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El sou naziry bajó deslizándose de su caballo y le pasó las riendas a un aprendiz. Se arrodilló sobre el borde del tanque y sumergió las manos en la fría agua: había sido un caluroso paseo a caballo, incluso bajo los árboles. Se quitó el polvo del camino de su rostro y cogote. Leke le ofreció una toalla.

– No veo nada malo en los niveles -dijo el sou naziry.

Hizo una bola con la toalla y se la arrojó a Leke. Las represas habían tenido exactamente la medida que él imaginaba. Habían sufrido una caída de quince centímetros. Normal para aquella época del año.

– A las viejas les gusta propagar esa clase de rumores -añadió-. Un sultán está a punto de morir, y piensan que el cielo les va a caer sobre sus cabezas.

La sombra era negra bajo los árboles. No había viento, pero los bosques exhalaban un refrescante frescor y el mensual paseo a caballo le había despertado el apetito al sou naziry. Sería agradable sentarse en la linde del bosque y comer.

Los guardabosques habían preparado el acostumbrado refrigerio. Se montó una tienda negra sobre la hierba, con alfombras y bandejas de plata, así como jarras de sorbete hecho de endrinas y naranjas amargas, tapadas con una gasa, con pesos atados a los bordes para mantenerlas tirantes. A un lado crepitaba el fuego bajo un trípode, donde el cocinero estaba preparando un bulgur pilaff; dos de los guardabosques estaban agachados junto al tandir. Mucho antes del alba habían empezado a hacer y cuidar el fuego, trayendo leña y troncos, reduciendo toda la madera a una pila de incandescentes brasas. El pozo que habían excavado era invisible, bajo una cubierta de barro cocido y palos.

El cocinero había seleccionado un cordero del rebaño el día anterior. Había desollado y destripado al animal, lo mechó con ajos antes de frotarlo con una mezcla de yogur y tomates, cebolla y ajo machacados, coriandro y comino. Al alba, cuando el fuego empezaba a bajar, ataron el cordero a una estaca y lo bajaron sobre el pozo, dejando que la carne se fuera hundiendo más y más a medida que avanzaba la mañana, hasta que estuvo cociéndose bajo tierra, sellada por una improvisada tapa.

Uno de los guardabosques levantó la mirada. Reconociendo al naziry, hizo un gesto a su compañero, y los dos hombres levantaron cuidadosamente la tapa. El naziry vio emerger del pozo el ligerísimo hilillo de humo. Apartando la tapa, el guardabosques se inclinó hacia delante y con un centelleo de su cuchillo le quitó al cordero uno de sus riñones, que le ofreció al naziry en la punta de la hoja. El naziry cogió el humeante bocado con los dedos y se lo comió con deleite, de pie junto al pozo, mirando hacia el resplandeciente fuego.

Los hombres, igual que los animales, tienen miedo al fuego, pensó el naziry. Pero el fuego mismo tenía miedo del naziry. El fuego tenía miedo del agua.

Uno de los guardabosques bostezó. Sostenía una rama verde, que agitaba suavemente sobre la carne asada para ahuyentar las moscas.

El naziry se instaló en la alfombra, cruzando las piernas debajo del cuerpo, y observó cómo los hombres sacaban el cordero del tandir. Más allá, la luz del sol brillaba sobre la superficie del acueducto; las ranas croaban entre los cañaverales; las golondrinas rozaban el agua y se alzaban gorjeando y piando en el aire. Un sirviente cogió una bandeja y la limpió cuidadosamente con un trapo. El cocinero asintió.

Éste dispuso unos bocados y un poco de arroz sobre la bandeja, luego tomó el largo cuchillo que colgaba de su cinto y empezó a cortar la carne.

Un jinete llegó por la pista y emergió de los árboles. Al ver la tienda y la humeante carne, tiró de las riendas e hizo una inclinación desde la silla.

El sou naziry levantó una mano a guisa de saludo.

– Que aproveche, effendi -dijo el extraño educadamente.

El naziry vaciló. Había algo familiar en el jinete; tenía la impresión de que ya se habían conocido, pero no podía recordar dónde.

– Gracias -dijo.

El extraño se deslizó de la silla. Sosteniendo las riendas en la mano, dijo:

– Perdóneme, naziry. No le reconocí en la sombra. Yo soy Yashim. Ayer asistí a la Valide, en la ceremonia de admisión.

El naziry ya había recordado quién era.

– Yashim, por supuesto. -Desvió su mirada hacia el cordero-. Acompáñenos, por favor.

Ahora fue Yashim el que vaciló.

– Es usted sumamente generoso, naziry, pero no tengo intención de entrometerme -dijo.

– Es carne -dijo el naziry, con un gesto hacia el cordero-. Y usted ha cabalgado mucho rato.

