Aquella misma mañana, en el barrio de Fener, en Estambul, Yashim se despertó bajo un cálido rectángulo de luz solar y se incorporó, pasándose soñolientamente las manos por los rizos de su cabello. Al cabo de un momento, echó a un lado su manta korasiana y se deslizó del diván, metiendo sus pies automáticamente en un par de babuchas de cuero gris. Se vistió rápidamente y bajó a la planta, atravesó el bajo portal bizantino de la casa de la viuda y salió al callejón. Tras torcer por algunas calles, llegó a su café favorito, en la Kara Davut, donde el hombre que se encontraba en la cocina le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y puso una pequeña sartén de cobre al fuego.
Yashim se instaló en el diván que daba a la calle, bajo las salientes ventanas superiores. Deslizó los pies bajo su túnica. Y con ese gesto se volvió, en cierto sentido, invisible.
Ello se debía en parte a la forma en que Yashim seguía vistiendo. Habían transcurrido varios años desde que el sultán empezara a alentar a sus súbditos a que adoptaran la forma de vestir occidental: los resultados eran variados. Muchos habían cambiado su turbante por el fez rojo, y sus ropas holgadas por pantalones y la estambulina, una curiosa chaqueta como de frac de alto cuello, pero eran pocos los que llevaban botas con cordones. Algunos de los vecinos de Yashim en el diván parecían escarabajos negros de pies descalzos; todo codos y puntiagudas rodillas. Bajo una larga capa, entre rojo intenso y marrón, y una bata color azafrán, Yashim bien podía haber sido un pliegue en el tapiz que cubría el diván; sólo su turbante era deslumbrantemente blanco.
Pero la invisibilidad de Yashim era también una cualidad de aquel hombre… Si es que «hombre» era la palabra adecuada. Había una inmovilidad en él: una firmeza en la mirada de sus grises ojos, una especie de fluidez en sus movimientos, o una soltura de gesto, que parecía desviar la atención, más que llamarla. La gente lo veía… Pero no se fijaba en él; y esta ausencia de bordes ásperos, esta particular renuncia al desafío o a la amenaza constituía su talento esencial, y lo hacía, incluso en el Estambul del siglo XIX, único.
Yashim no desafiaba a los hombres con quienes se encontraba; ni a las mujeres. Con su amable rostro, ojos grises, oscuros rizos, apenas afectado, a los cuarenta, por el paso de los años, Yashim era alguien que escuchaba; un tranquilo interrogador. Y no era un hombre completo. Yashim era un eunuco.
Se tomó el café apoyado en un codo, y se comió la çörek; al acabar, se limpió las migajas del bigote.
Decidió fumarse una pipa, dejó una piastra de plata sobre la bandeja y salió a la calle hacia el Gran Bazar.
En la esquina se dio la vuelta y miró hacia atrás, justo a tiempo de ver cómo el dueño del café recogía la moneda y la mordía. Yashim lanzó un suspiro. La moneda falsa era como veneno en las tripas, algo irritante de lo que Estambul nunca podía liberarse. Sopesó la bolsa y oyó el seco crujido de su fortuna susurrando entre las puntas de sus dedos. El sultán se estaba muriendo, y había amargura en el aire.
En la calle de los Libreros, Yashim se detuvo ante una tiendecita que pertenecía a Goulandris, un individuo que trataba con libros viejos y curiosidades. A veces tenía las novelas francesas a las que Yashim casi siempre sucumbía.
Goulandris miró fijamente a su visitante con su único ojo bueno e hizo rechinar los dientes. Goulandris no era uno de esos atrevidos e insistentes griegos; su trabajo como librero era observar, no hablar. Uno de sus ojos estaba velado por las cataratas; pero el otro hacía el trabajo de ambos, tomando nota de cómo se movía el cliente, la rapidez con que seleccionaba cierto libro, la expresión de su cara cuando lo abría y empezaba a leer. Libros viejos, libros nuevos, libros griegos, libros turcos -y muy pocos de ésos-, libros en armenio y hebreo e incluso ahora, de vez en cuando, en francés. Dimitri Goulandris los almacenaba tal y como llegaban a él: desordenadamente. Los libros no le interesaban. Pero cómo valorar un libro… Eso ya era otra cuestión. De manera que, con su ojo bueno, observaba los signos.
Pero el eunuco… era bueno. Muy bueno. Goulandris veía a un caballero acomodado recién llegado a la mediana edad, su negro cabello ligeramente teñido de gris bajo un pequeño turbante, y que llevaba una blanda capa de color indeterminado. Goulandris creía que era capaz de descubrir todas las estratagemas que la gente usaba para despistar. La fingida indiferencia, el ejemplar añadido a última hora como si nada, y el impulso astutamente concebido y perfectamente dramatizado. Escuchaba lo que le decían. Observaba cómo sus manos se movían, y el parpadeo de sus ojos. Sólo el maldito eunuco seguía siendo un constante rompecabezas.
– ¿Está usted buscando algún libro?
Yashim levantó la cabeza de la página que estaba leyendo y miró a su alrededor. Por un momento, quedó desconcertado; había estado muy lejos, con Benjamin Constant, un escritor francés cuya pequeña novela ponía al descubierto las agonías del amor no correspondido. Adaptando su mirada ahora, se encontró en el familiar chiribitil del Gran Bazar, las paredes cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo, la débil lámpara y al propio Goulandris, el librero, con su sucio fez gris, las piernas cruzadas en su taburete, detrás de un mostrador franco. Yashim sonrió. No pensaba comprar ese libro, Adolphe. Lo cerró suavemente y lo devolvió a su lugar en la estantería.
