Era ya avanzada la noche cuando Yashim llegó a las puertas del Palacio Topkapi. Dos alabarderos se levantaron como pudieron, y uno de ellos puso su pie descuidadamente sobre un par de dados en el suelo de la escalera.
– Mucha tranquilidad, ¿no? -murmuró Yashim.
Los alabarderos sonrieron tontamente. Yashim pasó por su lado y entró en el primero, y más público, patio del palacio. Cruzó los adoquines a la sombra de los plátanos, recordando cuando el gran patio estaba lleno de personas… Soldados que desmontaban respetuosamente del caballo, mozos que aguardaban, los pachás que iban arriba y abajo, rodeados por sus séquitos, cocineros vociferando órdenes, lacayos disparados en todas direcciones a cumplir diversos recados, carros cargados de provisiones rodando lentamente hacia las cocinas imperiales, cadíes con turbante discutiendo gravemente los juicios del día, indiferentes al ruido, carruajes del harén circulando con gran estrépito hacia algún resguardado lugar de merienda junto a las Aguas Dulces, eunucos negros trotando de vuelta a casa con su compra en una bolsa de cordel, un pavoneante grupo de soldados irregulares albaneses, tratando de no parecer atemorizados, con sus pistolas en las fajas, muchachitos levantando la mirada hacia la colección de cabezas cortadas exhibidas en la columna; y, alrededor de ellos, entre ellos, la gente corriente de Estambul, cuya conversación era un subyacente murmullo, como el del mar.
El patio estaba silencioso; sólo se veía a los jardineros entregados a sus tareas, de cuclillas bajo las oscilantes ramas de los plátanos.
¿Adónde, se preguntó Yashim, se habían ido todos? Desde luego, no a Besiktas, el nuevo palacio franco sobre el Bosforo, donde centinelas cubiertos con kepis permanecían firmes delante de sus garitas, cerca de las vallas. En Besiktas, los carruajes giraban diestramente a través de la rastrillada gravilla, las ruedas crujiendo contra las piedras, y bajaban de ellos personas con estambulinas, que subían por las escaleras y desaparecían.
Al otro lado del Primer Patio se alzaba la Puerta de la Felicidad, cuyas torres cónicas podían verse desde el Bosforo y el Cuerno de Oro. Yashim se preguntó si seguía siendo la Puerta de la Felicidad ahora que ya no se abría a la morada de la Sombra de Dios sobre la Tierra. ¿Podía uno todavía considerarse feliz al pasar por esa puerta, y sin embargo no poder ya compartir el mismo suelo que el sultán?
Tan pronto como hubo formulado la pregunta, Yashim supo que no era en el suelo en lo que estaba pensando, sino en la sombra de la protección bajo la cual siempre había operado. El sultán confiaba en él. Una palabra suya lo salvaría… Pero esa palabra no vendría de un hombre enfermo, muy lejos de su palacio del Bosforo. El informe del embajador francés iría a parar a otras manos. La implicación de Yashim con el arqueólogo parecería, a lo sumo, estúpida. El escándalo lo marcaría como un borrón en su reputación, un leve interrogante que ponía en duda su buen juicio.
Llamó y esperó. Al cabo de un rato la puerta se abrió, y un viejo alabardero con trenzas, un hombre al que Yashim conocía, le dio la bienvenida sin ceremonia.
– ¿La Valide, effendi?. ¿Lo está esperando?
Yashim asintió. Tan sólo unos pocos años atrás -parecía una vida entera- hubiera sido interpelado instantáneamente, y acompañado con prisas ¡con la seguridad de que cien pares de ojos lo estaban observando envidiosamente desde atrás! El viejo sacó un puñado de llaves, y acompañó a Yashim a través del Segundo Patio, jugueteando con ellas en su mano.
– Ahora las tengo todas, effendi -dijo animadamente. Las iba pasando entre los dedos mientras caminaban: la llave de las cocinas, la llave de los establos-. Y ésta… -dijo, levantando a la luz una enorme llave de hierro-, no se lo imaginaría nunca.
– Los silos del grano -dijo Yashim.
– Así es, effendi. La de los silos del grano. Más pesada que el grano… ¿Y esta pequeña?
– No tengo ni idea -reconoció Yashim.
El viejo dejó escapar una risita.
– Le mostraré algo, effendi. Usted mire.
Se detuvieron ante una puertecita practicada en el muro exterior del patio. A su izquierda se encontraba la sala del diván, con sus vastos aleros salientes, donde los grandes pachás habían discutido los asuntos de un imperio que se extendía desde las puertas de Viena hasta las pirámides. En aquella sala se habían destruido reinos; y ejércitos habían sido alzados a la gloria, y luego enviados a la derrota. Se había sellado el destino de razas enteras. Se había destruido u honrado a hombres con sólo una palabra, un signo, un trazo de pluma. Ahora estaba vacía.
El alabardero metió la llave en una pequeña cerradura. Con un solo giro de la muñeca, se abrió la puerta.
– ¿Sorprendido, effendi? Va bien, esta llavecita.
No había necesidad de decir nada más.
Yashim entró en la habitación. La entrada al harén era como una calle en miniatura, a cielo abierto durante sus primeros metros, con las ventanas de los apartamentos de los eunucos negros proyectándose sobre los adoquines. Sólo que se trataba de una calle de mármol perfectamente pulido, con fuentes que brotaban de nichos en las paredes; y estaba totalmente en silencio.
La puerta se cerró a sus espaldas. Yashim oyó el sonido ahogado de babuchas sobre las baldosas, y un viejo negro ataviado con un kaftán hermosamente bordado y un gran turbante blanco dobló una esquina, dándose aire con un abanico hecho de juncos.
– Hola, Hyacinth.
– Ay, ay, Yashim. Se está haciendo tarde.
– Lo siento.
Sólo dos o tres años antes, éste hubiera sido el momento más importante de la vida del harén. La hora de los rumores y la intimidad ante la comida, cuando miles de suculentos platos fluían de la cocina de palacio a los apartamentos del sultán; la hora, por encima de todo, de los preparativos finales de la gözde, el momento de engalanar, perfumar y calmar los nervios a la muchacha lo suficientemente afortunada para haber sido seleccionada para compartir el lecho del sultán aquella noche. Todo el harén se hubiera revoloteado y agitado como un bosque de pajarillos.
El silencio y la quietud eran audibles ahora.
– Pregúntale a la Valide, Hyacinth, si me recibirá.