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Transcurrieron varias horas antes de que Yashim, sentado en la silla del doctor, oyera que regresaba Millingen.

El criado había vuelto mucho antes, andando ruidosamente por el pasaje hasta la parte trasera de la casa. Yashim había dejado que el sirviente pasara; quería ver a Millingen, a fin de cuentas. Cerró los ojos y se dispuso a inventar una imaginaria cena.

En los ojos de su mente había ya instalado las meze cuando oyó el sonido de una llave chirriando en la cerradura, y entró el doctor Millingen, sosteniendo su sombrero como si fuera una bandeja. Iba seguido del criado, que tenía un aspecto amenazador.

– ¡Usted!

Yashim se deslizó de la silla e hizo una reverencia.

Millingen miró airadamente hacia la caja que estaba sobre la mesa.

– ¡Esto es un ultraje! -exclamó-. Soy un médico. Mi práctica depende de la confidencialidad. Este estudio es donde guardo las notas de mis pacientes.

– Pero yo no tengo ningún interés en sus archivos, doctor Millingen -dijo Yashim.

– ¡Supongo que debo creer en su palabra! La garantía de un simple ladrón. -El doctor Millingen rió con desprecio-. Quizás sea usted tan amable de explicar qué le interesa, antes de que lo entregue a los guardias.

– Por supuesto, perdóneme. Vine aquí a causa de su colección de monedas.

– ¿Mis monedas? ¡Qué va, hombre!

Yashim extendió las manos en un gesto tranquilizador.

– Confieso que no tengo ningún interés particular por sus monedas. Pero me intriga su colección, doctor Millingen. Su método de adquisición. Malakian, por ejemplo… Usted lo describió como una excelente fuente.

Millingen dejó su sombrero sobre la mesa y cogió la caja.

– ¿Qué pasa con eso?

– Malakian está aquí, en Estambul. Atenas podría ser un lugar mejor para buscar, especialmente si su especialidad son las monedas de los déspotas moreanos. Imagino que montones de esas monedas son descubiertas allí, enterradas en la tierra u ocultas en edificios antiguos, o lo que sea. ¿Es así?

– Puede -dijo Millingen, que dirigió su mirada hacia la etiqueta de la caja, dejando ésta lentamente encima de la mesa-. Sobre todo en mis sueños.

– Me preguntaba… Su amigo ateniense, el que le envía las monedas. Dijo usted que era un doctor. ¿Quizás estuvieron juntos en Missolonghi?

– No he hecho ningún secreto de mi presencia en Missolonghi. El doctor Stephanitzes era un colega.

– Naturalmente. Ahora escribe libros. Es un firme abogado de lo que los griegos llaman la Gran Idea, ¿no? Tenía curiosidad sobre su correspondencia.

– Bien, bien. No tenía conciencia de que ni siquiera en Turquía la curiosidad fuera una justificación para entrar en la casa de un hombre y registrar sus papeles. -La expresión del doctor Millingen se endureció-. Supongo que me dirá usted qué conclusiones ha sido capaz de sacar, ¿verdad?

– Muy pocas… Simplemente confirmé algunas ideas.

Que, por ejemplo, el tráfico entre usted y el doctor Stephanitzes no era sólo en un sentido. A cambio de sus monedas, él le facilitó el camino para incrementar su propia colección.

– Entiendo. Bueno, siga.

Yashim alargó la mano y abrió la tapa de la caja de papeles.

– Aquí, en su carta más reciente, el doctor Stephanitzes se refiere a un antiguo miembro del club de coleccionistas. Usted lo menciona apareciendo en Estambul con una oferta potencialmente devastadora. Stephanitzes lo recuerda abandonando el club sin pagar sus deudas.

– Eso es correcto -dijo Millingen-. El nuestro es un mundo muy pequeño.

– Sí, ¿verdad? -dijo Yashim afablemente-. El doctor Stephanitzes confiesa estar sumamente interesado en la oferta del antiguo miembro del club. Un tesoro bizantino tardío… No, perdone, el último tesoro bizantino tardío. Pero imagino que usted recuerda todo eso.

