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El embajador francés levantó la mirada de su mesa.

– Tengo entendido que conocía usted a ese Lefèvre.

– Sólo superficialmente, excelencia. Monsieur Palieski lo trajo a cenar una noche a mi casa.

– No es un gran conocimiento -convino el embajador.

Yashim vaciló.

– Unos días más tarde, sin embargo, reapareció en mi puerta. Estaba asustado y confuso, pero me pidió que le buscara un barco para ir a Francia, lo antes posible. Al día siguiente, cuando lo hube hecho así, su ánimo parecía haber mejorado.

El embajador levantó un dedo.

– Pídale a Boyer que venga -dijo-. ¿Así que no eran ustedes amigos?

– No. Simplemente traté de ayudarlo -explicó Yashim-. Parecía ansioso. Casi un poco loco. El barco tenía que haber zarpado ayer por la mañana. El Ca d'Oro, de Palermo. De cómo llegó aquí, a Pera, no tengo ni idea.

– ¿Y lo vio usted subir al barco?

– Lo vi partir en un bote que salía desde Fener anteanoche. Supuse que se había marchado de Estambul.

Boyer llegó con un secretario. Éste dejó un papel sobre la mesa, y el embajador cogió el papel con los dedos y lo alineó con el borde de la mesa.

Enfin… Como representante del reino de Francia, es deber mío procurar que se imparta justicia a los ciudadanos franceses que caen bajo mi jurisdicción en este Imperio. Se encuentra a un hombre donde se supone que no debería estar, asesinado de una manera curiosa y bárbara. Tenemos que hacer un informe de sus movimientos, por supuesto. El doctor Millingen ha efectuado un examen preliminar. Dice que Lefèvre debió de morir anteanoche. En effet, la noche en que usted le vio subir al esquife.

– ¿Está seguro el médico? -quiso saber Yashim.

– Francamente, no lo sé. El doctor tiene sus métodos, imagino. Teniendo en cuenta la opinión del médico en la cuestión, y por lo que usted dice, monsieur Yashim, podría parecer que el desafortunado arqueólogo se pasó las últimas veinticuatro horas de su vida en su apartamento.

Yashim abrió la boca para hablar, pero el embajador prosiguió.

– Llego a la conclusión, monsieur, de que sólo tres personas podrían haber sabido dónde estaba aquella noche monsieur Lefèvre. Incluyendo, por supuesto, al propio Lefèvre -añadió con un deje de ironía en su cansina voz-. Y un capitán de barco (seleccionado al azar en el puerto) que no es probable que conociera a Lefèvre.

El embajador medio se dio la vuelta en su silla para intercambiar una mirada con Boyer, el cual tosió ligeramente. El embajador dobló la esquina de la hoja de papel arriba y abajo con su pulgar sobre la mesa, sin levantar la mirada.

– Como ha dicho usted, el Ca d'Oro zarpó ayer. Esto se ha confirmado. Dentro de un mes o dos, si regresa, quizás podamos saber algo por su capitán.

»Mientras tanto, monsieur Yashim, dice usted que no conocía bien al arqueólogo. Dice usted, em, que tenía miedo. Pero confiaba en usted, evidentemente. ¿Por qué?

El embajador levantó lentamente la mirada de la mesa. Yashim tuvo la sensación de que era sólo un observador, como si estuviera contemplando la entrevista desde algún otro lugar. Se oyó a sí mismo decir:

– No lo sé.

El embajador chasqueó la lengua.

– Encuentro la situación curiosa. Habrá que preparar un informe, naturalmente. En estas circunstancias, sin embargo, no creo que su asistencia en este asunto sea requerida. Preferiría proseguirlo con las autoridades, por… otros canales.

Yashim no podía recordar la última vez que se había ruborizado. Se levantó y se inclinó con toda la dignidad que pudo reunir, pero, una vez en el patio, sintió un ligero mareo y tuvo que apoyarse en la pared.

Tantas cosas habían pasado por su mente que simplemente había olvidado la regla principal de su profesión, si es que era una profesión. Tratar de pensar como su oponente. La insinuación del embajador no era, tuvo que reconocer, tan absurda. Una curiosa situación, realmente. En parecidas circunstancias, él quizás hubiera hecho la misma deducción. ¡Yashim, el enlace con el embajador francés! Bueno, podía olvidarse de esa posibilidad ahora.

Se encogió de hombros y salió a la calle. Unos pocos metros más adelante, anduvo por encima de un montón de arena esparcida entre los adoquines. Yashim guardaba silencio, mirando a su alrededor, medio esperando ver algo que los vigilantes hubieran pasado por alto en la oscuridad.

«Habrá que preparar un informe.»

El informe del embajador lo cambiaba todo para él. Su deber de protección con el muerto había sido hasta entonces un asunto privado… Pero ahora estaba convirtiéndose en una urgencia más terrible, pública. Sabía lo que el informe contendría: detalles de un curioso acto de barbarie cometido contra un súbdito francés en las calles de Pera; una referencia al misterio de los últimos días de Lefèvre, y a un barco que ya había zarpado. Y, en el meollo de todo el misterio, por supuesto, algo no totalmente correcto sobre el propio Yashim. Algo dudoso sobre el papel que él había jugado: Yashim y el barco; Yashim y su curiosa relación con el muerto; Yashim, el último hombre en ver vivo a Lefèvre. Lo que pudiera haber entre él y el muerto se convertiría en fuente de susurros, rumores, insinuaciones.

La vasta residencia del sultán estaba dividida entre cien camarillas; en el palacio, la elección de tus amigos decidía quiénes serían tus enemigos. Yashim había sido el eunuco confidente. El discreto solucionador de problemas del sultán. Pero éste se estaba muriendo, y ya nadie en el palacio albergaba motivos para apreciar los esfuerzos de Yashim.

No tenían necesidad de decir que había matado a Lefèvre. Bastaba con la nube de inseguridad… el polvo levantado por el informe del embajador francés. Un meneo de la cabeza, un batir de manos, un fruncimiento de cejas. Esas cosas serían suficientes para condenarlo.

Amigos poderosos lo dejarían en la estacada. No era una cuestión de elección, sino de supervivencia. Personas que habían dependido de él -tal como había hecho el pobre Lefèvre- necesitarían un nuevo protector.

En el subconsciente de Yashim flotaba la idea de que Palieski le había llevado a una trampa. No alentaba la idea, pero permitía que le aliviara un poco de la tristeza que sentía.

Yashim se llevó la mano a la cabeza. Había sido demasiado lento: demasiado lento en salvar una vida, demasiado lento en rescatar su propia reputación; ahora los tropiezos de Palieski le habían costado su espacio para maniobrar.

¿Cuánto tiempo necesitaría el embajador para hacer su informe? Unos días a lo sumo.

Unos pocos días, entonces, era todo lo que tenía para encontrar a los asesinos y salvarse él mismo.

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