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Cuando Yashim se despertó, era tarde. Las nubes de tormenta se habían disipado, como si jamás hubieran existido, y un cálido sol de la tarde estaba ya trazando un dibujo de sombras oblicuas a través de la habitación.

Se puso de pie lentamente, sintiéndose ligero y hambriento. Había una rebanada de pan que nada tenía ya de tierno; rompió un trocito y lo masticó, y luego con disgusto lo soltó y removió el fuego. Sopló las brasas y alimentó su brillo dejando caer trocitos de carboncillo con los dedos, escuchando su seco crujido, sintiendo su inconsistente peso, preguntándose, mientras observaba el brillo que se extendía, cómo algo tan liviano podía generar tanto calor. Colocó su mano plana por encima de la estufa y agradeció el ardiente calor en su palma.

Miró en el cesto de las verduras. En un plato de loza, bajo una tapa en forma de cúpula, aparecía una lonja de queso blanco desmenuzable, beyaz peynir.

Peló un par de cebollas y las cortó toscamente, luego les echó sal. Cogió dos tomates, los cortó y picó los trozos, junto con unos pimientos, ajo y un puñadito de perejil marchito. Trituró el queso con un tenedor.

Partió la rebanada de pan duro longitudinalmente y restregó la miga con un diente de ajo y con el tomate cortado. Roció los tozos con aceite y los dejó en una esquina, sobre el calor.

Metió las cebollas en un cuenco de agua para quitarles la sal, y las puso en un bol junto con los pimientos, los tomates y el perejil. Una gota de aceite cayó en las brasas con sonido silbante. Esparció el queso desmigajado por la ensalada y un gran pellizco de kirmizi biber, que había comprado después de que le revolvieran el apartamento… Generalmente lo hacía él mismo, con un gran puñado de guindillas machacadas en un mortero y rehogadas en una sartén, sobre las brasas.

Vertió un generoso chorro de aceite de oliva sobre la ensalada, añadió sal y machacó unos granos de pimienta en el mortero. Clinc-clinc-clinc.

Removió la ensalada con una cuchara.

Sacó el pan tostado del fuego y lo puso sobre una fuente. Se lavó las manos y la boca.

Comió con las piernas cruzadas sobre el sofá, el sol bañando su mano izquierda, pensando en las oscuras madrigueras que había bajo la ciudad, la enorme cisterna como un templo, y la vacilante luz que le había perseguido a través de sus sueños. La luz que él había visto en los ojos de Amélie.

«Estoy haciendo esto por Max», había dicho ella. Cumpliendo sus deseos. Siguiendo sus instrucciones como si aún estuviera vivo; como si, al igual que el propio Bizancio, él tuviera el poder de dirigir y controlar las acciones de la gente en el mundo de los vivos.

Yashim cogió con la cuchara un poco de la ensalada, con una rebanada de pan tostado. «Estoy haciendo esto por Max.»

Por Max. Por el hombre cuyo cadáver, brutalmente mutilado, él y el doctor Millingen habían examinado unos días antes. Un cuerpo sin rostro, pero con buenos dientes.

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