8

– Tenga cuidado con estas escaleras, monsieur. Están muy gastadas… Alguna vez he resbalado ya en ellas.

– ¡Pero sólo al bajarlas, excelencia! Estoy seguro de eso.

Stanislaw Palieski, embajador polaco ante la Sublime Puerta, frunció el entrecejo y prosiguió su subida por las escaleras del apartamento de Yashim. ¿Estaba el francés dando a entender que se encontraba bebido?

Se llevó una mano a la corbata, como si tocarla lo tranquilizara. Impecablemente almidonada y adecuadamente anudada, la corbata no era, Palieski era vagamente consciente de ello, de la última moda. Como su chaqueta, como sus botas, como su propia posición diplomática, pertenecía a otra época, antes de que Polonia hubiera sido borrada del mapa por las hostiles maniobras de Rusia, Austria y Prusia. Palieski había llegado a Estambul veinticinco años antes, como representante de un país desaparecido. En otros lugares, en otras capitales de Europa, el embajador polaco era sólo un recuerdo diplomático; pero los turcos, el viejo enemigo, lo habían recibido con cortesía.

Lo cual ocurría, pensó frunciendo el ceño, en los días anteriores a que Estambul se viera totalmente invadida por charlatanes, intrigantes y traficantes de todas las nacionalidades y ninguna. Antes de que cualquier francés recién llegado te cogiera por banda y se autoinvitara a cenar.

Pero también, antes de eso, había forjado una amistad con Yashim.

Cómo se habían hecho amigos, seguía siendo un tema de discusión, porque el recuerdo de Yashim del hecho difería del de Palieski; en él había más copas rotas y menos frases en francés. Pero desde entonces «Juntos -había declarado Palieski en una ocasión, lamentándose ante un culín de vodka- hacemos un hombre, entre tú y yo. Porque tú eres un hombre sin pelotas, y yo soy un hombre sin país». Era una declaración de amistad de Palieski.

Ahora Lefèvre se le adelantaba para entrar en la habitación y alargaba la mano.

Enchanté, monsieur -dijo-. ¡Es muy amable por su parte al recibirnos! Algo huele bien.

No era costumbre de Yashim estrechar manos, pero tomó la de Lefèvre y la apretó cortésmente. Palieski abría la boca para hablar, cuando el francés añadió:

– No estaba en absoluto preparado para una invitación tan generosa.

Era un hombre bajito, de hombros encorvados, de constitución delicada, con una incipiente barba blanca de unos días y una voz que era blanda y sibilante, casi ceceante.

– Pero estoy encantado, monsieur…

– Lefèvre -se adelantó Palieski-. El doctor Lefèvre es arqueólogo, Yashim. Es francés. Estaba seguro de que no te importaría.

– Pues no, claro que no. Es un honor.

Los ojos de Yashim se iluminaron. ¡Un francés a cenar! Eso sí que era un desafío.

Palieski dejó su maletín sobre la mesa y lo abrió con un sonido metálico.

– Champán -anunció, sacando dos botellas verdes-. Procede de un belga del barrio de Pera. Me asegura que pertenece a un envío originalmente destinado a la mesa del sultán Mahmut, de manera que probablemente será una porquería.

– Estoy seguro de que será excelente -dijo Lefèvre a Yashim con una sonrisa afectada.

El embajador lo miró fríamente.

– Yo más bien pienso que la enfermedad del sultán habla por sí misma, Lefèvre. Derrota a los mejores doctores.

– Ah, sí. El inglés, el doctor Millingen. -Las manos de Lefèvre revolotearon hacia su cabeza-. Al cual consulté recientemente. Por un dolor de cabeza.

– ¿Le curó?

Lefèvre enarcó las cejas.

– Uno vive con la esperanza -dijo tristemente.

Palieski asintió.

– Millingen no es demasiado malo como médico. Aunque mató a Byron, por supuesto.

– ¿Byron? -preguntó Yashim.

– Lord Byron, Yash. Un famoso poeta inglés.

Metió la mano en su bolsa.

– Si el champán no es bueno, tengo esto -añadió, sacando una botella más pequeña y pálida que Yashim reconoció inmediatamente-. Byron era un entusiasta de la independencia griega -prosiguió-. Nunca vivió para llegar a disparar un arma, por lo que yo sé. Murió tratando de organizar a los rebeldes griegos en el veinticuatro, en el sitio de Missolonghi. Pilló unas fiebres. Millingen era su médico.

