A primera hora de la mañana siguiente, dejando al francés durmiendo en el diván, Yashim se dirigió al Cuerno y cogió un esquife para Gálata, el centro del comercio extranjero. En la oficina del capitán del puerto pidió ver la lista de embarques y la examinó para encontrar un barco adecuado. Había un buque francés de 400 toneladas, La Réunion, que partía para La Valetta y Marsella con carga diversa cuatro días más tarde; pero había también un buque napolitano, el Ca d'Oro, que zarpaba para Palermo, y al que se le habían asignado ya los conocimientos de embarque. El barco italiano sería sin duda más barato; si Lefèvre iba a regresar a Francia, fácilmente podría tomar otro barco en Palermo, de manera que el viaje no sería mucho más largo… Y estaba la indudable ventaja de que el Ca d'Oro podía partir al día siguiente. Yashim no deseaba prolongar la agonía mental del francés ni un momento más de lo necesario.
Encontró al capitán del Ca d'Oro en un pequeño café que daba al Bosforo. Lucía unas espesas cejas negras que se juntaban encima de su nariz y llevaba una sencilla chaqueta de verano que daba la impresión de haber sido confeccionada por la misma persona que había fabricado las velas del barco. La chaqueta estaba sucia, pero las uñas de los dedos del hombre estaban muy limpias cuando le ofreció a Yashim una pipa. Yashim declinó la oferta, pero aceptó un café. Certo, el Ca d'Oro zarparía con la marea a la mañana siguiente, Dios mediante. Sí, había literas. El caballero podía subir a bordo directamente; o esa misma noche, si lo prefería, daba lo mismo. El bote del buque iría arriba y abajo desde el muelle todo el día, trayendo a la tripulación de regreso así como las compras del último momento. O bien uno de los esquifes podría traerlo en cualquier momento.
Le tendió a Yashim un catalejo y le instó a que mirara hacia el barco.
– Lo verá cerca de la costa, signor. Un bergantín de dos mástiles, de popa alta. ¿Viejo? Sí, pero conoce su trabajo, ¡ja, ja! Podría encontrar por sí mismo su camino a Palermo después de todos estos años.
Yashim entrecerró los ojos para mirar por el telescopio y encontró el barco, de baja línea de flotación, con un par de marineros de pie en el combés, y el blanco y oro de Nápoles colgando flácidamente de su popa. Más bien viejo, desde luego, y bastante pequeño; pero, vaya, aquél era el buque que él mismo hubiera tomado, de haber tenido prisa. Y Lefèvre parecía tenerla.
El capitán esparció algunos papeles sobre la mesa.
– La mitad por adelantado, cuarenta piastras, es lo normal. -Tomó algunas notas sobre una gastada hoja de papel-. ¿El nombre de su amigo?
La mente de Yashim se quedó momentáneamente en blanco.
– Lefèvre -tartamudeó finalmente.
– Francese, bene. Tiene todos sus papeles, naturalmente… ¿Pasaporte, certificado de cuarentena?
Yashim respondió que sí, que tenía todos los documentos necesarios. Confiaba en que eso fuera cierto; al menos Lefèvre estaría a bordo y de camino, antes de que se supiera nada al respecto. Lefèvre no era ningún inocente; sabría cuidar de sí mismo.
El capitán escribió el nombre en su hoja y se guardó los papeles doblados en la chaqueta. Yashim se sacó la bolsa del cinto y contó cuarenta piastras de plata sobre la mesa. El capitán cogió dos monedas al azar, las mordió y las devolvió a la pila con un gruñido.
– Servirán -dijo.
Se estrecharon las manos.
– ¿Qué carga lleva?
El italiano sonrió.
– Lo que usted quiera. Arroz. Algodón egipcio. Pimienta. Abejas. Ochenta monedas de plata otomana, espero, ¡y un francés!
Ambos rieron, más bien sin sentido.