Capítulo 44

El atrapador

A pesar de los problemas con Ambrose, de mi obsesión con el Ar chivo y de mis incontables e infructuosos viajes a Imre para buscar a Denna, conseguí terminar mi proyecto en la Factoría.

Me habría gustado disponer de otro ciclo para repetir algunas pruebas y dar algunos retoques, pero ya no tenía tiempo. Pronto se celebraría el sorteo de admisiones, y poco después tendría que pagar la matrícula. Antes de poner mi proyecto a la venta, necesitaba que Kilvin aprobara el diseño.

Así que, con no poca inquietud, llamé a la puerta del despacho de Kilvin.

El maestro artífice estaba encorvado sobre su banco de trabajo, retirando con mucho cuidado los tornillos de la cubierta de bronce de una bomba de compresión.

– ¿Sí, Re'lar Kvothe? -dijo sin levantar la cabeza.

– He terminado, maestro Kilvin -me limité a decir.

Entonces me miró y parpadeó.

– Ah, ¿sí?

– Sí. Confiaba en poder concertar una cita con usted para enseñárselo.

Kilvin colocó los tornillos en una bandeja y se sacudió las manos.

– Para eso estoy disponible ahora mismo.

Salimos del despacho; precedí al maestro por el bullicioso taller y por Existencias, hasta llegar al taller privado que Kilvin me había asignado. Saqué la llave y abrí la sólida puerta de madera.

Era un taller de tamaño normal, con su propia fragua, yunque, campana de gases, empapador y otros elementos básicos de la artificería. Había apartado el banco de trabajo con objeto de dejar media habitación vacía, con solo unas gruesas balas de paja amontonadas contra la pared.

Colgado del techo, frente a las balas, había un sencillo espantapájaros. Le había puesto mi camisa quemada y unos pantalones de arpillera. Me habría gustado emplear el tiempo que había tardado en coser los pantalones y rellenar el espantapájaros para hacer algunas pruebas más, pero al fin y al cabo, soy ante todo un artista de troupe. Como tal, no podía desaprovechar la oportunidad de introducir un toque de teatralidad.

Una vez dentro, cerré la puerta mientras Kilvin miraba alrededor con curiosidad. Decidí dejar que mi obra hablara por sí misma; cogí la ballesta y se la ofrecí al maestro.

El rostro del corpulento maestro se ensombreció.

– Re'lar Kvothe -dijo con un marcado deje de desaprobación-, dime que no has desperdiciado el esfuerzo de tus manos en la mejora de este aparato brutal.

– Confíe en mí, maestro Kilvin -dije ofreciéndole el arma.

Me miró con recelo, cogió la ballesta y empezó a examinarla con la meticulosidad de quien trabaja todos los días con materiales peligrosos. Pasó los dedos por la cuerda, de trama muy prieta, y examinó la curva del arco de metal.

Trascurrieron unos minutos; Kilvin movió la cabeza afirmativamente, introdujo un pie en el estribo y armó la ballesta sin esfuerzo aparente. Pensé que Kilvin debía de tener mucha fuerza. A mí me dolían los hombros y me habían salido ampollas en las manos de pelear con aquel trasto pesado y difícil de manejar.

Le entregué la flecha, pesada, y Kilvin la examinó también. Vi que estaba cada vez más perplejo, y sabía por qué: en la flecha no se apreciaban modificaciones ni sigaldría alguna. En el arco tampoco.

Kilvin encajó la flecha en la ballesta y me miró arqueando una ceja.

Señalé el espantapájaros con un amplio ademán, tratando de aparentar más seguridad de la que sentía. Me sudaban las manos y notaba un cosquilleo en el estómago. Las pruebas eran muy eficaces. Las pruebas eran importantes. Las pruebas eran como un ensayo. Pero lo único que de verdad importa es lo que ocurre cuando el público te está mirando. Esa es una verdad que saben todos los artistas de troupe.

Kilvin encogió los hombros y levantó la ballesta, que parecía pequeña apoyada contra su hombro. El maestro se tomó un momento para apuntar cuidadosamente. Me sorprendió la calma con que inspiraba, exhalaba lentamente y apretaba el disparador.

La ballesta dio una sacudida, la cuerda vibró y la flecha salió despedida.