Hizo un gesto al syce para que se hiciera cargo del caballo de Yashim.

Éste tomó asiento, y otra bandeja de pilaf y cordero fue traída a la tienda. Los dos hombres comieron rápidamente, en silencio. Después llegaron rodajas de sandía rojo sangre, dulce y refrescante. Una o dos veces, Yashim observó que el naziry lo miraba con curiosidad por el rabillo del ojo.

Un criado trajo agua, y se lavaron las manos.

El café fue servido en una bandeja, con un tchibouk.

– Hace muchos años que no vengo por aquí -confesó finalmente Yashim-. Ése es el acueducto construido por Sinán, ¿no es verdad?

El naziry lanzó un gruñido.

– Es un acueducto, como otro cualquiera. Sinán lo reparó, bajo nuestra dirección.

«¡Bajo nuestra dirección!» Magnífica frase, pensó Yashim, porque la carrera de Sinán como arquitecto se había iniciado casi trescientos años antes.

– ¿Existía ya entonces?

El naziry asintió.

– Era más pequeño, creo, en la época griega.

Yashim sonrió.

– No me había dado cuenta, naziry, de que el gremio tuviera tan larga memoria.

El naziry parecía sorprendido.

– ¿Y cómo iba a ser de otro modo? -Echó una bocanada de humo de su pipa-. Griego o turco, un hombre necesita agua para vivir.

– Naturalmente.

– Para un pueblo, basta con construir un pozo. Pero ¿y para una ciudad? La gente tiene que lavarse, beber y guisar comida.

Yashim asintió con la cabeza.

– ¿Y cómo hacen los hombres una ciudad? ¿Piensa usted que un sultán da una palmada con las manos, y ella aparece, como el palacio de un djinn? No, ni siquiera un sultán puede hacer esto. Agua. Agua para construir una ciudad. Y agua para defenderla, también.

– ¿Defenderla?

– Por supuesto. Grandes murallas, bravos soldados, incluso un sultán juicioso al mando… Estas cosas pueden retrasar la caída de una ciudad. Pero el agua es lo que decide la batalla.

Yashim meditó sobre la observación del naziry.

– Estambul es vulnerable, entonces -dijo.

El naziry enarcó una ceja.

– No es tan vulnerable como podría usted suponer, Yashim. Ésa es nuestra responsabilidad. Pero, sin nosotros, la ciudad es polvo. No puede comer. No puede vivir. Y esto -añadió, apuntando con el cañón de su pipa hacia el resplandeciente acueducto- es la sangre de Estambul.

Yashim miró la reluciente agua. Los guardabosques y los hombres del naziry estaban en cuclillas en círculo, compartiendo el resto del arroz y la carne.

– Los hombres del gremio -empezó a decir Yashim- son todos albaneses, ¿no es verdad?

El naziry hizo un gesto de rechazo.

– Son unos hombres que se comprenden mutuamente, eso es todo. -Permaneció en silencio un momento-. Pero sí, todos tenemos un don. ¿Es porque procedemos de las montañas, que comprendemos la caída del agua y la medida de las distancias? No sé por qué es, pero Dios asigna a cada raza una tarea especial. Un búlgaro conoce su rebaño de ovejas. Un serbio siempre puede luchar. Un griego sabe hablar y un turco permanecer en silencio. Pero nosotros, los albaneses, sabemos leer el agua.

Y guardar secretos, pensó Yashim. Conservar recuerdos.

– Tiene usted gran experiencia -dijo.

El naziry se encogió de hombros.

– Incluso con un don, un hombre debe aprender. ¿Ve usted la sangre de un hombre, su hígado, sus pulmones? Pues un doctor ve a un hombre de esa manera, al cabo de muchos años de experiencia. Usted ve una ciudad; ve sus calles, sus colinas, sus casas, su gente. Pero no ve tan profundamente como nosotros podemos ver. Nosotros, que somos miembros de un gremio de doscientos miembros.

– ¿Y qué ve usted, naziry?

– Otra ciudad, como un laberinto. En parte es más vieja que el recuerdo. -Dio una chupada, pensativo, a su pipa-. Un lugar peligroso para un hombre sin experiencia.

Yashim inclinó el cuerpo para aproximarse.

– Había un hombre llamado Xani…

– Es un laberinto… -repitió el naziry.

Levantó la mano, y el criado dio un paso adelante.

– Quisiera dormir -dijo el naziry-. Llévate estas cosas. -Se llevó la mano al pecho e inclinó muy ligeramente la cabeza hacia Yashim-. Como he dicho, es un lugar sumamente peligroso.

Se echó hacia atrás en la alfombra y cerró los ojos.

Yashim se sentó, observándolo durante varios minutos, sin moverse.

El naziry empezó a roncar.

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