelencia. -Se quedó de pie, alerta, sin mirar a los ojos al maer.

– ¿Serías tan amable de arrestar a Caudicus por traición?

Hubo una breve pausa.

– Sí, excelencia.

– Calculo que serán suficientes ocho hombres, siempre que no se dejen llevar por el pánico ante una situación complicada.

– Sí, excelencia. -Empecé a captar sutiles diferencias en las respuestas de Dagon.

– Vivo -añadió Alveron como si contestara una pregunta-. Pero no hace falta que seas muy delicado con él.

– Sí, excelencia. -Dicho eso, Dagon se dio la vuelta.

– Si de verdad es un arcanista, debería usted tomar ciertas precauciones, excelencia -me apresuré a intervenir. Me arrepentí de haber empleado la palabra «debería» nada más pronunciarla, porque sonó excesivamente presuntuosa. Tendría que haber dicho «quizá quiera tomar ciertas precauciones».

Pero Alveron no debió de reparar en mi error.

– Sí, por supuesto. Para atrapar a un ladrón hace falta ser ladrón. Cuando lo dejes abajo, Dagon, átale las manos y los pies con unas buenas cadenas de hierro. De hierro puro. Amordázalo y véndale los ojos… -Caviló un instante dándose golpecitos en el labio con un dedo-. Y córtale los pulgares.

– Sí, excelencia.

– ¿Crees que con eso será suficiente? -me preguntó Alveron.

Contuve las náuseas y me esforcé para no retorcerme las manos sobre el regazo. No sabía qué era lo que me producía mayor desasosiego: la alegría con que Alveron daba las órdenes o la impasibilidad con que Dagon las aceptaba. Con un arcanista de verdad no se podía jugar» pero la idea de dejar lisiado a Caudicus me parecía más horrorosa que la de matarlo.

Dagon se marchó, y cuando se cerró la puerta Stapes se estremeció y dijo:

– Dios mío, Rand, cada vez que lo veo es como si me echaran un chorro de agua fría por la espalda. No sé por qué no te libras de él.

– ¿Para que se lo quede otro? -repuso el maer riendo-. No, Stapes. Lo quiero aquí. Mi perro rabioso, atado con una correa corta.

Stapes frunció el entrecejo, pero antes de que pudiera decir nada más, desvió la mirada hacia la puerta abierta que daba a la salita.

– Vaya, otro. -Fue hasta la jaula y volvió con otro zunzún muerto en la mano. Tras mostrárnoslo, se llevó aquel cuerpecillo diminuto fuera de la estancia-. Ya sé que tenías que probar la medicina con algo -dijo desde la habitación contigua-, pero estos pobres calanthis… no se lo merecen.

– ¿Cómo ha dicho? -pregunté.

– Stapes es un poco anticuado -me explicó Alveron con una sonrisa en los labios-. Y más educado de lo que está dispuesto a admitir. «Calanthis» es su nombre en víntico éldico.

– Juraría haber oído esa palabra en algún otro sitio.

– También es el apellido del linaje real de Vintas -dijo Alveron con tono reprobatorio-. Para ser alguien que sabe tantas cosas, tienes unas lagunas sorprendentes.

Stapes estiró el cuello y volvió a mirar hacia la jaula.

– Ya sé que tenía que hacerlo -me dijo-, pero ¿por qué no usar ratones, o ese perrito repugnante de la condesa DeFerre?

Fui a contestar, pero entonces se oyó un golpazo en otra habitación, y un guardia irrumpió en la que estábamos nosotros antes de que Stapes pudiera ponerse en pie.

– Excelencia -dijo el guardia, resoplando, al mismo tiempo que se lanzaba hacia la única ventana de la estancia y cerraba de golpe los postigos. Entonces fue corriendo a la salita e hizo lo mismo con la ventana que había allí. Recorrió el resto de los aposentos, que yo nunca había visto, y de ellos llegaron ruidos parecidos. También le oí arrastrar algún mueble.

Stapes, desconcertado, fue a ponerse en pie, pero el maer sacudió la cabeza y le hizo una seña para que se sentara.

– ¿Teniente? -gritó con un deje de irritación en la voz.

– Le ruego que me disculpe, excelencia -dijo el guardia al volver a la habitación, respirando entrecortadamente-. Son órdenes de Dagon. Tenía que asegurar sus aposentos inmediatamente.

– Deduzco que no ha salido todo bien -dijo Alveron con aspereza.

– Caudicus no nos abrió la puerta cuando fuimos a la torre. Dagon nos hizo derribarla. Había… no sé qué era, excelencia. Una especie de espíritu maligno. Anders está muerto, excelencia. Caudicus no estaba en sus habitaciones, pero Dagon ha salido en su busca.

El rostro de Alveron se ensombreció.

– ¡Maldita sea! -bramó golpeando el brazo de su butaca con un puño. Arrugó la frente y dio un suspiro explosivo-. Muy bien.

– Despachó al guardia con un ademán.

El guardia se quedó de pie, rígido.

– Señor. Dagon me ha dicho que no debo dejarlo sin vigilancia.

Alveron le lanzó una mirada amenazadora.

– Está bien, pero quédate allí. -Señaló un rincón del aposento.

Al guardia no pareció importarle tener que quedarse en segundo plano. Alveron se inclinó hacia delante apretándose la frente con las yemas de los dedos.

– ¿Cómo demonios lo habrá sospechado?

Parecía una pregunta retórica, pero hizo que mi mente se pusiera en funcionamiento.

– ¿Ayer fue a buscar su medicina, excelencia?

– Sí, sí. Hice lo mismo que los días anteriores.

«Excepto enviarme a mí a buscar su medicina», pensé.

– ¿Conserva el frasco?

