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Amélie se quedó en la boca del túnel con la linterna levantada. Sus ojos brillaban.

Gillius había dicho la verdad.

Se encontraba de pie unos metros por encima de un vasto lago subterráneo. De su reluciente superficie sobresalían enormes columnas de pórfido y piedra que subían a partir de sus macizos plintos, centelleando bajo la luz de la lámpara hasta que se perdían en la oscuridad, sobre su cabeza.

Lentamente bajó por los escalones hasta llegar al nivel del agua.

Se estremeció involuntariamente en el silencioso bosque. Columnas hasta donde llegaba su vista, bellamente fabricadas, el orgullo de templos paganos procedentes de todo el Imperio romano. Los emperadores bizantinos las habían saqueado para ésta, la mayor cisterna jamás construida, perdida para el mundo y enterrada bajo el suelo.

Dio otro paso, y la helada agua se cerró en torno a sus tobillos. Buscó el siguiente escalón con los pies; el agua le llegó a las rodillas. No había más escalones. Dejó escapar un jadeo de alivio.

Depositó el carrete de hilo en el escalón detrás de ella. Rechinando los dientes, empezó a vadear a través de las negras aguas.

Las reliquias estaban ahí, lo sabía.

En alguna parte, entre las congeladas columnas de la antigüedad, encontraría el signo.

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