Stanislaw Palieski se había instalado en el asiento de la ventana de su sala de estar con una copa junto a su codo, el Gillius en la mano, y una botella no muy lejos, antes de darse cuenta de que había algo insólito en la habitación.
Miró a su alrededor, desconcertado. Miró también por la abierta ventana. La niña, Suela, se encontraba sentada bajo el árbol, observando cómo su hermano jugaba en el suelo con un palo y una expresión de concentración en su rostro. Palieski olisqueó el aire y luego su vaso. Su mirada cayó sobre el aparador, situado bajo el retrato al óleo de Jan Sobieski, el gran vencedor de los turcos en Viena. Contempló el aparador durante bastante rato y luego, con un gruñido de desconcierto, se puso de pie y se acercó para mirar las flores.
Marta había confeccionado un jarrón muy hermoso de tulipanes de floración tardía, la especie turca, de pétalos rizados. Palieski tuvo la impresión, mientras deslizaba su dedo por la superficie del aparador, de que la mujer lo había encerado.
Regresó a su asiento, se encajó en él con las rodillas levantadas, y los pies apoyados en la contraventana, y tomó un sorbo.
«Todo resultaba muy extraordinario», pensó. ¡Pobre Marta! Este asunto de Xani debía de estar trastornándola más de lo que había pensado.
¿Adónde diablos, se preguntó, había ido a parar aquel desgraciado?