Antes de dirigirse a Balat a través del Cuerno de Oro, Yashim se detuvo en una tienda de kebab en Sishane. En ocasiones, cuando no sentía la necesidad o la urgencia de cocinar, a menudo buscaba algo más sencillo. Unas judías estofadas, quizás, o una sopa de callos recomendada por su viejo conocido el maestro sopero, cuyas normas sobre la simplicidad eran, si acaso, más estrictas que las suyas. Yashim no se fiaba de la comida demasiado elaborada de los restaurantes: al igual que sus salsas, los mejores resultados se conseguían siendo fiel a la tradición, y utilizando sólo el buen juicio y los mejores ingredientes. Muchas vidas habían sido dedicadas a la perfección del piyaz o el tarator de judías. Yashim sólo tenía una. Era una vergüenza despreciar una oportunidad.
Pobre Lefèvre. Había sido un error esperar que el hombre supiera algo de comida. ¡Los turcos habían estado probando y perfeccionando platos cuando los francos aún roían huesos!
La tienda de kebab estaba abierta a la calle, donde cogollos de lechuga cortados aparecían dispuestos sobre una plancha de mármol, al lado de cabezas y patas de oveja, cuencos de yogur y crema cuajada, un poco de toorshan, o conservas en escabeche, y una pequeña serie de simple meze. Un camarero estaba espantando las moscas con un trapo limpio. Hizo un gesto de asentimiento a Yashim.
Dentro, botes de loza, platos y vasos brillaban en las estanterías; una pequeña fuente lanzaba sus chorros en un rincón. Había una mampara de cristal traslúcido, detrás de la cual un hombre de largos bigotes reinaba en un pequeño imperio de frascos que contenían jarabes y frutos en conserva. Al otro lado, las parrillas humeaban contra la pared, en un horno de ladrillo y arcilla lleno de brasas. Varios trozos de carne estaban atravesados por un espetón; las brochetas silbaban y crepitaban sobre las llamas; de vez en cuando el cocinero de desnudos brazos soltaba otro pide sobre las parrillas al rojo y lo levantaba cuando empezaba a rizarse por los bordes.
Yashim fue acompañado hasta un asiento en la galería, desde donde podía ver a los cocineros. Vio a uno de ellos sacar un kebab köfte especiado de las brasas y dejar caer la carne del pincho sobre un pide fresco. Yashim sintió hambre. Él y el camarero decidieron lo que Yashim comería. Mientras se bebía su zumo de nabo, Yashim miró a su alrededor. Era una parroquia obrera, observó: gente que venía a comer, no a holgazanear con una pipa y un café. La visión de un hombre bajito y corpulento con la cabeza afeitada al otro lado del restaurante le recordó a Yashim un viejo amigo, Murad Eslek. Éste se dedicaba a proveer los mercados en Estambul, y era un joven alegre y honrado que había ayudado a Yashim aquella semana en la que a veces parecía como si la ciudad entera fuera a estallar por el miedo, la ira… y un sentimiento de pérdida. «Ayuda» no era la palabra adecuada. Eslek le había salvado la vida.
No era Murad Eslek, naturalmente, el que acercaba su kebab a los rojos granos de pimienta de su plato y se inclinaba para comer; sólo se le parecía un poco. Pero en adelante Yashim levantó la mirada cuando alguien entraba. Estas imágenes no aparecían por accidente, Yashim estaba seguro de eso. Eslek el vendedor… sería un buen hombre con quien hablar ahora mismo.
Yashim percibió el olor del cordero que se estaba asando, así como el olor de las brasas de los carbones. No tenía nada contra Xani. Le hubiera gustado ver al tranquilo trabajador comiendo a su alrededor, un hombre con esposa, dos hijos, y las ambiciones corrientes. Habiendo visto una oportunidad de escapar a la rutinaria pobreza, se había agarrado a ella con ambas manos. Un hombre a quien felicitar, quizás.
