– ¿Está usted completamente segura?
– Completamente, doctor Millingen. Gracias.
– Al menos tiene usted unas excelentes babuchas turcas ahora -dijo, sonriendo.
– Sí. Ha sido usted muy amable.
La mujer se volvió hacia la pequeña puerta hundida y llamó.
La viuda Matalya respondió a la puerta. No sabía qué pensar al descubrir a la mujer franca en su umbral con un extraño. El doctor Millingen se tocó el sombrero con la punta de los dedos cortésmente, y la vieja aspiró por la nariz, trasladando su disgusto a un blanco sólido. Los sombreros, pensó, eran unas cosas muy repulsivas.
– Por favor, madame, manténgase en contacto.
Amélie le brindó una curiosa sonrisa.
– Tendré que hacerlo, supongo.
Entró en el apartamento. La vieja cerró la puerta y se dio la vuelta con una expresión muy seria en su cara, los labios apretados.
– Monsieur Yashim ¿está arriba? -preguntó Amélie, señalando con un dedo.
Los ojos de la viuda la taladraban.
– Creo que subiré a ver -dijo Amélie alegremente-. Salut!