Se oyó un brusco «clonc» metálico, y la flecha se detuvo en el aire como si hubiera chocado contra un muro invisible. Cayó ruidosamente al suelo de piedra en medio de la habitación, a unos cuatro metros del espantapájaros.

No pude contenerme: me eché a reír y alcé los brazos, triunfante.

Kilvin arqueó las cejas y me miró. Le sonreí, eufórico.

El maestro recogió la flecha del suelo y volvió a examinarla. Entonces volvió a armar la ballesta, apuntó y apretó el disparador.

«Clonc.» La flecha cayó al suelo otra vez, y resbaló un poco hacia un lado.

Esa vez Kilvin detectó la fuente del ruido. Colgado del techo, en un rincón de la habitación, había un objeto metálico del tamaño de un farol grande. Se mecía adelante y atrás y giraba un poco sobre sí mismo, como si acabaran de golpearlo de refilón.

Lo solté del gancho y se lo llevé al maestro Kilvin, que esperaba junto al banco de trabajo.

– ¿Qué es, Re'lar Kvothe? -preguntó, intrigado.

Lo puse encima de la mesa con un fuerte ruido metálico.

– En términos generales, maestro Kilvin, es un dispositivo automático de oposición cinética. -Sonreí, orgulloso-. Más específicamente, detiene las flechas.

Kilvin se inclinó para examinarlo, pero no había nada que ver salvo unas planchas de hierro oscuro sin ninguna peculiaridad. Mi creación no parecía otra cosa que un farol grande de ocho caras, todo de metal.

– Y ¿cómo lo has llamado?

Esa era la única parte de mi invento que todavía no había terminado. Se me habían ocurrido un centenar de nombres, pero ninguno parecía apropiado. «Atrapaflechas» me parecía pedestre. «El Amigo del Viajero» sonaba prosaico. «La Ruina del Bandido» era ridículamente melodramático. Si lo hubiera llamado así, no habría podido volver a mirar a Kilvin a los ojos.

– Lo del nombre me está costando -reconocí-. Pero de momento lo llamo «atrapaflechas».

– Pfff. Lo que hace no es exactamente atrapar flechas.

– Lo sé -concedí, exasperado-. Pero era eso o «clonc».

Kilvin me miró de soslayo; detecté un amago de sonrisa en sus ojos.

– Se diría que un alumno de Elodin no tendría tantos problemas para nominar, Re'lar Kvothe.

– Delevari lo tenía fácil, maestro Kilvin -expuse-. Inventó un eje mejorado y le puso su nombre. Dudo que yo pueda llamar a esto «el Kvothe».

– Cierto -dijo Kilvin riendo. Se volvió hacia el atrapaflechas y lo observó con curiosidad-. ¿Cómo funciona?

Sonreí y saqué un largo rollo de papel cubierto de esquemas, compleja sigaldría, símbolos metalúrgicos y minuciosas fórmulas de conversión cinética.

– Hay dos partes principales -expliqué-. La primera es la sigaldría, que forma automáticamente un vínculo simpático con cualquier pieza de metal delgada y de movimiento rápido que entre en un radio de seis metros. No tengo inconveniente en confesarle que tardé dos largos días en concebirla.

Señalé las runas en cuestión en el papel.

– Al principio creí que con eso bastaría. Confiaba en que si vinculaba una punta de flecha en movimiento a un trozo de hierro estático, este absorbería la velocidad de la flecha y la inutilizaría.

– Eso ya se había intentado antes -dijo Kilvin sacudiendo la cabeza.

– Debí darme cuenta antes de intentarlo -dije-. Solo absorbe una tercera parte de la velocidad de la flecha como máximo, y cualquiera que recibiera dos terceras partes de un disparo de flecha saldría muy mal parado.

Señalé otro esquema.

– Lo que necesitaba era algo que pudiera empujar contra la flecha. Y tenía que empujar muy deprisa y con mucha fuerza. Acabé utilizando el muelle de acero de una trampa para osos. Modificado, por supuesto.

Cogí una cabeza de flecha del banco de trabajo e hice como si se desplazara hacia el atrapaflechas.

– Primero, la flecha se acerca y establece el vínculo. Luego, la velocidad de la flecha acciona el pestillo, como cuando pisas una trampa. -Hice un fuerte chasquido con los dedos-. Entonces, la energía acumulada en el muelle empuja la flecha, deteniéndola o incluso impulsándola hacia atrás.