Sí, lo conservaba. Stapes me lo trajo. Le quité el tapón y pasé un dedo por el interior del cristal.

– ¿A qué sabe su medicina, excelencia?

– Ya te lo he dicho. Es amarga, salobre. -Vi que el maer abría mucho los ojos al ver que me llevaba el dedo a la boca y me tocaba con él la punta de la lengua-. ¿Estás loco? -me dijo, atónito.

– Dulce -me limité a decir. Entonces me enjuagué la boca con agua y escupí tan delicadamente como pude en un vaso vacío. Saqué un paquetito que llevaba en el bolsillo del chaleco, lo abrí, puse un poco de su contenido en mi mano y me lo comí haciendo una mueca de asco.

– ¿Qué es eso? -me preguntó Stapes.

– Lígulo -mentí; sabía que la respuesta verdadera, carbón vegetal, solo suscitaría más preguntas. Di un sorbo de agua y lo escupí también. Esa vez el agua salió negra, y Alveron y Stapes se quedaron mirándola, pasmados.

Me permití un pequeño alarde.

– Algo debió de hacer sospechar a Caudicus que no se estaba tomando la medicina, excelencia. Si de pronto usted le hubiera notado un sabor diferente, le habría pedido explicaciones.

– Lo vi ayer por la noche -dijo el maer-. Me preguntó cómo me encontraba. -Golpeó suavemente el brazo de la butaca con el puño-. Maldita suerte. Si es medianamente listo, ya lleva medio día fuera de aquí. No lo alcanzaremos nunca.

Pensé recordarle que si me hubiera creído desde el principio, no estaría pasando aquello, pero decidí callarme.

– Yo aconsejaría a sus hombres que no se acerquen a la torre, excelencia. Caudicus ha tenido tiempo para preparar todo tipo de maldades allí, trampas y cosas así.

El maer asintió con la cabeza y se pasó una mano por delante de los ojos.

– Sí, claro. Encárgate de eso, Stapes. Creo que voy a descansar un rato. Quizá nos lleve un tiempo solucionar este asunto.

Me disponía a marcharme, pero el maer me indicó con una seña que siguiera sentado.

– Quédate un momento y prepárame una infusión, Kvothe.

Stapes llamó a los criados. Mientras se llevaban los restos de nuestra cena, me observaron con curiosidad. No solo estaba sentado en presencia del maer, sino que había compartido una comida con él en sus aposentos privados. Al cabo de menos de diez minutos, esa noticia ya circularía por todo el palacio.

Tras retirarse los criados, le preparé otra infusión al maer. Me disponía a marcharme cuando, por encima del borde de la taza, en voz baja para que el guardia no pudiera oírlo, Alveron me dijo:

– Has demostrado ser digno de confianza, Kvothe, y lamento las pequeñas dudas que tuve sobre ti. -Dio un sorbo y tragó antes de continuar-: Por desgracia, no puedo permitir que se extienda la noticia del envenenamiento. Sobre todo habiendo huido el envenenador. -Me miró con elocuencia-. Eso interferiría con el asunto de que hemos hablado anteriormente.

Asentí, dándole la razón. La noticia de que su propio arcanista había estado a punto de matarlo no ayudaría a Alveron a ganar la mano de la mujer con que esperaba casarse.

– Por desgracia -continuó-, esta necesidad de discreción también me impide ofrecerte la recompensa que mereces. Si la situación fuera diferente, regalarte tierras me parecería una muestra de agradecimiento muy pobre. Te concedería también un título. Mi familia todavía conserva ese poder, y no depende para ello del rey.

Me daba vueltas todo de pensar en las repercusiones que podía tener lo que estaba diciendo el maer.

– Sin embargo -prosiguió-, si hiciera eso, tendría que dar explicaciones. Y si hay algo que no puedo permitirme es dar explicaciones.

Alveron me tendió una mano, y tardé un momento en darme cuenta de que lo que pretendía era que se la estrechara. Estrecharle la mano al maer Alveron no era algo que uno hiciera todos los días. Lamenté inmediatamente que la única persona presente para verlo fuera el guardia. Confié en que fuera chismoso.

Le di la mano con solemnidad, y Alveron continuó:

– Estoy en deuda contigo. Si alguna vez necesitas ayuda, tendrás a tu disposición toda la que pueda prestarte un noble agradecido.

Asentí con la cabeza y traté de aparentar serenidad pese a lo emocionado que estaba. Aquello era exactamente lo que yo esperaba conseguir. Con los recursos del maer, podría realizar una investigación bien coordinada sobre los Amyr. Él podría conseguirme acceso a los archivos eclesiásticos, bibliotecas privadas, lugares donde los documentos importantes no habían sido expurgados ni editados como en la Universidad.

Pero sabía que aquel no era el momento adecuado para decírselo. Alveron me había prometido su ayuda. Preferí esperar que llegara el momento y, entretanto, decidir qué clase de ayuda quería pedirle.

Salí de los aposentos del maer, y Stapes me sorprendió con un abrazo mudo. Su semblante no habría transmitido mayor agradecimiento si yo hubiera salvado a toda su familia de un edificio en llamas.

– Joven señor, dudo que entienda usted lo mucho que le debo. Si alguna vez necesita algo, no tiene más que hacérmelo saber.

Me cogió una mano y me la estrechó con entusiasmo. Al mismo tiempo, noté que me clavaba algo en la palma.

Ya en el pasillo, abrí la mano y vi un fino anillo de plata con el nombre de Stapes grabado en una cara. Junto a él había otro anillo que no era de metal. Era blanco y liso, y también llevaba grabado el nombre del valet con letras toscas. No tenía ni idea de cuál podía ser su significado.

Volví a mis habitaciones, casi ebrio de tanta buena fortuna

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