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El doctor Millingen cerró su maletín de golpe.

Levantó la mirada hacia la cama, donde el sultán yacía dormitando entre almohadones. Diez granos. Suficiente, y no demasiado. El láudano ayudaba a aliviar el dolor.

El doctor frunció el entrecejo. Cuando le dijo al eunuco que su profesión tenía que ver con los vivos, no con los muertos, estaba diciendo una verdad a medias. A veces personas que estaban bien de salud venían a verlo; él las sangraba y medicaba, y vivían. A veces protegía a personas que, de lo contrario, habrían muerto. Pero su profesión no tenía que ver con los vivos ni con los muertos: tenía que ver con los agonizantes.

Su trabajo era darles valor, o concederles el olvido; porque raras veces era la muerte misma lo que la gente temía. Lo que la mayoría de las personas temían era ver cómo se aproximaba la muerte; como si la muerte en sí fuera fácil, pero agonizar resultara doloroso.

El sultán estaba hundido entre almohadones y su piel entre sus huesos. Parecía de papel. Tenía la boca abierta, un poco torcida; y sus párpados casi estaban morados. Su respiración era tan débil que prácticamente resultaba imperceptible.

Millingen se acercó para poner una mano cerca de la boca del sultán.

Éste abrió los ojos. Carecían de vida, y amarilleaban alrededor del oscuro núcleo del iris.

S'agit-il des mois, de jours ou de heures?

Sus labios apenas se movieron cuando dijo esto. ¿Horas o días? Millingen había visto esa fatiga antes. No le faltaba coraje al sultán.

On ne sait rien -dijo con calma-. On va de jour en jour.

El sultán no bajó la mirada. Sólo su mano se movió lentamente sobre la colcha, como si deseara hacer algún esfuerzo…

– ¿Sultán?

– El príncipe heredero. Llamadlo.

– Sí, sultán. Enviaré a buscarlo.

Millingen se dio la vuelta y se dirigió a la puerta, consciente de que estaba siendo observado. Ya en la puerta, miró hacia atrás. El sultán movió un dedo: «Siga.»

Abrió la puerta y salió al corredor. Dos lacayos se pusieron firmes a cada lado, y un hombrecillo delgado con un fez saltó del diván.

– Me dice que quiere ver al príncipe heredero -dijo Millingen.

Sabía que eso era probablemente fútil; el príncipe sentía un horror patológico hacia las enfermedades. El hombrecillo se inclinó. Millingen se preguntó si sabía, también, que aquello era inútil, mientras iba por el corredor.

Millingen se cruzó de brazos y dejó caer su barbilla hasta el pecho.

Una semana, pensó. Si pudiera disponer de otra semana…

Un recuerdo de algo que una vez había leído acudió a su mente: Solimán el Magnífico, muerto en su litera velada, evacuado a toda prisa del campo de batalla como si estuviera vivo todavía. El gran visir discutiendo con su cadáver, a fin de no alarmar a los soldados.

Apartó la idea de su cabeza.

«Ésta no es la época de Solimán -se dijo-. Éste es el siglo diecinueve.»

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