Kilvin iba asintiendo con la cabeza mientras yo hablaba.

– Si hay que volver a montarlo después de cada uso, ¿cómo ha podido detener mi segunda flecha?

Señalé el esquema central.

– Todo esto no serviría de mucho si solo pudiera detener una flecha -concedí-. O si solo pudiera parar las flechas que vinieran en una dirección. Decidí colocar ocho muelles en círculo. Debería poder detener las flechas que llegaran a la vez de diferentes direcciones. -Hice un gesto de disculpa-. En teoría. Todavía no he podido probarlo.

Kilvin volvió a mirar el espantapájaros.

– Mis dos flechas provenían de la misma dirección -observó-. ¿Cómo pudo detener la segunda si ese muelle ya se había disparado?

Cogí el atrapaflechas por el aro que había puesto en la parte superior y le mostré al maestro que podía rotar libremente.

– Cuelga de un aro giratorio -dije-. El impacto de la primera flecha lo ha hecho girar ligeramente sobre sí mismo, permitiendo que se alineara otro muelle. Aunque eso no hubiera sucedido, la energía de la flecha tiende a hacerlo girar hacia el muelle no utilizado más cercano. Como una veleta que apunta en la dirección del viento.

La verdad es que ese último detalle no lo había planeado. Había sido un accidente afortunado, pero no vi ninguna razón para decírselo a Kilvin.

Toqué los puntos rojos visibles en dos de las ocho caras de hierro del atrapaflechas.

– Estos puntos muestran qué muelles se han disparado.

Kilvin cogió el artefacto y le dio vueltas en las manos.

– ¿Cómo vuelves a tensar los muelles?

Saqué de debajo del banco de trabajo un dispositivo metálico, poco más que una sencilla pieza de hierro con una larga palanca. Entonces le mostré a Kilvin el agujero de ocho lados que había en la base del atrapaflechas. Coloqué el atrapaflechas sobre el dispositivo y apreté la palanca con el pie hasta oír un fuerte chasquido. Entonces hice rotar el atrapaflechas y repetí el proceso.

Kilvin se inclinó, lo cogió y le dio vueltas con sus manazas.

– Pesa mucho -comentó.

– Tenía que ser resistente -dije-. Una flecha de ballesta puede perforar una plancha de roble de cinco centímetros. Necesitaba que el muelle reaccionara como mínimo con el triple de esa fuerza para detener la flecha.

Kilvin sacudió un poco el atrapaflechas sosteniéndolo junto a su oreja. No hizo ningún ruido.

– Y ¿qué pasa si las puntas de flecha no son metálicas? -me preguntó-. Dicen que los guerreros Vi Sembi utilizan flechas con puntas de sílex o de obsidiana.

Me miré las manos y suspiré.

– Claro… -dije espacio-. Si las puntas de flecha no son de algún tipo de hierro, el atrapaflechas no se dispara cuando llegan a una distancia de seis metros.

Kilvin dio un resoplido impreciso y dejó el atrapaflechas sobre la mesa con un golpazo.

– Pero cuando llegan a una distancia de cuatro -dije alegremente-, cualquier pieza afilada de piedra o vidrio dispara otra serie de vínculos. -Señalé el esquema. Estaba orgulloso de él, porque también había tenido la previsión de inscribir en las piezas insertadas de obsidiana la sigaldría del vidrio reforzado. De esa forma, no se harían pedazos tras el impacto.

Kilvin revisó el esquema, sonrió con orgullo y soltó una risotada.

– Bien. Muy bien. ¿Y si la flecha tiene punta de hueso o marfil?

– Un simple Re'lar como yo no puede utilizar las runas para el hueso -dije.

– ¿Y si pudiera? -preguntó Kilvin.

– Aun así, no las utilizaría -dije-. Imagine que el cráneo de un niño que entrara en su radio de acción al hacer una voltereta activase el atrapaflechas.

Kilvin asintió en señal de aprobación.

– Estaba pensando en un caballo al galope -dijo-. Pero has demostrado una gran sabiduría. Has demostrado tener el pensamiento precavido del artífice.

Me volví hacia el esquema y señalé.

– Dicho eso, maestro Kilvin, a una distancia de tres metros, un trozo cilíndrico de madera a gran velocidad también accionaría el atrapaflechas. -Suspiré-. No es un buen vínculo, pero sí lo suficientemente bueno para detener la flecha, o al menos para desviarla.