Bebieron el champán en las copas de tulipa de Yashim.

– Burbujea -dijo Lefèvre.

– No por mucho rato -añadió Yashim, observando atentamente la copa-. Doctor Lefèvre, le doy la bienvenida a Estambul.

– La ciudad ordenada por la Naturaleza para ser la capital del mundo. -Lefèvre fijó sus oscuros ojos en Yashim-. Me atrae como si fuera una sirena. No puedo resistir su encanto. -Vació la copa y la posó silenciosamente en la palma de su otra mano-. Je suis archéologue.

Yashim trajo una bandeja en la que había dispuesto una selección de meze… la piel crujiente de una caballa liberada de su carne, y luego rellena de nueces y especias; uskumru dolmasi: algunos pequeños böreks rellenos de queso y eneldo; conchas de mejillón cubriendo una preparación de piñones; karniyarik, pequeñas berenjenas rellenas de cordero especiado; y un platito de kabak cicegi dolmasi, o flores de calabacín rellenas. Todos eran dolma… Es decir, su exterior no daba ninguna pista en cuanto a los tesoros que contenían; y todo ello hecho según recetas perfeccionadas en las cocinas del sultán.

Palieski estaba rumiando sobre su champán. Lefèvre cogió una flor de calabacín y se la metió en la boca.

– ¿Cómo lo diría? -comentó Lefèvre-. Para mí, esta ciudad es como una mujer. Por la mañana es Bizancio. Sabrán ustedes, estoy seguro de ello, qué fue Bizancio, ¿no? No fue nada, un pueblo griego. Por eso Bizancio es joven, carente de arte, muy simple. ¿Sabe ella quién es? ¿Que se alza entre Asia y Europa? Difícilmente. Alejandro vino y se fue. Y Bizancio no recuerda nada.

Su mano se cernió sobre la bandeja.

– Hubo un hombre que apreció su belleza, no obstante. El señor de Jerusalén y Roma.

Palieski enterró su rostro en la copa.

– Constantino, el césar, se enamoró. ¿Qué año… el 375 después de Cristo? Bizancio es suya… Encaja con él. Y la eleva hasta la púrpura imperial, le da su nombre… Constantinopla, la ciudad de Constantino. El nuevo corazón del Imperio romano. Nada es demasiado bueno para ella. Constantino saquea el mundo antiguo como un hombre que colma de joyas a su amante. Le trae los cuatro caballos de bronce de Lisipo, que se alzan actualmente sobre la Piazza San Marco de Venecia. Le trae la Columna de la Serpiente de Delfos. Le trae el tributo del mundo conocido, desde las Columnas de Hércules hasta los desiertos de Arabia.

– Y a su madre también. No lo olvide -añadió Palieski.

Lefèvre se volvió hacia el embajador.

– Santa Helena, desde luego. Llegó a la ciudad y desenterró un fragmento de la Vera Cruz.

– Deberían hacerla santa patrona de los arqueólogos, Lefèvre.

El francés parpadeó.

– Todas las sagradas reliquias de la fe cristiana fueron traídas a esta ciudad -añadió-. Reliquias de los primeros santos. Los clavos que fijaron a Jesús en la cruz. La copa y el platillo que Jesús utilizó en la Última Cena. El sanctasanctórum, caballeros.

Levantó la mano, los dedos extendidos.

– Dos siglos más tarde, el emperador Justiniano construye la madre de todas las iglesias, Santa Sofía, la octava maravilla del mundo. Bizancio ha recorrido un largo camino desde su época de jovencita pescadora. -Hizo una pausa-. ¿Qué se puede añadir? Los siglos de riqueza, monsieur. La perfección del arte bizantino.

Ceremonia, derramamiento de sangre, el emperador como regente del Altísimo.

Palieski asintió.

– Hasta que llegaron los cruzados.

Lefèvre cerró los ojos y asintió.

– Ah, ah. En 1204, sí, la vergüenza de Europa. Yo lo llamaría una violación, monsieur, la violación de la ciudad por los brutales soldados de la Europa occidental. Su diadema arrojada al polvo. Es doloroso para nosotros hablar de esa época.

Seleccionó un manjar exquisito de la bandeja.

– Y, sin embargo, es una mujer. Se recupera. Es una sombra de sí misma, pero aún tiene encanto. De manera que busca un nuevo protector. Los turcos la conquistan en 1453. Y se convierte, permítanme decirlo, en la puta de Mehmet.

