– No es usted lo que yo había esperado -dijo madame Mavrogordato.
No era un reproche. Era la simple exposición de un hecho.
Estaba sentada, erguida y rígida, en una tallada silla de madera, su cabello, negro como el azabache, recogido y sujeto con agujas. Tenía el rostro de un dios capadocio, con rectas cejas negras y cincelados labios. Yashim parpadeó, y se balanceó un poco sobre sus pies. Madame Mavrogordato tampoco era lo que él había esperado.
Sopesándolo bien, eso era bueno; pero hoy el equilibrio era delicado. Las sienes de Yashim latían con fuerza. Sintió sequedad en la boca. Palieski probablemente tenía razón, y el sultán se estaba muriendo realmente a causa de aquel champán. Deseó haber ignorado la nota e ido al hammam primero… al menos habría tomado un poco de sopa. Sopa de callos, la mejor. Palieski, que había bajado cautelosamente por las escaleras de su apartamento a media noche, seguiría confortablemente dormido en su cama.
La nota le había sido entregada muy temprano. Mientras que los hombres consultaban a Yashim sobre temas monetarios, y a veces sobre la muerte, las mujeres lo llamaban más raramente. Las damas, por lo general, estaban más preocupadas por sus maridos, sus criados… o por ambas cosas. Y a veces no querían nada más que satisfacer su curiosidad sobre Yashim. Él estaba vinculado al palacio; vivía en la ciudad; de manera que ellas inventaban pequeños problemas y lo llamaban para que les alegrara el día. En circunstancias normales, incluso las mujeres cristianas se lo hubieran pensado dos veces antes de llamar a un hombre a sus habitaciones; pero Yashim estaba más allá de toda sospecha. Lo llamaban, cortésmente, lala, o «guardián». En una ciudad de un millón de personas, sólo un puñado de hombres merecían ese título, y la mayor parte de ellos trabajaba en las dependencias de las mujeres en los palacios del sultán.
Madame Mavrogordato no lo llamaba lala. Nunca querría tener problemas con el servicio.
La mansión Mavrogordato se alzaba solitaria detrás de unos altos muros ennegrecidos por el fuego, en el barrio de Fener, a mitad del camino del Cuerno de Oro. Yashim vivía en Fener también, pero eso difícilmente los convertía en vecinos: el hogar de Yashim era un pequeño apartamento encima de un callejón. Durante los disturbios griegos, dieciocho años antes, el distrito había sido asolado por un incendio; más allá de los ennegrecidos muros, la mansión era enteramente nueva. Y nuevos eran, también, los Mavrogordato.
Cuán absolutamente nuevos resultaba difícil decirlo. Algunas viejas familias griegas de Fener habían proporcionado durante siglos al Estado otomano dragomanes, gobernadores, sacerdotes y banqueros; pero muchos se habían vinculado al movimiento de independencia griego, y, después de los disturbios, esta supuesta aristocracia fanariota casi había desaparecido. Los Mavrogordato pertenecían a un círculo de familias opulentas que realizaban la misma clase de negocio que había llevado a cabo la aristocracia fanariota, e incluso su nombre parecía bastante familiar. Pero no era exactamente el mismo nombre y tampoco la misma gente.
Yashim hizo una reverencia. Los negros ojos de madame Mavrogordato parpadearon en dirección a un enorme reloj del abuelo alemán, que se alzaba contra la pared del oscuro apartamento.
– Llega usted tarde -dijo ella.
Yashim miró al reloj. Más allá de ése, otro reloj descansaba sobre una taraceada mesilla. Detrás de madame Mavrogordato, un reloj americano colgaba de la pared, con un pequeño panel de cristal a través del cual se podía ver el péndulo reflejando rítmicamente la suave luz de la gran sala, completamente cerrada por postigos. Entre las ventanas, aparecía otro gran reloj del abuelo. Sus manecillas indicaban algo más de las diez.
– ¿Por qué no lleva usted el fez?
– No soy un empleado del gobierno, hanum. Tengo casi cuarenta años y creo que soy lo bastante viejo para elegir lo que considero confortable. De la misma manera que elijo para quién trabajo -añadió fríamente.
– ¿Qué significa eso?
– Vivo modestamente, hanum. Me gusta más estar ocupado que ocioso, pero puedo estar ocioso.
Madame Mavrogordato cogió una campanilla de plata que tenía junto a su codo y la agitó. Apareció silenciosamente un sirviente en la puerta.
– Café. -La mujer miró a Yashim durante un momento-. No permito que se fume en estas habitaciones.
Hizo un gesto señalando una rígida silla francesa. El criado regresó con el café, en medio de un silencio acompasado sólo por el tictac de los cuatro relojes de madame Mavrogordato. Yashim tomó un sorbo. Era un buen café.