Las deudas, ciertamente, eran un terreno peligroso. Las de Yashim eran deudas de honor: deudas con aquellos como Eslek, que le habían salvado la vida; con amigos que lo ayudaban a vivirla; y con otros, innumerables, que le daban lo que necesitaba porque eran buenas personas. Pero al menos la de Xani no había sido la devastadora deuda de los pobres, la especulación que conduce a la penuria y a la traición de los propios amores y creencias. Había surgido una oportunidad. El cálculo era acertado. Con un trabajo adecuado, el capital podría ser devuelto. Era una vergüenza que Xani se hubiera visto empujado a pedir el préstamo a un extranjero. Quizás no había tenido tiempo de pedir el favor en su tierra natal, situada en algún lugar de las colinas albanesas.
El kebab de Yashim llegó. Cogió una pieza de humeante cordero entre los dedos y reconoció su textura. Era de buena calidad. Se lo llevó a la boca, rompió un pedazo de pide. Se maravilló de no haber comido nunca allí, y se dijo que le gustaría volver.
Paseó su mirada por el restaurante. Observó al cocinero del kebab, preparando una parrilla; otro hombre estaba repartiendo jarabe de una jarra para un refrescante khoshab. Miembros del gremio, todos y cada uno de ellos. El camarero había dicho que el agua procedía del manantial Kohrosan, y Yashim tuvo la confortable sensación de que todo se estaba haciendo bien, sin prisas, según la fórmula adecuada. ¿Xani había dado ese paso por su cuenta?… de porteador corriente a miembro de un gremio noble.
Estambul era una ciudad de agua, desde luego; pero salada. Sal por tres lados y medio millón de personas que necesitaban lavarse y beber agua fresca cada día. París tenía el Sena; Londres, el Támesis; la mitad de las ciudades del Imperio otomano estaban regadas por el poderoso Danubio. Pero Estambul -por más perfecta que fuera su ubicación- tenía sólo las Aguas Dulces. Un bonito nombre para los raquíticos manantiales que burbujeaban en la parte superior del Cuerno de Oro. Agua sólo para un villorrio.
Tuberías y canales, sifones y acueductos. Durante mil quinientos años la ciudad había obtenido su agua de las colinas orientales, por donde fluían corrientes a través de los robledales y hayedos del Bosque de Belgrado. La ciudad de Estambul en sí misma era una ciudad de árboles, por supuesto. El viejo Árbol de los Jenízaros que se alzaba en su centro, en el Hipódromo, era como una robusta raíz de la que brotaban otros: los cipreses y los plátanos, incluso el gran y nudoso roble, que se extendía sobre el agua, en Gálata. Pero el Bosque de Belgrado era un lugar solitario y abandonado.
Habían pasado veinte años desde que Yashim había subido allí… Se sorprendió de que hiciera tanto tiempo. En la época de Grigor y sus burlas, cuando Yashim se esforzaba por mantenerse cuerdo porque no estaba completo, a veces se escapaba a las colinas y paseaba todo el día bajo la sombra de los árboles. Vivía gente extraña allí; el perfume de la tienda de kebab le recordaba a los carboneros con sus cónicas chozas, y a los gitanos de bronceados rostros, hombres que hablaban alegremente en imcomprensibles idiomas. Eran descendientes de los serbios que Mehmet el Conquistador había establecido en las colinas, y que daban nombre a los bosques. Los guardianes del agua habrían estado allí, también, aunque él nunca los había visto. Solamente los preciosos depósitos que cuidaban, donde el agua se deslizaba en delgadas capas a través de losas de mármol… y las ranas se habían burlado de él, copulando incesantemente entre los juncos.
Yashim sabía que Estambul obtenía su agua del bosque, pero tenía sólo una vaga idea de cómo llegaba el agua a su surtidor del patio. Herederos de las tradiciones del Imperio romano, cuyos acueductos copiaban y reparaban, los guardianes albaneses del agua practicaban un arte tan vital y arcano que sus secretos eran transmitidos de padres a hijos. Y los miles de habitantes que bebían y se lavaban, cocinaban y reconfortaban sus cansados ojos y oídos con la música de las fuentes no prestaban más atención a ello que a los perros, a las gaviotas o al adoquinado que tenían bajo sus pies.
Ése, entonces, era el secreto que Xani se había ofrecido a aprender. Seiscientas piastras, pensó Yashim. No era, a fin de cuentas, demasiado caro.
Se frotó las manos con un trozo de limón y humedeció los dedos en el agua de un cuenco.
Murad Eslek aún no había aparecido. Era sólo cuestión de tiempo, decidió Yashim, mientras se llevaba la servilleta a los labios.