Ahora le llegó el turno a Yashim de parpadear.

– Los turcos… la adoran. Y por tanto, igual que una mujer, se vuelve hermosa otra vez. ¿No es así?

Lefèvre contempló pensativamente el silencio.

– Pero ¿quizás mi pequeña analogía les disgusta? Alors, puede cambiarse. -Extendió sus manos, como si fuera un prestidigitador-. Estambul es también una serpiente, que muda su piel.

– Y usted va recogiendo esas pieles desechadas.

– Trato de aprender de ellas, excelencia.

Palieski estaba estudiando la bandeja, frunciendo claramente el entrecejo.

– Buen meze, Yashim -dijo.

– Todo dolma… -empezó a decir Yashim; quería explicar la teoría subyacente en su selección, pero Lefèvre se le acercó un poco y le dio un golpecito a Palieski en la rodilla.

– He viajado, excelencia, y puedo decir que toda la comida callejera es buena en el Levante, desde Albania al Cáucaso.

Palieski levantó la mirada. Más tarde, le diría a Yashim que la visión de su cara en aquel momento le había producido el primer placer de la noche.

Lefèvre se lamió los dedos y se los secó con una servilleta.

– La singular contribución de los turcos (creo que esto es correcto) a la dégustation de la Europa civilizada (me perdonará, monsieur, sólo estoy citando) es el jugo aromático de la judía árabe, en resumen, el café. -Y soltó una carcajada.

– No debería usted creerse todo lo que lee en los libros -dijo Palieski, lanzando otra mirada a su amigo.

– Pues lo hago. Me creo todo lo que leo. -Lefèvre se humedeció los labios con la punta de la lengua-. Un hábito profesional, quizás. Cartas. Diarios. Recuerdos de viajeros. Elijo mis lecturas cuidadosamente. La información trivial puede a veces resultar muy útil, ¿no cree usted, monsieur?

Yashim asintió lentamente.

– Sin duda. Pero por cada migaja de información útil tiene uno que desechar cientos.

– Ah, sí, tal vez tenga usted razón. -Se inclinó hacia delante, juntando sus pulgares-. ¿Ha oído usted alguna vez hablar de Troya?

Yashim asintió.

– El sultán Mehmet en una ocasión reivindicó su ascendencia troyana -dijo-. Presentó la caída de Constantinopla como una venganza contra los griegos.

– Cuán interesante. -El francés se pellizcó el labio inferior-. Yo iba a sugerir que un día descubriremos las ruinas de la ciudad que Agamenón saqueó.

– ¿Cree usted que existió realmente?

Lefèvre rió suavemente.

– Más que eso. Creo que se la encontrará exactamente allí donde la leyenda siempre la ha situado. Apenas a un centenar de kilómetros de donde estamos nosotros… en la Tróada.

– ¿Va a excavar usted mismo?

– Lo haría, si pudiera conseguir permiso aquí. Pero para eso (y para cualquier otra cosa) uno necesita dinero.

Sonrió agradablemente y extendió las manos.

Una ligera brisa agitó las cortinas, y una de las anillas tintineó en la barra.

– Por supuesto -continuó Lefèvre- a veces estas cosas pueden venir por sí solas, si uno lee cuidadosamente y aprende dónde mirar.

Tomó un sorbo de champán. Palieski se puso de pie y abrió la segunda botella con un ruido sordo.

– Me temo que quizás nos encuentren ustedes muy descuidados con el pasado -dijo Yashim-. No siempre nos preocupamos de las cosas como deberíamos.

– Sí y no, monsieur. No me quejo. La despreocupación de esa clase puede ser un don del cielo para un arqueólogo. Uno no tiene más que ir a su Atmeydan (el antiguo Hipódromo de los bizantinos) para ver que todos sus monumentos permanecen intactos. Con la excepción de la Columna de la Serpiente, por supuesto. La columna ha perdido sus cabezas, lo cual no es culpa de los turcos.

Palieski cogió su copa y la vació.

– Nadie lo recuerda ya, diría -prosiguió Lefèvre-. Pero las cabezas de bronce fueron arrancadas de la columna hace poco más de un siglo. ¡Piensen ustedes en lo que sus ojos habrán contemplado, en los siglos transcurridos desde que se alzaron al lado del Oráculo de Delfos! -Medio se volvió hacia Palieski-. Eso fue vandalismo extranjero, excelencia.