»Lo apremia a que inspeccione el tesoro personalmente -prosiguió Yashim-. Diría que su doctor Stephanitzes es un escéptico. No parece confiar mucho en el antiguo miembro. Pero si el tesoro demuestra ser auténtico, piensa que podría ser intercambiado por una importante colección de valiosas monedas griegas.

– ¿Y qué pasa con eso, Yashim? -El doctor Millingen cogió una pipa del soporte que estaba sobre su mesa. Abrió un cajón y escarbó en él con los dedos en busca de tabaco-. Me da la impresión de que ha tenido usted una tarde aburrida aquí. A fin de cuentas, no es un coleccionista. ¿Qué sabría de nuestras curiosas pasiones? Quedaría sorprendido de las envidias y satisfacciones que experimentamos en nuestro pequeño mundo. De la intensidad de nuestros sentimientos. Incluso del nivel de nuestra mutua desconfianza.

Se sentó y fue introduciendo a golpecitos el tabaco en la cazoleta de la pipa.

– Malakian (gracias a sus buenos oficios) completó la serie para mí. Me sentí lleno de alegría durante un par de días. Pero ¿y ahora? Más bien deprimido. Creo que donaré la colección al Museo Británico.

Yashim ladeó la cabeza.

– Me gustaría que se explicara usted sobre el tesoro de Lefèvre -dijo.

El doctor Millingen se retrepó en su silla y dejó escapar una risita.

– Bueno, bueno -dijo chupando su pipa aún no encendida-. Lo ha adivinado usted, entonces. Vi al desafortunado doctor Lefèvre. Y, sí, discutimos sobre un tesoro. Por desgracia nunca pude inspeccionarlo, como mi amigo aconsejaba, así que no creo que jamás lleguemos a saber realmente lo que él ofrecía intercambiar. Pobre hombre. Estaba tocando muchas teclas.

– ¿Otro comprador, quizás?

– Sí. Eso, también.

Yashim frunció el entrecejo.

– Pero usted y Stephanitzes, ustedes, podían superar a todos los compradores, ¿no es verdad? Si deseaban lo que él les ofrecía con bastante fuerza.

Millingen vaciló.

– Olvida usted, Yashim, que Lefèvre estaba solamente ofreciendo una idea. Una promesa, si quiere. ¿Por qué iba a confiar en él?

– Porque había sido su amigo.

– ¿Lefèvre, mi amigo? No conocía a Lefèvre.

Yashim se encogió de hombros.

– Estrictamente hablando, no. Pero usted conoció a Meyer. El médico suizo de Missolonghi. Compartieron ustedes una causa.

Esperaba que Millingen pegara un brinco, pero el inglés se limitó a buscar una cerilla y frunció el ceño.

– ¿Meyer? -Encendió la cerilla que flameó entre sus dedos-. Era un saboyano, de hecho.

– ¿Un saboyano?

– Suizo francés. Suizo cuando conviene, y francés cuando no es así. -Hizo una pausa para encender su pipa-. Compartimos una causa, como usted ha dicho. Parecía una causa por la cual luchar, cuando uno era joven.

– ¿Y ahora?

Millingen arrojó la cerilla a la chimenea y rodeó con la mano la cazoleta de su pipa.

– No sé si habrá usted oído hablar de lo que pasó en Missolonghi, Yashim. Los bombardeos diarios de la artillería. El peaje cotidiano de la enfermedad. Todo el mundo sabe que Byron fue a Missolonghi y murió, y la mitad de esa gente piensa que él estaba dirigiendo una carga de caballería en aquella época, acompañado de suliotas con pañuelos y fustanellas, blandiendo pistolas. Creen que fue glorioso porque era un poeta, y que su muerte fue gloriosa. Pero no fue así. Missolonghi era sólo una trampa, y Byron murió exactamente igual que murió la mayoría de ellos, de fiebre, o calambre, o disentería, o cólera. A veces la gente moría cuando una granada aterrizaba sobre ella en la calle, llovida del cielo. Bueno para un doctor, ¿eh? Muchos casos con los que romperse la cabeza. Muchas viudas y niños huérfanos que asistir y mandar a la tumba. Y eso, amigo mío, fue nuestra guerra revolucionaria.

Millingen sujetó la pipa entre los dientes y se puso de pie.

