Sostenida por una robusta esclava en cada brazo, la Valide descendió de la litera en la gran sala del palacio del sultán en Besiktas. Al pie de la escalera inclinó graciosamente la cabeza para agradecer la atención del más alto dignatario de la casa del sultán, el jefe de los Eunucos Negros.
Éste se encontraba al frente de un grupo de damas, todas vestidas a la última moda francesa, alineadas con sus sombrillas para un paseo por los jardines del palacio; muchas de ellas estiraban la cabeza para ver mejor a la Valide. Ella les sonrió, haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza.
– Ibrahim Aga -dijo ella-. Mesdames.
Las concubinas del sultán respondieron con un saludo murmurado. El jefe de los Eunucos Negros hizo una profunda reverencia.
– Veo que estás engordando, Ibrahim. Te favorece mucho.
Ibrahim Aga sonrió con inseguridad.
– Gracias, Valide. ¿Puedo presentarle a las damas?
La escoltó a lo largo de la fila. Las chicas se inclinaron, bajando modestamente los ojos hasta que la Valide hubo pasado. De vez en cuando ella alargaba una pálida mano para enderezar una chorrera de encaje y pellizcar una mejilla, y para cada muchacha tenía unas palabras halagadoras. «¡Qué cabello más adorable! Muy bonito. Un poco menos de rouge, señorita, quizás. Su sonrisa es encantadora.» Y así sucesivamente. Las damas se ruborizaban y sonreían.
Al final se volvió hacia el kislar aga.
– Son un mérito para ti, Ibrahim. Visten bien, y su aspecto es totalmente encantador. Me alegro de verlas disfrutar del jardín. No siempre teníamos semejante lujo en mis tiempos.
– Sí, Valide. Damos un paseo cada mañana.
La Valide asintió con la cabeza y dejó escapar un suspiro.
– Necesitan ejercicio, Ibrahim. Llévame hasta la gobernanta.
Las damas hicieron una cortés reverencia cuando ella empezó a subir por las escaleras. Cuán banales parecían, reflexionó la Valide, con sus vestidos y corsés franceses, sus chales y zapatos de seda. Intrascendentes como una bandeja de chocolates belgas. Una fábrica: sí. En su época, en Topkapi, cómo se habían enorgullecido ella y las demás de su estilo… la forma en que llevaban el color, el arreglo de su cabello, el artístico collage de chales y echarpes, sedas y pieles. Después habían desfilado como una manada de tigresas, brillantes joyas, ¡de miembros ágiles y magníficos miembros de fina piel y perfectos dientes! No como aquellas muchachas, estereotipos a la moda, adiestrados canarios en su jaula.
¡Era una vergüenza!
Hizo una pausa en lo alto de las anchas escaleras, apoyándose en la barandilla. Cuán muerto estaba el palacio, cuán silencioso. Los cuadros franceses colgaban, sin que nadie los mirara, en las escaleras, como epitafios de soldados que hubieran muerto y no fueran recordados. Sillas inglesas de respaldo recto, vacías, aparecían alineadas contra las paredes.
En lo alto de la escalera, la gobernanta estaba esperando para rendirle homenaje. Alta y rellena, llevaba el tradicional vestido del harén, y portaba un largo bastón de mando rematado en plata. El manojo de llaves que colgaba de su cintura hizo un sonido metálico cuando ella se inclinó. A su señal, algunas muchachas se adelantaron para ayudar a la Valide a quitarse su chaqueta de satén, y la acompañaron a una habitación iluminada por el sol que daba a las resplandecientes aguas del Bosforo. Ella sintió la brisa en su rostro. Dejándose caer en un dorado sofá, permitió que las muchachas le arreglaran gentilmente el cabello y le alisaran las arrugas de los pliegues de sus ropas. Una de las chicas ahuecó los almohadones en la espalda de la Valide; otra le fue a buscar un taburete para sus pies.
