El borde del mapa
Seguimos avanzando poco a poco por el Eld. Todos los días comenzaban con la esperanza de encontrar indicios de un rastro. Todas las noches terminaban con una decepción.
Era evidente que la manzana había perdido su brillo, y el malhumor y las murmuraciones estaban convirtiéndose en algo cotidiano dentro de nuestro grupo. El poco miedo que me había tenido Dedan al principio había disminuido mucho, y el mercenario me provocaba constantemente. Quería comprar una botella de aguardiente con el dinero del maer. Me negué. Opinaba que no hacía falta que hiciéramos guardias nocturnas, y que bastaba con tender una cuerda alrededor del campamento, a la altura de los tobillos. Yo discrepaba.
Cada pequeña batalla que yo ganaba hacía aumentar la antipatía que Dedan sentía por mí. Y a medida que avanzábamos, sus débiles murmullos se volvían más insistentes. Nunca se enfrentaba a mí abiertamente; solo era un goteo esporádico de comentarios insidiosos, insubordinaciones y malas caras.
Por otra parte, Tempi y yo avanzábamos poco a poco hacia algo parecido a la amistad. Su atur estaba mejorando, y mi adémico había alcanzado un punto que me permitía considerar que había superado la fase de ineptitud total y que ya me expresaba con dificultad.
Seguía imitando a Tempi mientras practicaba su danza, y él seguía ignorándome. Tras un tiempo realizando aquella serie de movimientos, descubrí que tenía cierto carácter marcial. Un movimiento lento con un brazo parecía un puñetazo; una lentísima elevación del pie parecía una patada. Ya no me temblaban los brazos y las piernas tras el esfuerzo de moverse lentamente al compás de Tempi, pero seguía molestándome mi torpeza. No hay nada que soporte menos que hacer algo mal.
Por ejemplo: había una parte, hacia la mitad, que parecía tan fácil como respirar. Tempi se daba la vuelta, describía un círculo con los brazos y daba un pasito. Pero yo trastabillaba cada vez que lo intentaba. Había probado a poner los pies de media docena de maneras diferentes, pero el resultado siempre era el mismo.
Sin embargo, el día después de contarles mi historia «del tornillo suelto», que era como daba en llamarla Dedan, Tempi dejó de ignorarme. Esa vez, después de que yo tropezara, se paró y se volvió hacia mí. Agitó los dedos: desaprobación, irritación.
– Vuelve -dijo, y se colocó en la posición previa a aquella en la que yo había trastabillado.
Me coloqué en la misma posición que él e intenté imitarlo. Volví a perder el equilibrio, y tuve que arrastrar los pies para no tropezar.
– Mis pies son estúpidos -murmuré en adémico, y doblé los dedos de la mano izquierda: vergüenza.
– No. -Tempi me cogió por las caderas y me las giró. A continuación me echó los hombros hacia atrás y me dio una palmada en la rodilla para que la doblara-. Sí.
Me incliné de nuevo hacia delante y noté la diferencia. Volví a perder el equilibrio, pero no tanto.
– No -volvió a decir Tempi-. Mira. -Se dio unos golpecitos en el hombro-.Esto.
Se colocó enfrente de mí, a un palmo de distancia, y repitió los movimientos. Se volvió; sus manos describieron un círculo a un lado y me empujó por el pecho con un hombro. Era el mismo movimiento que harías si intentaras abrir una puerta empujándola con el hombro.
Tempi se movía con lentitud, pero su hombro me empujó con firmeza. No lo hizo bruscamente, pero sí con una fuerza inexorable, como cuando un caballo pasa rozándote por una calle abarrotada y te echa a un lado.
Repetí el movimiento concentrándome en mi hombro. No trastabillé.
Como estábamos solos en el campamento, evité sonreír e hice un signo con la mano: felicidad.
– Gracias. -Atenuar.
Tempi no dijo nada. Dejó las manos quietas y su rostro no reflejó ninguna expresión. Se limitó a colocarse donde estaba antes y empezó de nuevo su danza desde el principio, sin mirarme.
Intenté tomarme aquel intercambio con estoicismo, pero lo interpreté como un gran cumplido. Si hubiera sabido más sobre los Adem, me habría dado cuenta de que era mucho más que eso.