– Se lo dije ya el otro día. No me gustan los post mortem. Y le dije por qué, también. Atiendo a los vivos, no a los muertos. Mi trabajo es preservar la vida.

Yashim asintió. Lo que Millingen decía sonaba cierto. Y también sonaba como un discurso.

– Me estaba preguntando sobre Meyer.

Millingen frunció el entrecejo.

– Ya veo. ¿Qué pasa con él?

– Bueno, si a Byron no le gustaba, supongo que él no atendió al poeta… Como médico, quiero decir.

– No.

– De modo que tuvo suerte, en ese sentido. -La voz de Yashim reflejaba algo de desconcierto.

El rostro de Millingen se oscureció.

– ¿Qué está usted diciendo?

– Nada. Pero, a fin de cuentas, el poeta murió. A pesar de… todo. De todo lo que usted pudo hacer.

– ¡Por el amor de Dios! -soltó Millingen en inglés-. ¿Cree usted que matamos a Byron? ¡Estupideces! Aplicación de ventosas. Purgas. Sacamos pintas de sangre… Todo según el manual. ¡No creo que Meyer pudiera haber hecho algo mejor!

El tono de Millingen era de incredulidad; manchas de color habían aparecido en sus mejillas.

– No, perdóneme. -Yashim adelantó las manos en un gesto apaciguador-. Sólo quería decir (había oído) que Meyer se había perdido, cuando el resto de ustedes escapó. Usted se unió a la evasión, y funcionó. Los afortunados dos mil. Debe de haber sido una escena de espantosa confusión. Una multitud de personas aterrorizadas, abriéndose paso a tientas a través de las líneas turcas, en la oscuridad. Perdiendo el mutuo contacto. Imposibilitados de levantar la voz. Gente tomando por caminos diferentes en las colinas. ¿Es así como fue?

Los labios de Millingen estaban apretados.

– Algo parecido.

– Sin embargo, Meyer se quedó atrás. Intentando (y fracasando en su empeño) proteger a su esposa, quizás.

Millingen abrió y cerró los dedos. Estaba respirando con dificultad.

– Tenía una esposa en la que pensar, ¿no es así? -preguntó Yashim.

Millingen se frotó los ojos con el pulgar y el índice, y cuando los volvió a abrir, parecían enrojecidos y cansados.

– Quizás Missolonghi acabó tal como dice usted. Meyer no tomó parte en la evasión… Hasta ahí es cierto. Pero tampoco se quedó detrás.

Yashim parecía desconcertado.

– Pero entonces…

– Ya se había ido. -Millingen hizo tintinear los hierros del fuego con la punta de su bota-. La evasión era nuestra única esperanza, pero todo el mundo sabía cuán arriesgada era. Diez mil personas tratando de escapar a través de las líneas enemigas. Formando una manada, todos juntos, algunos de nosotros teníamos una oportunidad.

– Pero ¿y Meyer?

– No esperó a averiguarlo. Se largó la noche antes de la que nosotros habíamos planeado escapar. No sé si censurarlo mucho. Tenía muchas más posibilidades de escapar yendo solo. Pero no dijo una palabra a nadie… Y menos a su esposa.

– Ya veo. ¿La abandonó?

– Nos abandonó a todos. Podría decir, monsieur, que puso en peligro todo el plan. Si los egipcios lo hubieran capturado… Bueno, puede usted imaginárselo. Supongo que hizo lo que creía que tenía que hacer para salvar el cuello. Tuvimos un día inquietante por ello, cuando descubrimos que se había ido. No podíamos estar seguros de que los egipcios no supieran que íbamos a ir.

Se enderezó e hizo una aspiración.

– Pero Meyer no fue capturado por los egipcios.

– No -dijo Millingen lentamente-. No fue capturado.

Yashim se quedó muy quieto. Sus ojos recorrieron con lentitud la figura del hombre con levita que se inclinaba contra la chimenea, después las dos sillas, y luego la recargada alfombra que cubría el suelo de madera.

– ¿Y Chronica Hellenica? ¿Aún está usted suscrito?

¿Chronica…? -El doctor Millingen frunció el entrecejo-. Nadie está suscrito a esa revista estos días. Cerró hace años.

Yashim alzó un tanto la cabeza.