Kilvin se inclinó para examinar el esquema más de cerca; sus ojos se pasearon por la página abarrotada durante un largo par de minutos.

– ¿Es de hierro? -preguntó.

– De acero, maestro Kilvin. Me preocupaba que el hierro, a la larga, se volviera quebradizo.

– ¿Y cada uno de esos dieciocho vínculos está inscrito en cada uno de los muelles? -me preguntó señalándolos.

Asentí con la cabeza.

– Eso supone una considerable duplicación del esfuerzo -comentó Kilvin; no lo dijo en tono acusador, sino amistoso-. Alguien podría objetar que está excesivamente recargado.

– Me preocupa bien poco lo que piensen los demás, maestro Kilvin. Solo lo que piense usted.

Kilvin dio un bufido; entonces levantó la cabeza y se volvió hacia mí.

– Tengo cuatro preguntas -dijo.

Asentí, expectante.

– En primer lugar, y antes que nada: ¿por qué lo has hecho? -preguntó.

– Nadie debería morir por una emboscada en el camino -respondí con firmeza.

Kilvin esperó, pero yo no tenía nada que añadir. Al cabo de un momento encogió los hombros y apuntó con la barbilla al otro lado de la habitación.

– Segundo: ¿de dónde has sacado el…? -Arrugó ligeramente la frente-. Tevetbem. El arco plano.

Se me encogió el estómago. Había abrigado la vana esperanza de que Kilvin, por ser ceáldico, no supiera que aquellas armas eran ilegales en la Mancomunidad. Y si lo sabía, había confiado en que no me lo preguntara.

– Lo… adquirí, maestro Kilvin -contesté, evasivo-. Lo necesitaba para poner a prueba el atrapaflechas.

– ¿Por qué no utilizaste un arco de cazador, simplemente? -dijo Kilvin con severidad-. Así habrías evitado una adquisición ilegal.

– Un arco habría sido demasiado débil, maestro Kilvin. Necesitaba estar seguro de que mi diseño podría detener cualquier flecha, y la ballesta es el arma que dispara flechas con más fuerza.

– Un arco largo modegano dispara igual que un arco plano -afirmó Kilvin.

– Sí, pero yo no sé utilizarlo -expliqué-. Y no habría podido permitirme comprar un arco modegano.

Kilvin dio un hondo suspiro.

– La otra vez, cuando fabricaste tu lámpara para ladrones, hiciste una cosa mala con un método bueno. Eso no me gusta. -Volvió a mirar el esquema-. Esta vez, has hecho una cosa buena con un método malo. Eso es mejor, pero no está del todo bien. Lo mejor es hacer una cosa buena con un método bueno. ¿Estás de acuerdo conmigo?

Asentí.

Puso una de sus manazas sobre la ballesta y me preguntó:

– ¿Te ha visto alguien con ella?

Negué con la cabeza.

– En ese caso, diremos que es mía, y que tú la adquiriste bajo mi asesoramiento. La llevaremos con el resto del material de Existencias. -Me miró con dureza-. Y en el futuro, si necesitas una cosa así, me la pedirás a mí.

Eso me dolió un poco, pues había planeado volver a venderle la ballesta a Sleat. Pero habría podido ser peor. Lo último que me faltaba era cometer un delito contra la ley del hierro.

– Tercera: no veo que en tu esquema menciones el hilo de oro ni el de plata -observó el maestro-. Tampoco entiendo qué utilidad podrían tener para la fabricación de ese artefacto. Explícame por qué sacaste esos materiales de Existencias.

De pronto fui muy consciente del frío metal de mi gram contra la cara interna del brazo. Tenía incrustaciones de oro, pero eso no podía decírselo a Kilvin.

– Iba corto de dinero, maestro Kilvin. Y necesitaba materiales que no podía conseguir en Existencias.

– Como el arco plano.

– Sí. Y la paja y las trampas para osos.

– Un mal lleva a otro -dijo Kilvin con desaprobación-. Existencias no es el tenderete de un prestamista y no debería utilizarse como tal. Voy a anular tu autorización para metales preciosos.

Agaché la cabeza con la esperanza de parecer debidamente arrepentido.

