Las cortinas de muselina y seda se rozaban entre sí, agitadas por un soplo del aire de la noche. A veces podía ver una diminuta diadema de estrellas a través de una rendija cerca de la baranda, y venía y se iba, venía y se iba, igual que las personas cuando alguien se estaba muriendo, mirando para observar el progreso de la muerte, para hacer un informe sobre la invisible lucha; eso era lo único que quedaba. El sultán se preguntó si así morían todos los hombres, solos, presas de las dudas, perturbados por los recuerdos.
Oyó la respiración de la sala, la respiración de la mujer, el suave frufrú de la muselina rozando contra la seda. Esto, por supuesto, proseguiría. El mundo seguiría respirando sin él. Su propio aliento era más débil; no producía ningún sonido; apenas se movía. Ahora que se estaba cerniendo el gran sueño, ya no tenía necesidad de dormir. No tenía que prepararse más para el sueño eterno.
En el agua, abajo, algo chapoteó. El Bosforo estaba lleno de peces. Se imaginó deslizándose con ellos, sus fríos y metálicos cuerpos manteniéndose en equilibrio, la luz de la luna refractada a través de la superficie del agua, fría y plateada, y los peces brillando como las estrellas.
Nadaba con ellos, fácilmente, llevado por la corriente y con un esfuerzo que era insignificante, imperceptible. ¿Acaso no habían estado allí siempre? Esperándolo… o quizás no a él, especialmente, sino a alguien que estuviera dispuesto a venir, aquella noche, cualquier noche.
Miró al frente; parecía que su ojo volaba como una gaviota, rozando las oscuras ondulaciones, zigzagueando entre los cabos, donde las crestas de las colinas descendían hasta el agua.
Hasta donde los estrechos se abrían al inquieto mar.