Yashim estaba sentado al sol, meciendo su taza de café. Pidió un poco de baklava. Las horas pasadas en el sombrío estudio de Millingen le habían mermado energías.
Un anciano griego, levemente encorvado, las manos cogidas detrás de su espalda, estaba bajando por un lado de la calle. Llevaba un fez rojo, una larga chaqueta y pantalones blancos. De vez en cuando se detenía para mirar en un escaparate, o estiraba el cuello para inspeccionar alguna nueva obra de construcción. En una ocasión se dio completamente la vuelta para seguir las balanceantes caderas de una bonita armenia que llevaba un cesto, y el cabello recogido en una trenza. Sus azules ojos brillaban bajo un par de tupidas cejas blancas. Cuando divisó a Yashim, volvió a detenerse, sonrió, y levantó aquellas cejas ligeramente, como si hubieran compartido juntos una broma, o una pena, antes de reanudar su solemne avance por la Grande Rue de Pera.
Un grupo de francos, guiados por un hombre de enorme barriga, que se secaba la frente continuamente con un pañuelo, paseaba a lo largo de la calle. Los hombres llevaban chaqueta negra y chaleco a rayas; las damas, sombreros, y volvían la cabeza de un lado a otro, como caballos con anteojeras. Yashim no podía oír lo que estaban diciendo, pero supuso que eran italianos, probablemente alojados en una de las casas de huéspedes que había más arriba en la calle. Su intérprete llevaba un matamoscas y lucía bigote. Yashim se preguntó si sería griego, pero decidió que no; más probablemente, un nativo de Pera de habla italiana, descendiente de los habitantes genoveses de la ciudad.
Le parecía a Yashim que antaño había sido capaz de mirar a los pies de una persona y decir quién era, y adónde pertenecía. En Fener o Sultanahmet, quizás, pero en Pera ya no. Las distinciones se borraban; las categorías ya no se mantenían. Aquella desgarbada figura con ropas francas… ¿Era rusa? ¿Belga, quizás? ¿O un otomano realmente…? ¿O un maestro de escuela bosnio, o un consignatario de buques moldavo rusificado?
La baklava era dura y pegajosa; estaba hecha, sospechó Yashim, con jarabe de azúcar, así como con miel.
¿Y dónde se situaba él, entre aquella gente cuyos orígenes eran tan nebulosos y confusos?
Años atrás, suponía Yashim, las distinciones habían sido sencillas. Nacías dentro de una fe, y vivías y morías en ella. A muy pocos se les concedía -Yashim entre ellos- cambiar su condición en la vida. Pero la gente ahora cambiaba de piel, como las serpientes. Lefèvre era Meyer. Estambul era Constantinopla. Un lascivo matón se convertía en un cura, y Millingen era de la Hetira… Una organización revolucionaria que al ser examinada más detenidamente resultaba ser un club de anticuarios. A veces la única prueba de su presencia era la capa exterior de su piel, mudada cuando se movían de una encarnación a otra. Quizás la antigua profecía era cierta: con la Columna de la Serpiente destruida, Estambul había sido invadida.
Pensó nuevamente en Lefèvre. Éste había hablado de su pasión por Estambul, de las capas de historia que se habían construido en las orillas de Bosforo, en el punto donde se encontraban Asia y Europa, y el mar Negro desembocaba en el Mediterráneo. Un hombre y una ciudad cuyas identidades habían sido rehechas. Constantinopla, o Estambul. Meyer, o Lefèvre.
Yashim suspiró, obligado, pese a sí mismo, a reconocer una afinidad con el muerto. Yashim el muchacho, esperando llegar a ser un hombre -el hombre en el que, al fin, no llegó a convertirse completamente-, era el recuerdo de una personalidad que se aferraba a él del mismo modo que las serpientes se enrollaban juntas en el Hipódromo. Las serpientes habían tenido sus tres cabezas y sus tres anillos, pero ocupaban el mismo espacio, en una sola columna.
Meyer. Lefèvre. ¿Podía ser que hubiera, quizás, un tercer aspecto en el hombre? Tenía una fugitiva visión de un espantoso cadáver, tan provisto de colmillos y tan terrible como la propia cabeza de una serpiente.
¿Qué era lo que Grigor había dicho? Que una ciudad no cambia porque le cambies el nombre. Una ciudad no es un nombre. Es una secuencia de vidas, gestos, recuerdos, todo entrelazado. Lefèvre descubría historias en sus escombros; para Yashim, estas historias se descubrían en las voces que uno oía en la calle, en el murmullo que rodeaba mezquitas y mercados, en un niño cansado que apoyaba su carga contra una sucia pared, un gato saltando para atrapar murciélagos en la oscuridad, la curva de la espalda de un remero en su bote.
Una ciudad sobrelleva todo aquello que también crece, añadiendo siempre nuevas identidades a la antigua. Para un parisino, Estambul era el Este. Para un indio, era el Oeste. ¿Y qué pasaba con los judíos, apiñados en Balat…? ¿Vivían en una ciudad judía? ¿Veía Preen una ciudad de artistas? ¿O la Valide, una ciudad de palacios y concubinas?
Un día, si los hombres como el doctor Stephanitzes se salían con la suya, Estambul podría volver a ser la capital de Grecia. Podrían demoler los minaretes, cambiar la media luna por la cruz, pero la ciudad musulmana de Solimán seguiría sobreviviendo, acurrucada en el substrato mismo del lugar, sumergida como las cisternas del Estambul bizantino.
Esta ciudad, reflexionó Yashim, era muy resistente. Una superviviente.
Como el propio Lefèvre.