– Me he estado preguntando si él le enseñó ese truco con la moneda. ¿Era así como el doctor Meyer pasaba las horas? ¿O estaba demasiado ocupado con la Hetira? ¿Fue constituida en Missolonghi, también?

La pregunta quedó en el aire.

– Pensé, al principio, que la Hetira era como un ejército secreto -continuó Yashim, cuando el doctor Millingen no replicó-. Asumiendo el control de los griegos en la ciudad… Sacándoles dinero, aterrorizándolos, castigándolos por cruzar la línea. Preparando, quizás, un levantamiento. Éstos son tiempos delicados. Pensé que los de la Hetira eran asesinos.

Millingen suspiró.

– Ya le conté una vez lo que era la Hetira. Un club de muchachos. Una sociedad culta. Chronica Hellenica, editada por Meyer, era la revista de nuestra sociedad. Nuestro objetivo ha sido siempre preservar la cultura griega. Recaudamos dinero para el mantenimiento de iglesias, aquí y en todo el Imperio otomano. Patrocinamos escuelas. No es nada tan siniestro.

– Entonces, ¿por qué el secreto?

– En parte como diversión. En parte porque, cuando fundamos la sociedad, nos considerábamos rebeldes. Y en parte por prudencia. Podría usted llamarlo una cuestión de tacto. No todo el mundo en el Imperio otomano acepta buenamente la idea de una unidad cultural griega. Pero quizás hemos llevado el secreto demasiado lejos.

Yashim parecía dubitativo.

– Pero el libro del doctor Stephanitzes es incendiario, ¿no?

– El doctor Stephanitzes tiene una mentalidad mística, Yashim. Y es una especie de erudito. Podría usted considerar ese libro como una declaración de intenciones, no lo sé. Para Stephanitzes, es simplemente un ejercicio de investigación de la leyenda de la restauración a lo largo de los siglos. Él es griego, por supuesto. Quiere demostrar que los griegos son diferentes. Realmente lo que le importa es que los griegos desarrollaron una resistencia cultural a la dominación otomana… De lo contrario, serían simplemente otomanos con ropas griegas. Y entonces, ¿qué nos queda? Sólo la política. Y la política, como estoy seguro de que le he dicho, es el vicio nacional griego.

Millingen hizo una pausa para volver a encender su pipa.

– Eso -dijo, mientras chupaba- es lo que Missolonghi nos enseñó. Y es por lo que fundamos la Hetira. Secreta, cultural… y esencialmente no política.

– Si eso es verdad -dijo Yashim con desaliento-, me ha hecho usted perder gran parte de mi tiempo.

Una voluta de humo brotó de la pipa del doctor Millingen, subiendo lentamente hacia el techo.

– Cuando vio usted a Lefèvre -dijo Yashim con parsimonia-, ¿mencionó él la posibilidad de otros compradores?

Millingen se encogió de hombros.

– Un hombre como Lefèvre -empezó-, si estuviera usted tratando de vender algo, ¿no trataría de crear una subasta?

– Pero nadie podía confiar en él.

– No. Pero no lo olvide, recibí instrucciones de comprar, nada más verlo. Queríamos que Lefèvre encontrara su… -Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas-. Sus reliquias bizantinas. Pero otras personas podrían haber deseado… que no fueran halladas. Es solamente una idea.

Yashim se quedó en silencio durante un momento.

– ¿Cree usted que los Mavrogordato lo hicieron asesinar? -preguntó finalmente.

– ¿Por qué?… ¿Qué le hace pensar eso?

– Ya sabe usted la respuesta a eso, doctor. Madame Mavrogordato.

– Qué disparate -replicó Millingen, comenzando a incorporarse.

– Lefèvre estaba casado con madame Mavrogordato. En Missolonghi… Hasta que huyó.

– No sé de qué está usted hablando -dijo Millingen furiosamente-. ¡Petros! -Se levantó rápidamente y bramó hacia la puerta-. ¡Petros!

Se oyó un ruido de pies apresurados fuera. Para Yashim, sonaba como si alguien estuviera subiendo por unas escaleras… Y de nuevo, aquel curioso ruido susurrante que había oído antes. Pero entonces apareció Petros, con aspecto alarmado.

– Este caballero se marcha -dijo Millingen tajantemente-. Muéstrale la salida, Petros.

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