– Quizás le sorprenda saber que yo también he vivido modestamente en mi vida -empezó a decir madame Mavrogordato. Cogió un collar de cuentas de su regazo y empezó a pasarlas a través de sus esbeltos y blancos dedos-. Confío en que eso ya sólo sea cosa del pasado. El señor Mavrogordato y yo hemos trabajado duro y… hemos tenido a veces la buena fortuna de la que otros han carecido. Estoy completamente segura de que comprenderá usted lo que quiero decir… Como cuando digo que no permitiré que nada ponga en riesgo esa buena fortuna.
Las cuentas se deslizaban por sus dedos una a una.
– Tal vez haya usted oído decir que monsieur Mavrogordato es búlgaro -prosiguió-. Eso no es cierto. Procede de una familia eclesiástica, que residía antiguamente en Varna. Yo estoy emparentada con la familia Mavrogordato por sangre, y monsieur Mavrogordato, por su matrimonio conmigo. Muy pronto, reconocí su talento para las finanzas. Maneja bien las cifras. Disfruta con ellas. Pero no es un hombre osado.
Miró a Yashim directamente a los ojos. Yashim asintió. Monsieur Mavrogordato, evidentemente, era búlgaro. A Yashim no le importaba. Abandonado a sí mismo, supuso, monsieur Mavrogordato podría estar todavía llevando las cuentas de la iglesia en algún viyalet de provincias. En vez de eso, se había convertido en un próspero comerciante en la capital del Imperio otomano, guiado por la mujer cuyos pequeños derechos sobre el legado Mavrogordato habían proporcionado la necesaria influencia. Una mujer cuya audacia no podía ponerse en duda.
– Mi marido es un hombre moderado, de hábitos completamente regulares. En mí recae la tarea de mantener un hogar que sea tranquilo, ordenado y apropiado. Cualquier cosa que perturbe a monsieur Mavrogordato en su trabajo también nos perturba aquí.
Madame Mavrogordato, observó Yashim, no había tocado el café.
– Sé muy poco de negocios -dijo Yashim.
– No es necesario que tenga que saber. Lo que se requiere es cierta… inteligencia. Y discreción.
Hizo una pausa. Yashim no dijo nada.
– ¿Y bien?
– Espero, hanum, ser discreto.
Los labios de la mujer se apretaron.
– Yashim, mi marido recibió anoche la visita de un francés. Éste le pidió un pequeño préstamo. En el transcurso de la discusión, el hombre hizo algunos ofrecimientos que fueron en cierto sentido inquietantes para mi marido. Más tarde, yo pude detectar su agitación.
Yashim parpadeó.
– ¿Ofrecimientos, hanum?
– Sí, ofrecimientos. Promesas. Me resulta difícil decirlo.
– ¿Cree usted que su marido estaba siendo extorsionado?
El rostro de madame Mavrogordato permaneció impasible, pero retorció la ristra de cuentas en sus manos con tanta fuerza que Yashim pensó que quizás iba a romperlas.
– No lo creo así. Mi marido no tiene nada que temer. Creo que el francés le estaba proponiendo venderle algo.
– Lo cree usted… pero ¿no está segura?
– Mi marido no me oculta nada, pero le resultó difícil recordar exactamente lo que el hombre dijo. Si es que, realmente, dijo algo. Fue más una cuestión de… del tono. Como si estuviera insinuando algo.
– Maximilien Lefèvre -dijo Yashim.
Madame Mavrogordato lo miró atentamente.
– Así es. ¿Qué más sabe usted?
Yashim extendió sus manos ampliamente.
– Muy poco. Lefèvre es arqueólogo.
– Muy bien, yo (es decir, mi marido y yo) querríamos que encontrara usted algo más. Si es posible, me gustaría que animara usted a monsieur Lefèvre a llevar a cabo su… investigación, en algún otro lugar. Me molesta esta agitación de mi marido.
Yashim compuso una mueca con el labio inferior.
– Puedo tratar de averiguar algo sobre Lefèvre. Pero debería hablar con su marido.
Los ojos de Madame Mavrogordato eran negros como el hierro.
– Es suficiente con que hable usted conmigo.
Cogió la campanilla, y la sacudió. Apareció un sirviente, y Yashim se levantó para irse.
– Una cosa -añadió, cuando llegaba a la puerta-. ¿Le concedió su marido ese préstamo?
Madame Mavrogordato apretó los labios y lo miró airadamente.
– Eso… -empezó a decir; y con esa vacilación Yashim comprendió que la mujer era mucho más joven de lo que originalmente había pensado; aún no tendría los cuarenta- no lo pregunté.