Armado con un bastón de Malaca negro y un par de botas de Picadilly, el doctor Millingen cerró cuidadosamente la puerta y descendió por los pocos y bajos escalones a la calle. Durante sus estudios de medicina en Edimburgo se había aficionado a hacer excursiones con otros jóvenes de largos cabellos por páramos y montañas. Habían declamado poesía juntos, admirado el sobrecogedor paisaje, y meditado sobre Adam Smith, Goethe, la tiranía de los príncipes y los efectos a largo plazo de la Revolución francesa. Hoy en día, pese a las protestas de sus amigos y clientes turcos, paseaba, media hora como máximo cada día, creyendo que aquel suave ejercicio mejoraba su circulación y estimulaba su hígado.
Los turcos, por norma, evitaban el ejercicio. Uno de sus clientes le había comentado en una ocasión que él tenía ya a otros para que hicieran ejercicio en su lugar.
Un hogar lleno de sirvientes que le trajeran la pipa, el café o la comida de la noche. Incluso había insinuado, todo lo delicadamente de que fue capaz, que el doctor Millingen estaba cometiendo una injusticia, entrometiéndose en la esfera de otros, al intentar cualquier esfuerzo físico por su cuenta. En cuanto a dar un fatigoso paseo, eso era algo que le ponía en riesgo de ser empujado en la calle, o sufrir una apoplejía; y como de un caballero otomano difícilmente podía esperarse que apareciera en las calles sin su séquito, el enojo sería compartido por su hogar. Excepto tomando una segunda esposa -le gustó a este caballero insistir- no había una forma más fácil de sembrar el caos y el enojo en la casa de un hombre que siguiendo la curiosa prescripción del doctor.
El propio doctor tampoco se lanzaba a esos paseos con excesivo entusiasmo. Aunque con frecuencia eran empinadas e incluso estaban provistas de escaleras, las calles de Pera no eran las colinas de Lammermuir; los deprimentes callejones del puerto difícilmente podían ser comparados con los oscuros senderos de sus amados pinares; y donde el rey de las codornices volaba a ras de tierra por los campos al crepúsculo, o el macho del corzo ladraba imperiosamente a través de las cañadas silvestres, la fauna de Pera, como la del propio Estambul al otro lado del Cuerno, era perezosa, siempre la encontrabas bajo los pies, y tenía pulgas.
El doctor Millingen enfiló la calle, probó su bastón y empezó a caminar.
Nadie podía decir cómo, o incluso por qué, los perros habían venido a Estambul. Algunas personas suponían que habían estado siempre, incluso en la época de los griegos; otras, que habían invadido la ciudad en la época de la Conquista, bajando desde los Balcanes para rondar a través de las devastadas calles y las ruinas de los campos, donde se constituyeron en jaurías y se adueñaron de unos territorios que seguían dominando hasta la actualidad. Pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Y a nadie, y de eso el doctor Millingen se había dado cuenta hacía tiempo, le importaba mucho.
De ninguna raza determinada, pero todos parecidos, esos perros amarillos de áspera piel y cortas patas, grandes mandíbulas y apelmazadas colas curvadas, se pasaban la mayor parte del día tumbados en los callejones, portales y callejuelas del barrio antiguo, con un ojo cerrado y el otro estudiando perezosamente las actividades de la gente a su alrededor. Hacía falta ser un visitante para verlos adecuadamente, y un relativamente reciente residente como el doctor Millingen, versado en los hábitos de la observación científica, para verlos con un ojo forense. Para todos los demás, constituían una parte del tejido de la ciudad, es decir, estaban tan perfectamente integrados en el propio mapa mental de su barrio que, de haber simplemente desaparecido los perros una noche de las calles, la gente hubiera tenido sólo la incómoda impresión de que algo había cambiado; y nueve de cada diez estambuliotas habrían hallado difícil decir qué. Los perros no producían impresión. Casi nunca mordían a un niño, no correteaban por el mercado destruyéndolo todo, ni robaban las salchichas del carnicero. Pasabas por encima de un perro que dormía en un portal; rodeabas un revoltijo de perros diseminados bajo un rayo de sol en medio de la calle; dabas vueltas en la cama cuando los aullidos y ladridos de los perros por la noche aumentaban hasta hacerse intolerables; y nunca reparabas en su existencia.
De vez en cuando, quizás una vez cada cien años, las autoridades caían en la cuenta de la omnipresente molestia de los perros e intentaban acorralarlos; se los llevaban al campo, eran confinados en islas, conducidos -sorprendentemente dóciles- a los bosques de Belgrado, o expulsados por la puerta de Edirne. Pero, o regresaban todos, o simplemente volvían a crecer, como la cola de los lagartos o el musgo, los mismos perros amarillos, sarnosos, esqueléticos, llenos de picaduras de pulgas y cicatrices de las peleas, y con sus propios y definidos territorios. Y a nadie le importaba, tampoco. Como los charcos después de la lluvia, o la sombra, o el ardiente sol a mediodía, estaban simplemente ahí; y buscaban comida en las calles de la ciudad; y las mantenían limpias.
Un sucio mendrugo, un pájaro muerto, restos de verduras, huesos, cortezas, desechos, cáscaras, fruta podrida: no pasaban nada por alto y no rechazaban nada. Podían comer cualquier cosa… incluso zapatos. Pero raramente probaban carne fresca.
El doctor Millingen sugirió en cierta ocasión, durante una consulta con el propio sultán, que, con quinientas okas de la carne de caballo más barata y cinco onzas de arsénico, el sultán podía liberar a sus súbditos metropolitanos de esa interminable molestia, esa raza de perros sarnosos… perros que, tal como él lo entendía, los musulmanes consideraban animales sucios; y el sultán, inclinando la cabeza bruscamente en señal de sorpresa, replicó que suponía que los perros, también, formaban parte de la creación de Dios.
– ¿Acaso no pensaría usted que sería muy bárbaro por mi parte si diera la orden de que todos los médicos ingleses de Estambul fueran acorralados y alimentados con carne envenenada? Pues es lo mismo con los perros.
Al doctor Millingen se le ocurrieron varios argumentos como réplica, pero no quiso discutir al percibir el tono del sultán.
Avanzando a paso vivo por la calle, balanceaba su bastón de un lado al otro y miraba con sospecha a los perros amarillos; éstos simplemente bostezaban, o se rascaban las pulgas, y fingían no reparar en el doctor Millingen.