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«Durante el tiempo que se tarda en decir una misa.» Yashim se sentó. El libro estaba escrito -recopilado sería una palabra más adecuada- por un tal doctor Stephanitzes, difunto médico del ejército griego de la independencia. Había sido publicado recientemente en Atenas, la capital de la Grecia independiente. El papel era barato. El título estampado en oro de la cubierta estaba difuminado por los bordes.

Yashim nunca se había topado con un libro así en toda su vida… Un desordenado conjunto de profecías, prejuicios, falsas premisas y argumentos circulares. Predicaba una historia que empezaba con el colapso del poder bizantino en 1453, seguía su sinuoso camino, a lo largo de centenares de páginas y muchos falsos comienzos e irrelevantes apartes, hasta su restauración final bajo su último emperador, milagrosamente renacido.

Yashim descubrió los oráculos de un antiguo Patriarca, Tarasios, y de León el Sabio; las profecías de Metodio de Patara; el curiosamente profético epitafio sobre la tumba de Constantino el Grande, que había fundado la ciudad mil quinientos años antes; todo ello retorcido y almibarado por las visiones de un tal Agathangelos, el cual previo la ciudad liberada por una gran falange de rubios gigantes provenientes del norte, mientras los turcos eran expulsados más allá del Árbol de la Manzana Roja.

Ésa, entonces, era la Gran Idea. Un fárrago de blasfemias y fantasías… pero embriagadora, Yashim tenía que reconocerlo. Como meter la nariz a través de la puerta en el Bazar de las Especias. Si eras griego y deseabas creer, aquí estaba tu texto sagrado, sin la menor duda.

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