La multitud la absorbía, tal como Amélie había sido consciente de que ocurriría. Permaneció cerca de un grupo de mujeres con charshafs, sosteniendo el pañuelo cerca de su cara, tocándose la nariz, mientras avanzaban torpemente por el Cuerno de Oro. Por su lado pasaban porteadores, inclinados bajo terroríficos paquetes, sacos de grano y cajas.
Al llegar delante del Bazar de las Especias, cambió de dirección y empezó a seguir por la calle que conducía desde la Nueva Mezquita al antiguo han de Riistem Pachá. La multitud se iba haciendo menos densa ahora; en torno del han, donde los mercaderes se sentaban con las piernas cruzadas delante de sus tiendas, ella atrajo las miradas de curiosidad. Resultaba difícil para la mujer caminar como una natural de Estambul, y ahora lo estaba haciendo sola.
En el han se dio la vuelta y se metió por un callejón empedrado que corría bajo los muros del Palacio Topkapi. Levantando la mirada, reconoció el cerrado balcón desde el cual el sultán siempre había inspeccionado marchas y procesiones; al frente, pudo distinguir los aleros caídos de la fuente de Ahmet III, su revestimiento de mármol cincelado con versos coránicos. La visión la hizo sentirse sedienta.