Tempi y yo subimos una cuesta y encontramos a Marten esperándonos. Como era demasiado pronto para comer, me emocioné al pensar que por fin, tras tantos días explorando, quizá hubiera dado con el rastro de los bandidos.
– Quería enseñaros eso -dijo Marten señalando una planta de tallos altos con forma de ramo, parecida a un helecho, que había a unos cuatro metros de distancia-. Es un ejemplar muy raro. Hacía años que no veía ninguno.
– ¿Qué es?
– Se llama brizna de An -contestó con orgullo mientras la examinaba-. Tendréis que estar alerta. No la conoce mucha gente, y si encontramos alguna otra por aquí, quizá nos dé alguna pista.
Marten se quedó mirándonos con impaciencia.
– ¿Y bien? -dijo por fin.
– ¿Qué tiene de especial?-pregunté, diligente.
Marten sonrió.
– La brizna de An es interesante porque no tolera a los humanos -explicó-. Si cualquier parte de la planta entra en contacto con tu piel, se pone roja como las hojas en otoño en un par de horas. Más roja aún. De un rojo intenso como el de la ropa de tu amigo mercenario. -Señaló a Tempi-. Y entonces toda esa parte de la planta se marchita y muere.
– ¿En serio? -pregunté; esa vez no tuve que fingir interés.
– Sí. Y una sola gota de sudor también la mata. Eso significa que muchas veces muere solo por haber estado en contacto con la ropa de una persona. O la armadura. Q un palo que alguien llevara en la mano. O una espada. -Señaló la que Tempi llevaba al cinto-. Hay quien dice que basta con echarle el aliento para matarla -añadió Marten-. Pero eso no sé si es verdad.
Se dio la vuelta y nos alejamos de la brizna de An.
– Esta parte del bosque es vieja, muy antigua -prosiguió-. La brizna de An no crece en sitios donde habitan los humanos. Estamos en el borde del mapa.
– No estamos en el borde del mapa -lo contradije-. Sabemos exactamente dónde estamos.
Marten dio una risotada.
– Los mapas no tienen solo bordes exteriores. También tienen bordes interiores. Agujeros. A la gente le gusta creer que lo sabe todo sobre el mundo. Especialmente a los ricos. En ese sentido, los mapas son fabulosos. A este lado de la línea está el campo del barón Tasadoble; al otro lado están las tierras del conde Sacapasta.
Marten escupió en el suelo.
– Como en los mapas no puede haber vacíos, quienes los dibujan sombrean una parte y escriben: «El Eld». -Sacudió la cabeza-. Para el caso, podrías quemarle un agujero. Este bosque es tan extenso como Vintas. No es propiedad de nadie. Si te equivocas de dirección, puedes recorrer ciento cincuenta kilómetros sin ver ningún camino, y menos aún una casa o un campo cultivado. Por aquí hay sitios que nunca ha pisado el hombre y donde nunca se ha oído su voz.
Miré alrededor.
– Pues no parece muy diferente de los otros bosques que he visto.
– Los lobos se parecen a los perros -se limitó a decir Marten- Pero no lo son. Los perros son… -Hizo una pausa-. ¿Cómo se llama a los animales que viven siempre en compañía de los humanos? Vacas, ovejas y demás.
– ¿Animales domesticados?
– Eso es -dijo él mirando alrededor-. Una granja es un espacio domesticado. Lo es un jardín. Un parque. También la mayoría de los bosques. La gente va al bosque a coger setas, cortar leña o hacerse arrumacos con sus enamorados.
Sacudió la cabeza, estiró un brazo y acarició la rugosa corteza de un árbol cercano. Fue una caricia asombrosamente suave, casi cariñosa.
– Aquí no. Este lugar es viejo y salvaje. Nosotros no le importamos lo más mínimo. Si esos bandidos a los que perseguimos nos atacan, ni siquiera tendrán que enterrar nuestros cadáveres: permanecerán tendidos en el suelo cien años sin que nadie tropiece con nuestros huesos.
Me di la vuelta y contemplé las elevaciones y las depresiones del terreno. Las rocas erosionadas, las inacabables hileras de árboles. Procuré no pensar en que el maer me había enviado allí, como quien mueve una piedra sobre un tablero de tak. Me había enviado a un agujero del mapa. Un lugar donde nadie encontraría jamás mis huesos.