– ¡Qué vergüenza! -murmuró Palieski.

– Sí.

Lefèvre frunció el ceño e inclinándose señaló a Palieski.

– ¡Sabe usted, recuerdo una historia que fue perpetrada por unos compatriotas suyos! Unos jóvenes bravucones del cuerpo diplomático, hace un siglo. Estoy seguro de que tengo razón. Sin embargo, tal como digo, uno nunca sabe lo que le puede caer en el regazo inesperadamente. A veces caen cosas de lo más provechosas para todos. -Hizo una pausa-. Creo que bastante a menudo resulta rentable creer en lo que se lee.

En el silencio que siguió a este comentario, Yashim sacó su plato principal, un suculento estofado agridulce de cordero y ciruelas pasas, seguido de un mantecoso arroz pilaf. Lefèvre se frotó las manos y lo declaró excelente. Lo había visto -y olido- cociéndose en el brasero. Bebieron de la segunda botella mientras el francés esbozaba sus planes para dejar Estambul y darse una vuelta por los monasterios griegos del este.

– Trabzon, Erzurum. Hombres estupendos, hombres ignorantes -les dijo, sacudiendo la cabeza.

– Debo decir, excelencia, que ésta ha sido una noche deliciosa. Dicen que un visitante echa de menos la buena compañía estos días en Estambul, pero yo no veo ningún signo de ello. Ningún signo en absoluto.

Se marchó poco después, cuando todo el champán se hubo terminado, insistiendo en que podía irse solo a casa. Yashim lo acompañó al callejón, lo condujo hasta la Kara Davut y le buscó una silla de manos.

– Uno de estos días… -le gritó Lefèvre con un gesto de la mano: y entonces los porteadores levantaron la silla sobre sus hombros y salieron trotando, de manera que Yashim no pudo captar el final de su despedida.

Se dio la vuelta y regresó por el callejón, reflexionando sobre la conversación de la cena. Por un momento tuvo la impresión de que algo se había movido en la parte superior del callejón, donde ardía una pequeña vela votiva en un nicho; pero cuando dobló la esquina, el callejón estaba oscuro, y oyó solamente el sonido de sus propios pasos. En una ocasión, antes de llegar a su puerta, volvió la cabeza involuntariamente y miró hacia atrás.

Palieski abrió la puerta bruscamente cuando Yashim llegó a lo alto de las escaleras. Llevaba cogida la botella de vodka por el cuello.

– No era la primera vez que mencionaba esas cabezas de serpiente, Yashim. Lo hizo en cuanto nos conocimos. -Palieski parecía impresionado por una idea-. Sabes, si vuelve a pedirme que nos veamos, le diré que no. Claro que no voy a dejar que se pierda de vista -añadió paradójicamente, descorchando la botella.

Mucho tiempo atrás, en un momento en que se dejó llevar, Palieski había conducido a Yashim hasta un vasto armario que se alzaba en lo alto de las escaleras de la embajada polaca. Girando la llave en la cerradura, había abierto las puertas para revelar dos de las tres cabezas de bronce que antaño habían adornado la Columna de la Serpiente en el Atmeydan. Las estuvieron contemplando, con los ojos desorbitados por el horror, durante unos minutos, antes de que Palieski cerrara bruscamente la puerta y dijera:

«Ahí está. Me ha estado corroyendo durante años. Pero ahora tú lo sabes, y me alegro.»

– Ni siquiera Lefèvre miraría en ese armario en busca de las cabezas de la serpiente, amigo mío.

Palieski dio una sacudida a la botella con tanta fuerza que unas salpicaduras de vodka cayeron sobre su muñeca.

– ¡Por el amor de Dios, Yash! -Miró frenéticamente hacia la puerta-. Ese francés podría reaparecer en cualquier momento. -Se lamió la muñeca-. «Provechosas para todos», narices. Él las huele, y no tengo ni idea de cómo. -Se sirvió dos tragos y echó la cabeza hacia atrás-. Ah, estoy mejor. Esto te limpia por dentro, sabes. Me imagino que ese hombre es una especie de ladrón, Yashim. Sabe demasiado. Lamento haberlo traído. Sencillamente no sabía cómo librarme de él.

– Mi viejo y querido amigo, no hace falta que lo volvamos a ver jamás.

– Bebo por eso -dijo Palieski.

Y bebió.

Загрузка...