El niño se deslizó a través de las puertas y se dirigió lentamente a su zanja excavada en la tierra.
Una ventana se abrió con un crujido de protesta. El pequeño no levantó la mirada.
Marta asomó su cabeza.
– ¡Shpëtin! ¿Has visto adónde ha ido el effendi?
El niño cogió su palo. Empujó la bola abollada a lo largo de la zanja.
En la ventana, Marta lanzó un suspiro de exasperación y se encogió de hombros. Se volvió hacia el embajador.
– No, señor. No lo sé. Se marcharon juntos, creo, pero no lo sé.
Palieski frunció el ceño.
– No estoy tranquilo con eso, Marta. Si Yashim se fue con el niño, es que debe de haber tenido una razón.
– Sí, señor -dijo Marta asintiendo lentamente.
«Y ésta -pensó Palieski- es la segunda vez que el pequeño vuelve a casa solo.»
– Habla con él, Marta. El crío piensa que soy una especie de ogro. Procura que nos enseñe adónde fueron.
Marta se encogió de hombros en un gesto de duda.
– Ese niño es… un poco extraño, señor.
– Es un niño, ¿no? Los niños son… bueno, niños. -Palieski no sabía qué decir-. Pídeselo por mí. Por favor.