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– No sé quiénes fueron, effendi. No los hubiera dejado subir, de haberlo sabido. Nunca ha sucedido nada como esto aquí, y llevaré en este lugar cincuenta años el próximo abril.

La viuda Matalya cerró los ojos y meneó la cabeza.

No era una mujer que se dejara llevar por la histeria. Yashim aguardaba pacientemente en el oscuro vestíbulo donde ella lo había estado esperando, y tenía la cabeza inclinada.

– Estoy seguro de que tiene usted razón, hatun. ¿Puede decirme lo que ha pasado exactamente?

– Dos hombres, mi effendi. Oigo que la puerta se abre mientras estoy limpiando. Siempre hago la limpieza por las tardes. Usted ya sabe eso, ¿no es verdad?, mi querido effendi. Por las tardes.

«Y por las mañanas también», pensó Yashim. Resistió el impulso de darle prisa. La viuda Matalya había sufrido un shock, y estaba llegando a la cuestión a su manera.

– Hacía mucho tiempo que necesitaba quitarse el polvo. No es que yo olvide mis deberes, effendi, no querría que pensara usted eso. Pero las alfombras lo cogen, ¿no lo ha notado usted? Yo estaba pensando que era un buen día para sacudir las alfombras, con el sol brillando en el patio, y las alfombras llenas de polvo… Debe de hacer siglos desde que fueron sacadas, pensé; al menos este año. ¿Cómo podría haberlo hecho, con toda esa lluvia que tuvimos en primavera?

– Demasiada humedad, sí -murmuró Yashim-. ¿Y esos dos hombres…?

– A eso iba, oh, misericordioso effendi. Como he dicho, no los hubiera dejado entrar si lo hubiera sabido. Lo vi a usted salir temprano, y eso es lo que les dije. Dijeron que esperarían. Amigos suyos, dijeron. -Hizo entrechocar sus encías-. No subiría allí ahora, effendi. Trataré primero de explicarme un poco, es lo mejor. Ahora que ya lo sabe usted, ¿no?

– Gracias. Lo ha hecho usted todo bien -la tranquilizó Yashim-. Pero realmente no hay necesidad de preocuparse. Por favor. Vaya y tome una taza de té.

Siguió hablando hasta que hubo conducido a la vieja señora a su apartamento. Puso la tetera sobre la estufa y acompañó a la dama al sofá.

– Esos hombres… ¿Eran griegos?

– ¿Griegos? Quizás, no lo sé. No podían haber sido musulmanes, mi único effendi. Eran como animales -añadió, mientras él cerraba la puerta.

Yashim subió los escalones de dos en dos. La puerta en lo alto de las escaleras estaba cerrada. La empujó con los dedos, y observó mientras se abría lentamente una escena de desolación.

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