– ¿Puedo ofrecerle humildemente un refrescante sorbete, Valide? -preguntó la gobernanta, señalando una bandeja.
La Valide se recostó contra los cojines y suspiró. Siempre los mismos delicados rituales, las mismas medio encubiertas miradas de afecto y respeto. Debería haber efectuado su visita antes.
Probó el sorbete y devolvió el vaso. Luego miró a la gobernanta e hizo un casi imperceptible gesto de asentimiento con la cabeza.
La gobernanta imperial avanzó y ocupó su lugar al lado de la Valide, permaneciendo inmóvil con los brazos cruzados y los ojos bajos. La primera mujer del sultán, madre del príncipe heredero y futura Valide, se deslizó en la habitación como un cisne. Con una elegante reverencia, se aproximó a su imperial suegra y tocó el borde de su túnica con una mano. En señal de respeto y obediencia, hizo el gesto de rozar el dobladillo con los labios y lo acercó a su frente.
– ¿Cómo está Mecid, nuestro imperial nieto, hija?
– Está orando por su buena salud, Valide.
Las restantes tres kadineffendis se acercaron discretamente a saludar a su suegra, una a una, inclinándose y llevando el borde de su vestido hasta sus labios. Se movían con graciosa calma, silenciosas y sin apresurarse, y dando un paso atrás se quedaron esperando. La Valide les habló amablemente, y ellas enrojecieron y sonrieron. Contemplando sus hermosas caras, sus bonitas sonrisas, ella sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
Dos muchachas la ayudaron a ponerse de pie. Las kadineffendis se inclinaron recatadamente, y la Valide posó su mano sobre el brazo del aga.
– Allons -dijo.
Sintió que el corazón le palpitaba en el pecho.
Las puertas se abrieron silenciosamente al aproximarse la curiosa pareja, el Eunuco Negro con la diminuta mujer blanca que colgaba de su brazo, dando lentos, cuidadosos pasos a través del encerado parqué. A monótonos intervalos, la Valide miraba hacia abajo, al Bosforo, a través de las ventanas tapadas con gruesas cortinas… Una escena de actividad que era a la vez vigorosa, silenciosa y remota. Finalmente la Valide entró en el dormitorio del sultán.
Los postigos estaban medio cerrados para proteger la estancia del resplandor del sol, y por un momento la Valide hizo una pausa en el umbral, mirando a su alrededor. Cruzó lentamente la habitación hasta la cama. El aga trajo una silla, y, cuando se sentó, la mujer buscó a tientas en la colcha la mano de su hijo.
La encontró, huesuda y fría. Por un momento su corazón dejó de latir, pero luego sintió el débil apretón que le devolvían los dedos del enfermo, y vio que las almohadas se retorcían cuando él volvió la cabeza.
Durante mucho rato ninguno de los dos dijo una palabra.
– Mi pequeño león -dijo la Valide por fin, se le acercó y deslizó los dedos de su otra mano por la frente de su hijo, apartándole un mechón de cabello.
– Madre.
La Valide apretó su mano.
– Courage, siempre -susurró.
Nunca debería ser así, pensó; el viejo no aporta ningún consuelo al agonizante.
Una madre no debe enterrar a su hijo.
Los ojos del sultán se apartaron de los suyos.
– Él no viene.
La Valide no dijo nada. El príncipe heredero era joven y sin embargo tenía miedo de la muerte.
El sultán cambió ligeramente de posición bajo las ropas.
– Hay muchas cosas que él no puede comprender, Valide.
Respiraba con dificultad, y hablar representaba un esfuerzo penoso, pero habló durante varios minutos, sin soltar la mano de su madre, descargando su corazón.
La Valide le escuchaba en silencio.
– Con la ayuda de Dios -dijo ella finalmente-, el pueblo permanecerá quieto.
Ella sintió la presión de los dedos de su hijo cuando apretaban los suyos.