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Yashim se dirigió al Gran Bazar. Habían transcurrido dos días desde que Goulandris, el librero, fuera asesinado, y la confianza no había retornado: puertas cerradas salpicaban de vez en cuando las abundantes filas de puestos, los vendedores parecían deprimidos y la multitud, menos bulliciosa que de costumbre.

Malakian estaba ante su puerta, sentado tranquilamente sobre una estera con las manos en el regazo.

– ¿Tiene usted noticias?

Yashim movió la cabeza.

– ¿De Lefèvre, el francés del que hablamos? Fue asesinado en Pera.

Malakian suspiró.

– Es como dije. Lefèvre vivía una vida peligrosa.

– Eso no es exactamente lo que usted dijo, Malakian. Dijo usted que no siempre cavaba con una pala.

– Es lo mismo, amigo mío. En Estambul, creo, es mejor que no molesten a la tierra, que la dejen en paz.

– Lefèvre molestaba a algo. -Yashim se puso en cuclillas a su lado-. O a alguien.

– Tómese un café conmigo -dijo Malakian.

Yashim comprendió que la oferta era por compromiso, y declinó.

– La Hetira, effendi.

El viejo armenio hizo una pausa antes de replicar.

– Pienso que a un hombre como Lefèvre le gustaba trabajar donde hubiera dinero. Pero algunas veces, en esos lugares, hay demasiados secretos, y por lo tanto no hay confianza. Una negociación no es fácil. Lo siento por sus hijos.

– ¿Sus hijos? -A Yashim le costaba imaginar a Lefèvre con hijos. Pero, bueno, ¿qué sabía él?-. ¿Tiene usted hijos, Malakian?

El viejo asintió solemnemente.

– Cinco -dijo.

– Dios los bendiga -dijo Yashim cortésmente-. Malakian, ¿aún tiene usted aquella moneda para el doctor Millingen? ¿El coleccionista inglés?

Fue Malakian entonces el que pareció sorprendido.

– Naturalmente. No viene aquí cada día.

– Yo estaré en Pera esta tarde -dijo Yashim-. Podría llevarle la moneda, si usted quiere.

Malakian volvió la cabeza para mirar a Yashim.

– ¿Quiere conocer al doctor Millingen?

– Sí -dijo Yashim.

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