Yashim se inclinó, llevándose una mano al pecho. Le gustaba ese lugar, esa pequeña cueva de libros. Uno nunca sabía lo que podía encontrar allí. Goulandris, sospechaba Yashim, tampoco tenía ni idea. Dudaba de que supiera hacer algo más que leer y escribir en griego.
Y hoy, amontonados al buen tuntún con los libros de texto francos sobre balística, los viejos rollos imperiales que mostraban una bella tugra del sultán, los impenetrables tratados religiosos griegos, el puñado de novelas francesas con las que Yashim tanto disfrutaba… Allí, por curioso que fuera, un tesoro captó su atención. No estaba ahí el mes pasado. Y quizás no estaría al mes siguiente.
Medio sonriendo para sí mismo, cuidadosamente, alargó la mano y volvió a coger el ejemplar de Adolphe. Vaciló un poco en su tercera elección, escogiendo -al azar- algo francés, en tanto que no dejaba de sentir la mirada de Goulandris firmemente clavada en sus movimientos. Como sin darle importancia, o al menos así lo esperaba, Yashim lo deslizó bajo la pila cuando situaba los libros sobre el mostrador.
Goulandris se chupó los labios. No regateó ni ofreció argumentos. Se limitó a sugerir precios. A Yashim le costó reprimir un estremecimiento de decepción cuando Goulandris solemnemente valoró el tercer libro sólo un poquito más de lo que estaba a su alcance. Quedándose sólo con dos, alargó una mano y cogió el Adolphe. El librero miró con sospecha primero al libro que Yashim tenía en la mano y luego al libro de la mesa.
El libro de la mesa era más grueso. Había más escritura en él. Pero el libro delgado estaba en la mano del eunuco.
– Doce piastras -gruñó Goulandris colocando un dedo regordete sobre el libro que tenía ante sí.
Yashim hurgó en su bolsa. Devolvió el Adolphe a la estantería y, con un gesto de la cabeza hacia el viejo del sucio fez, Yashim salió a la calle de los Libreros, agarrando el volumen I de L'Art de la Cuisine française au 19me Siècle, de Carême, bajo el brazo.
Al llegar al pie de la colina se dio la vuelta hacia el mercado.
Yashim vio al pescadero que contemplaba fríamente sus balanzas mientras pesaba una perca para una matriarca. Dos hombres regateaban por un puñado de zanahorias. El dinero falso alimentaba la sospecha, pensó Yashim. Y entonces volvió a sonreír, recordando a Giorgos en su puesto de verduras. Giorgos siempre tenía buenas ideas para la cena. Giorgos no tenía trato alguno con la sospecha. Giorgos era un viejo y obstinado griego y simplemente refunfuñaría y diría que el dinero era una mierda.
Miró hacia delante. Giorgos no estaba allí.
– Ya no va a venir, effendi -explicó un tendero armenio-. Alguna clase de accidente; al menos eso es lo que he oído.
– ¿Accidente? -Yashim se acordó del vendedor de verduras, con sus grandes manos.
El tendero volvió la cabeza y escupió.
– Vinieron ayer, y dijeron que Giorgos ya no vendría más. Uno de los hermanos Constantinedes, para hacerse cargo de su puesto, dijeron.
Yashim frunció el ceño. Los hermanos Constantinedes llevaban idénticos bigotes finos y estaban siempre en movimiento detrás de sus pilas de verduras, como bailarines. Yashim siempre había sido fiel a Giorgos.
– ¡Effendi! ¿Qué podemos hacer por usted hoy? -Uno de los hermanos se inclinó hacia delante y empezó a arreglar un montón de berenjenas con rápidos movimientos de la muñeca-.¡Fasulye hoy, al precio del año pasado! ¡Sólo por un día!
Yashim empezó a reunir sus ingredientes, Constantinedes pesó dos okas de patatas y las echó en el cesto de Yashim, colocando de nuevo el platillo sobre las balanzas con un floreo.
– Cuatro piastras, veinte-veinte-veinte-ochenta y cinco las patatas (cinco, oh, cinco) ¿y nada más, effendi?
– ¿Qué le ha pasado a Giorgos?
– Hay judías hoy… ¡A los precios de ayer!
– Dicen que os vais a hacer cargo de su puesto.
– A cinco, eh, a cinco, effendi.
– Una oka de calabacines, por favor.
El hombre recogió los calabacines en su platillo.
– He oído que tuvo un accidente. ¿Cómo pasó?
– Los calabacines.
Cuando Constantinedes inclinaba el platillo sobre el cesto de Yashim, éste lo agarró por el borde y suavemente volvió a alzar su nivel.
– Soy amigo suyo. Si tuvo un accidente, quizás pueda ayudar.
Constantinedes frunció los labios pensativamente.
– Puedo preguntar al cadí -dijo Yashim con calma, y dejó ir el platillo.
El cadí era el funcionario que regulaba el mercado. Los calabacines cayeron en el cesto.
– Quédate el cambio.
El hombre vaciló, luego recogió las dos monedas sin mirarlas y las dejó caer en la bolsita de lona que llevaba en la cintura.
– Cinco minutos -dijo quedamente.