– Además, trabajarás veinte horas en Existencias como castigo. Si alguien te pregunta algo, les cuentas qué has hecho. Y explicas que como castigo has tenido que reembolsar el valor de los metales más un veinte por ciento adicional. Si recurres a Existencias como si recurrieras a un prestamista, se te cobrarán los intereses que te cobraría un prestamista.

– Sí, maestro Kilvin -dije haciendo una mueca de dolor.

– Por último -prosiguió Kilvin, y se volvió y posó una gran mano sobre el atrapaflechas-, ¿qué precio crees que deberíamos ponerle a este artefacto, Re'lar Kvothe?

Me dio un vuelco el corazón.

– ¿Significa eso que da su aprobación para ponerlo a la venta, maestro Kilvin?

El artífice, grande como un oso, me miró con cara de desconcierto.

– Por supuesto que doy mi aprobación, Re'lar Kvothe. Es un aparato maravilloso. Supone un gran avance para el mundo. Cada vez que alguien vea una cosa así, verán que la artificería sirve para proteger a los seres humanos. Admirarán a los artífices que fabrican estas cosas.

Se quedó mirando el atrapaflechas con aire pensativo.

– Pero si queremos venderlo, debemos ponerle un precio. ¿Qué propones?

Yo llevaba seis ciclos haciéndome esa pregunta. La verdad era que confiaba en que me procurara dinero suficiente para pagar la matrícula y los intereses del préstamo de Devi. Lo suficiente para quedarme un bimestre más en la Universidad.

– Sinceramente, no lo sé, maestro Kilvin -dije-. ¿Cuánto pagaría usted para evitar que un metro de flecha de madera de fresno le atravesara un pulmón?

– Les tengo un gran aprecio a mis pulmones -dijo el maestro riendo-. Pero enfoquémoslo de otra manera. El coste de los materiales asciende a… -Echó un vistazo al esquema-. Unas nueve iotas, ¿correcto?

Asombrosamente correcto. Asentí.

– ¿Cuántas horas has empleado en su fabricación?

– Unas cien -respondí-. Quizá ciento veinte. Pero gran parte del tiempo lo dediqué a la experimentación y las pruebas. Seguramente podría fabricar otro en cincuenta o sesenta horas. En menos, si hiciéramos moldes.

– Propongo veinticinco talentos -dijo Kilvin-. ¿Te parece una cifra razonable?

La cifra me cortó la respiración. Incluso después de reembolsar a Existencias el coste de los materiales y después de que el taller se cobrara el cuarenta por ciento de comisión, era seis veces más de lo que ganaría trabajando en lámparas marineras. Una cantidad de dinero casi absurda.

Iba a expresar mi entusiasmo cuando se me ocurrió una cosa. Aunque me dolió, sacudí lentamente la cabeza y dije:

– Sinceramente, maestro Kilvin, preferiría venderlos un poco más baratos.

Kilvin arqueó una ceja.

– Lo pagarán -me aseguró-. He visto a gente pagar más por cosas menos útiles.

Me encogí de hombros.

– Veinticinco talentos es mucho dinero -dije-. La seguridad y la tranquilidad no deberían estar al alcance únicamente de quienes tienen la bolsa llena. Creo que ocho sería un buen precio.

Kilvin me miró fijamente y luego asintió.

– Como tú digas. Ocho talentos. -Pasó una mano por la parte superior del atrapaflechas, casi acariciándolo-. Sin embargo, como este es el primero y el único que existe, te pagaré por él veinticinco talentos. Me lo quedaré para mi colección privada. -Ladeó la cabeza-. ¿Lhinsatva?

– Lbin -dije, agradecido; sentí que un gran peso de ansiedad se levantaba de mis hombros.

Kilvin sonrió y señaló la mesa.

– También me gustaría examinar con tiempo el esquema. ¿Te importaría hacer una copia?

– Por veinticinco talentos -dije sonriendo mientras deslizaba la hoja por la mesa para acercársela- puede quedarse el original.

Kilvin me extendió un recibo y se marchó con el atrapaflechas en los brazos como un niño con su juguete nuevo.

Corrí a Existencias con el recibo. Tenía que saldar mi deuda de materiales, incluidos el hilo de oro y los lingotes de plata. Pero incluso después de que el taller se cobrara su comisión, me quedaron casi once talentos.

Me pasé el resto del día sonriendo y silbando como un idiota. Es verdad lo que dicen: una bolsa pesada te aligera el corazón.

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