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– Pobre diablo -dijo Palieski. Miró por la ventana, donde las abejas estaban libando soñolientamente la glicinia-. ¿No le parece que estas tardes de verano son insoportablemente tristes? Debe de ser mi edad.

Fuera, una cigüeña entrechocaba su pico; últimamente, una pareja de estas aves había establecido su residencia en el nuevo pináculo de la Torre de Gálata, a unos centenares de metros de distancia.

Palieski se volvió y recuperó el librito de la mesa.

– Lefèvre tiene que haber estado muy asustado para dejar esto en tu piso.

– Yo supongo que se acordó de ello cuando fui a buscarle una litera en el barco -dijo Yashim-. Eso lo animó, en cierta forma.

– Pensar que estaba a salvo, sí. -A Palieski se le notaba el malestar en la voz.

Metió la nariz en el libro y empezó a murmurar para sí. Yashim se sirvió él mismo el té del embajador y se recostó en su silla, tratando de recordar el estado de ánimo de Lefèvre, intentando acordarse de sus últimas palabras. Se había metido en aquel esquife… ¿cómo? Podía recordar que él, Yashim, se había sentido ligeramente impaciente con todo el asunto… El dinero y el malestar de Lefèvre por el barco. Después de eso, no había prestado mucha atención a Lefèvre. Pensaba que no lo volvería a ver.

Pero Lefèvre debió de haber considerado que sí. De ahí el libro escondido. Y había subido al balanceante esquife sin decir una palabra.

Había muchas cosas que a uno le podían disgustar de Lefèvre, pero no se le podía criticar su valor.

Mientras, dentro de poco, todo el mundo tendería a pensar que Yashim lo había matado. No importaba si lo creían o no: sólo con airear la posibilidad, ya sería suficiente. La calumnia se lanzaba únicamente contra el débil; nadie agitaba acusaciones contra personas con poder indiscutible. Ser puesto bajo sospecha demostraba que Yashim no tenía suerte: y a nadie en Estambul, y menos que a nadie, a palacio, le gustaba un hombre desafortunado.

Yashim levantó su taza y miró con los ojos entrecerrados a su amigo a través del vapor, con un repentino acceso de afecto. Palieski pareció sentir su mirada, porque levantó los ojos del libro y sonrió.

– No sé a qué viene tanto alboroto -dijo-. Conozco este libro. Petrus Gillius -explicó Palieski- era un anticuario. Como tu desgraciado amigo, supongo. Al igual que él, era francés. Pierre Gilíes. Pero en aquellos tiempos los hombres instruidos escribían en latín, de manera que para ti, y para mí, es Gillius. Llegó aquí durante el reinado de Solimán el Magnífico. A mediados de 1500, vuestros días de gloria.

Palieski se había levantado de su asiento y estaba mirando sus estanterías. Sacó un par de tomos, los hojeó uno tras otro, y finalmente deslizó su dedo por una página.

– Aquí lo tenemos. Gillius. Eso es. Llegó aquí en 1550 con el embajador francés. Se quedó unos años y luego, de repente, se unió a Solimán en una campaña contra los persas. Es extraño, pero regresa al año siguiente y luego se va a Roma. Y escribe su libro.

– Este libro -dijo Yashim taciturno.

– Supongo que no se obtendría un ejemplar tan fácilmente… 1560… ésa es la primera edición.

– ¿Hubo otras?

– Oh. Ha sido traducido. Al inglés, al francés. Yo tengo una edición francesa, aunque ahora no la encuentro.

– No -dijo Yashim tajantemente-. Tiene que tratarse de algo sobre este ejemplar del libro que es único. Si pudiera leerlo…

– Déjamelo a mí, Yash. Yo investigaré. Disfruto bastante con ello, realmente.

– Vigila las pequeñas notas que hay dentro… No las dejes caer.

El libro parecía haber funcionado como una bolsa de viaje, sus páginas estaban atiborradas de notas y papeles doblados.

– ¿Por qué fue asesinado tan brutalmente? Le cortaron el esternón en dos y le partieron las costillas.

Palieski pestañeó.

– ¡Dios! Como un sacrificio vikingo.

– ¿Un… qué?

– Vikingo, Yashim. Habrás oído hablar de los vikingos, ¿no? Esos guerreros enloquecidos. Como vuestro antiguo regimiento de los deli… Gente que se volvía loca cuando iban a la guerra. Éstos eran del norte. Cabello rojo, muy fornidos, tremendos marineros. Salieron de sus fiordos hará unos mil doscientos años. Sus barcos estaban tallados como dragones. Poseían una gama primitiva de dioses. Durante el verano se dedicaban a la violación, el asesinato y el pillaje. Largos poemas al respecto para mantenerlos felices, durante el invierno. Duros es decir poco. Arrastraron Europa a lo que nosotros llamamos la Edad de las Tinieblas. Su producto más notable, además de las viudas, fue Rusia.

Yashim se estaba inclinando hacia delante, escuchando son suma atención. Ahora movió negativamente la cabeza.

– ¿Qué quieres decir? ¿Rusia? ¿O se trata de una broma polaca?

Palieski lo miró con expresión afligida.

– En absoluto. Los vikingos no viajaron sólo a través de los océanos. Usaron los ríos bálticos, también. Construyeron barcos que podían navegar en las aguas más someras. Pero cuando llegaron al Volga, ya no tuvieron más dificultades. Arriba por el Volga, abajo por el Dniéper. El mar Negro. Constantinopla. Fácil. Atacaron unas pocas veces. Se instalaron en Kiev… Una base segura para sus incursiones por aquí, y eso ha sido la tradición desde entonces. Al final, por supuesto, los bizantinos encontraron que era más barato y más fácil convertirlos al cristianismo ortodoxo… Su líder tomó el nombre de Yaroslav y pensó que era el hermano pequeño del emperador. Pero no dejaba de ser un vikingo.

– ¿Y ése es el origen de Rusia?

– En un sentido amplio, sí. Los orígenes de la ortodoxia rusa. En cuanto los volvieron amistosos y medio civilizados, los bizantinos los utilizaron como guardia imperial, la guardia varega. Todos de más de dos metros de estatura y vikingos de la cabeza a sus peludos pies. Más o menos lo único que mantenía a salvo a los griegos en Constantinopla.

Yashim pegó un brinco.

– ¿La guardia varega protegía a los griegos? ¿Y empleaba ese estilo bárbaro de ejecución?

Palieski mostró una expresión de duda en su rostro.

– Bueno, no sé si aún lo usaban entonces. Quizás lo abandonaron, junto con sus dioses paganos. Lo ignoro. Pero aquí hay algo curioso para ti, si te interesa. El águila con las alas extendidas era el símbolo de los emperadores bizantinos. Y después de la caída de éstos, los rusos empezaron a usarla por su cuenta. Para demostrar su afinidad. Ya sabes, pretensiones al trono de Bizancio. Protectores de la Ortodoxia, y todo eso.

Hizo una pausa y se frotó las manos.

– La lección de historia terminó. No sé si ha servido de algo. El sol se ha puesto. Tomemos una copa.

Fue por un lado de la mesa y se dirigió a la puerta para abrirla.

– ¡Marta! -bramó-. ¡Vodka, vasos y hielo!

Yashim sonrió.

– Siempre grito estos días -señaló afablemente Palieski, desde la puerta-. Me ahorra tener que decir por favor. Marta se ha vuelto muy quisquillosa con las buenas maneras, no se me ocurre por qué. De todos modos, la campanilla está rota.

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