Auguste Boyer, encargado de negocios del embajador, no había dormido bien. Al dejarse llevar por el sueño, había recordado con un inicio de vergüenza su escena en la ventana del patio, babeando sobre los adoquines. El embajador podía haberlo visto. Ya dormido, soñó con hombres sin rostro y perros salvajes.
La llegada de Yashim poco después de que Boyer se hubiera vestido, y antes de que hubiera tomado su bol de café, chocaba desdichadamente en la mente del attaché con el recuerdo del cadáver desangrado de Lefèvre.
– El embajador no puede ser molestado -dijo con vehemencia.
– ¿Está dormido?
– Desde luego que no -replicó Boyer-. Está ya resolviendo varios asuntos, en discusión con el personal de la embajada.
Con el chef, pensó. Había un almuerzo programado. Con tal que, por supuesto, el embajador estuviera despierto. La tripa de Boyer empezó a hacer ruidos; sacó un pequeño pañuelo y tosió.
– ¿Sabe usted por casualidad si el embajador ha completado su informe sobre la muerte del desgraciado monsieur Lefèvre?
Boyer miró al eunuco con cierto disgusto.
– No tengo ni idea -dijo.
Yashim seguía manteniendo una pequeña esperanza de conseguir una demora.
– ¿Y el testimonio de madame Lefèvre? ¿Ha resultado útil?
Boyer lo miró con expresión vacía.
– ¿Madame Lefèvre?
– Amélie Lefèvre. Su esposa -explicó Yashim-. Llegó aquí hace un par de días, por la tarde.
Auguste Boyer pensó en su bol de café, que se estaba enfriando.
– De monsieur Lefèvre -dijo incorporándose-, la embajada es consciente. Pero por lo que se refiere a madame… No, monsieur. Me temo que está usted completamente equivocado.
Yashim se balanceó lentamente sobre sus talones.
– Madame Lefèvre vino aquí a la embajada. Había estado en Samos, y necesitaba ayuda para volver a casa, a Francia.
Boyer captó el cambio de táctica de Yashim. El informe del embajador escapaba a su jurisdicción, pero esto era fácil.
– Está usted completamente equivocado. Esa madame Lefèvre, quienquiera que pueda ser, no ha sido vista en la embajada -dijo resueltamente, conectándose mentalmente con su café y un cruasán caliente-. Buenos días, monsieur.
Giró sobre sus talones y se marchó a grandes zancadas a través del vestíbulo, dejando a Yashim mirándolo fijamente, con una desconcertada arruga en su rostro.
O el diplomático estaba mintiendo… o Amélie se había ido a algún otro lugar. Había desaparecido en la gran ciudad tan repentinamente como había venido, llevándose su pequeña bolsa y con la cabeza llena de peligrosas nuevas ideas. Decidida, había dicho ella, a averiguar quién había matado a su marido.
La arruga de la frente de Yashim se hizo más profunda. Las ideas eran peligrosas, ciertamente; pero los hombres podían ser mortales.